A mí me gustaba adivinar con el agua. En el río.
El agua es lo primero que hubo en la tierra, ella lo sabe todo.
Svetlana Aleksievich
Que no exista nada más candente que el río.
Yo rezo porque no exista nada más candente.
Yo le doy a la tierra trato de dios
y a los hombres que gobiernan
trato de elegidos y les pido
consagración y buen juicio.
Yo invito a mi pareja al río.
No porque esté sometido a una creencia
o razone como localista
(aunque lo soy y así razono:
¿qué sería yo sin mi creencia
o mi color local?),
sino porque entiendo
la importancia de ir al río,
hago purgas de espíritu y genuflexiones
por la perpetuidad de su lecho original,
por el pez de agua blanda,
por el tono sucio y la guerra
contra el factor contaminante.
Mi pareja no viene conmigo al río.
Está siempre con su smartphone.
Yo soy un hombre del siglo anterior.
Esto no pasaba en el veinte.
Con su segunda mitad y su último tercio,
el veinte no fue un mal siglo.
Sus mejores intérpretes están muertos.
Batidos en las contiendas,
con su fervor de masa y su afán político,
con sus canjes de sudor y sus apareamientos.
Cosas —del pasado— por las cuales
luego de mucho debatir y acariciarnos,
de forma sostenida y en directo,
los de mi generación llegamos a saber,
con poco margen de error,
quiénes éramos y qué se podía esperar
de la mirada de cada uno.
Para mi pareja estos detalles
han dejado de tener sentido.
Yo me niego a que el río,
el viaje al río y la orilla del río,
el agua dulce del río
y el pez morado que salta
los gestione una pantalla.
Cuando pienso en vivir
busco lo ajeno a la tele, porque es pantalla,
o al teléfono móvil —porque es tele—
o a la fusión de la tele con el teclado,
llámese tableta o sifón…
Yo sé que puedo llegar al Sena
con aquellos formatos.
Pero necesito una revolución
para llegar al Sena.
No a la mentira del Sena
que dan la yerba aromática
y las revoluciones vacías.
No a eso que las muestras y los momentos
no sean momentos ni muestras si no existe
el aparato que los grabe y los comparta.
Esto de que los fondos
ficticios se popularicen,
no debía llamarse revolución.
Sobre la roca pulida de mi siglo
—pulida por el trasiego
de mis pies camino al río—,
yo miraré, por encima
del hombro de mi pareja
—como miró mi padre
por encima del mío
cuando me enseñó a diferenciar
un pez morado
de otro pez del mismo color—,
con la cabeza puesta en el peligro
que hay en las pantallas
y rezaré, con la voz
introspectiva de un dios,
para que sea buena
con ella la maquinaria.
Mi esposa me ve sufrir
y pide que me tranquilice.
Estoy tan abatido
que en la mañana
más simple de la vida
casi puedo escucharla
querer lo antagónico,
la proyección enlazada
con otra proyección,
con otro sitio donde algo,
magnífico y villano,
podrá ganarla para su causa,
podrá opinar cualquier
locura sobre nuestro río
y darle más —no sé si mejor—
compañía que la mía.
Ella no será como el hijo de mi padre,
cuando vayamos al agua,
la mirará de otro modo,
no será yo, siempre
al alcance del viejo,
al arbitrio de su mirada.
Y eso podría estar bien y ser bueno.
Ella me dice: Siempre hubo
lectores obsesos de pantallas,
son pantallas los astros,
las piedras, los rosarios,
las volutas de humo
que escupían las hogueras;
siempre ha habido hogueras
y quemados a la orilla
de todas las fogatas.
Yo rezo porque no exista nada
más candente que el río.
Gleyvis Coro Montanet nació en La Tirita, Pinar del Río, en 1974. Ha publicados los poemarios Aguardando al guardabosque (Ediciones Loynaz, Pinar del Río, 2006) y Jaulas (Letras Cubanas, La Habana, 2010), Lejos de casa. Memoria lírica del problema cubano (Cristal de Agua, Madrid, 2018) y Mujer, aparta de mí ese smartphone. Poesía con emojis (Editorial Gata Encerrada, Madrid, 2020), al cual pertenece este poema.