Jamás un gulasch me supo tan sabroso, dijo mi compañero refiriéndose al primer plato: un guiso suculento con sendos trozos de carne y condimentado como manda el arte culinario húngaro, con paprika. Este condimento, que procuró una formidable sacudida en él, dio pie a un dilatado coloquio alrededor de las especias. No soy entendida en el tema, pero sé que se obtiene a partir de la deshidratación y molida de determinadas variedades de pimientos. No fue hasta comienzos del siglo XX que un gurú de la cocina francesa, Auguste Escoffier (y esto se halla en Le guide culinaire), lo hizo popular. Para Escoffier, quien dirigiera el servicio de cocina del mariscal Bizaine durante la guerra franco-prusiana, y que más tarde sirvió a Guillermo II, el uso de ingredientes exóticos era su tarjeta de presentación.
Y como una cosa lleva a la otra, tanto más estando en el Menza, un restaurant en el centro de Budapest —y no en Montmartre, ¡qué bella es París!—, recordé a Spiridon: abuelo del actual presidente del Consejo de Ministros de la Unión de Rusia y Bielorrusia, antigua URSS, quien, al igual que Escoffier, gozó del beneplácito de la elite. Para esta cocinó no en los refectorios de San Petersburgo, sino en el seno acogedor de las dachas donde se tramó, entre otras correrías, la ocupación de Hungría.
El fuerte de Spiridon eran las carnes, y como entrantes, las sopas de pescado. Por tal motivo se ganó los paladares del hermano de Lenin, del mismísimo Lenin, y más tarde de Stalin. El plato favorito, con seguridad, del hombre más odiado de Hungría en lo que respecta a la historia reciente, incluía finas rodajas de cordero magro, patatas cortadas en cubos y cebolla picada. Todo hervido media hora con grasa, hierbas y pimienta. ¡Qué gusto tenía el dictador!
Por lo mismo me tomé la licencia de fantasear con las delicatessen que un cocinero como Escoffier podría preparar al nieto de otro cocinero con la intención de efectuar un duelo a cucharones. ¿Mignonette de poulet glacée au paprika? ¿Côtelette d'agneau Maréchale? Quizás. Pero ya que la duda se impone, debo aclarar que los invitados de Escoffier, al contrario de los de Spiridon, eran sobre todo aristócratas, corredores de bolsa, sopranos, barítonos, bailarinas, ajedrecistas y propietarios de circos. Y ¡qué ironía!, la mesa de Escoffier iba con servicio a la rusa: un plato a continuación de otro respetando el orden preciso del menú.
Una de esas personalidades a las que sirvió Escoffier fue a la soprano australiana Nellie Melba, a quien dedicara, ya que retórica no le faltaría ni aun en su prolongado exilio inglés, el "Melocotón Melba". También dedicó otro plato al compositor Rossini, el "Tournedo Rossini": solomillo de carne salteado con mantequilla y cubierto con rodajas de foie gras servido sobre una rebanada de pan ligeramente frita. Todo aromatizado con láminas de trufa negra y guarnecido de salsa demi-glace hecha con vino Madeira.
Llegados a este punto, y suponiendo que Escoffier preguntara por el linaje o las dotes del nieto de Spiridon: ¿es descendiente del Zar?, ¿toca la balalaika o el clavicémbalo?, cualquiera respondería ni lo uno ni lo otro. Pero créase o no, una vez chapurreó "Blueberry Hill".
A la par de las especulaciones arribaron los segundos platos: bistec con aros de cebollas fritas y Töltött káposzta. El trasiego de bandejas era frenético y el ambiente bastante turístico, por lo que decidí concentrarme en el manjar que había escogido. Al rato aprecié una mueca como de orfandad en mi compañero que, curiosamente, coincidía fraternal, y acaso, de modo reminiscente, con la de cada rostro húngaro. Siendo consecuentes, los húngaros, armados de una férrea disciplina como quien dice hasta ayer, fueron incluso entusiastas donde no cabía improvisación. ¡Qué improvisación podía haber bajo el comunismo y toda su parafernalia! Ese absoluto romántico, ese cordón umbilical que los conectaba no a la madre simbólica sino a la madrastra, se cortó de cuajo con la caída del Muro.
Volviendo a mi compañero: ¡sabrá él, y solo él, qué le recordó esa col encurtida rellena con carne ripiada! Para distraerlo, y protegerme a la vez de lo inquebrantable que es la memoria, máxime cuando somos foráneos y lo seguiremos siendo hasta que escampe, le hablé de consomés, andouillettes, veloutés, flambeados, gratinados, en fin, de las delicias que preparaba Escoffier con mariscos, caviar, trufa, pescados, caza mayor y menor. Pero todo resultó inútil. Permaneció retraído, adusto frente aquel Töltött káposzta, como si de golpe se lo hubiera tragado el pasado y quedara de él únicamente el serpenteo de la propia implosión.
A la mañana siguiente y sin ánimos de hablar del "Emperador de los chefs y el Chef de los emperadores", y mucho menos de la paprika, es decir, con los pies en la tierra, tomamos un taxi para el Memento Park, el vertedero de las estatuas del comunismo. Nos recibió un perro andrajoso que ladraba estúpidamente mientras movía la cola. Luego salió el encargado: un anciano con bigote amarillento, jorobado y artrítico, embutido en un overol raído y unas botas de agua repletas de fango. No pudimos diferenciar (los húngaros, es mi percepción, tan difíciles o más que su lengua) si se trataba de un nostálgico o un siquitrillado del régimen, pues, a decir verdad, parecía ambas cosas a la vez. Nos dejó en la sala de proyección en tanto abría el museo: una pequeña cabaña invadida de carteles, retratos, documentos, grabaciones y vídeos. ¡Impresionante! Rollos y rollos de películas en los que aparecen espías y contraespías haciendo gala de sofisticados trucos (de por sí deprimentes), con el propósito de vapulear, delatar o hacer que cantasen La traviata detractores o cualquier salido del redil. ¿Qué fue de esos individuos?, nos preguntamos. Después de la proyección salimos a la intemperie: decenas de estatuas ancladas indefinidamente en su propio hundimiento y un grupo de ingleses que lo mismo les daba Budapest que Madagascar, con palos de selfies para inmortalizar su paso fugaz por este planeta azul cerúleo.
Ya que al comienzo de esta nota me extiendo en recetas francesas y servicio a la rusa, confieso que antes de marcharnos le hice un tributo al abuelo cocinero del presidente del Consejo de Ministros de la Unión de Rusia y Bielorrusia, antigua URSS… Batí un fular de seda al aire. ¡Camarada Spiridon, he visto las botas de tu último comensal! Fue una tarde bochornosa, por lo que terminamos bebiendo cervezas a orillas del Danubio. "Sentados en la piedra más baja".
Dolores Labarcena nació en Santiago de Cuba, en 1972. Ha publicado el libro de poemas Las puertas dialogadas (Editorial Abril, La Habana, 2004) y la novela Kruschov (Verbum, Madrid, 2015). Codirige la revista literaria on-line Potemkin ediciones.