"Idéntica a su padre. Igualita" habían dicho a menudo, y ella sabía esperar ese comentario. Sabía dejar pasar el recuento de unos detalles, la admiración demorada de los más quisquillosos, que negaban el parecido para en seguida volver a confirmarlo. Su cabeza era entonces un cuerpo entero entre tibias y grandes manos de adultos, gente de la familia que a cada visita suya pasaba a saludarla, a decir que volverían a verla, como la habían visto el verano anterior; a comprobar, viejos ya como eran, cuánto la conocían y recordaban…, ¡tan parecida a su padre! Una cabeza entre las manos, y esos cangrejos que la luna sacaba de un tirón a la hierba de los jardines y los dejaba perdidos sobre las losas, entre los trastos del patio la mecánica entumecida, coloreada y fangosa de otro juguete.
Aquellas madrugadas hinchadas por el rumor de los artejos, las muelas que el blanco de esas noches hacía más grandes, más redondas, la tristeza que inevitablemente llegaba y que el ánimo de una vacación con abuelos y primos no dejaba sentir del todo ni explicar, el regreso imposible, demorado hasta la fecha que había quedado como acuerdo, se enmarañaban tras la imagen que una tarde, lejana todavía, ella vería en el espejo: el hueso de la sien y la profunda curva de la ceja se apuraban hacia el perfil filoso de su tío materno. Dudó si no era aquello algo ya visto y no estimado, y recordó haber leído que los parecidos cambian con los años, o cuando un hijo toma de pronto el aire de alguno de sus padres muertos. Los suyos vivían aún, pero ella volvía a estar muy lejos. Podía decirse que los había abandonado.
Lo sucedido aquella tarde permaneció bajo el sello de su cara, se hizo cosa que acecha, se fraguó en otro blanco entumecido, blanco de luna aguada en lo nevoso, parco de sus recuerdos, de su infancia, de esa gente que esperaba volver a un día de su soledad. Mujer todavía joven, vio salir de su cuello esas formas dulzonas que notaba en sus tías, mayores que el varón, cuando ladeaban la cabeza. En un tiempo que solo la seca superficie del espejo dominaba, divagó por su boca, por sus pómulos, el espesor fatigado de la frente. Quién como ella sería capaz de ver aquello… ¿Era un juego? ¿Un rumiar obsesivo que trae para alguien su ser en su extrañeza? Halo, pasmo, fatiga… Cabeza sola de una mujer madura, su madre aparecía por ella, le miraba por ella.
Alessandra Molina nació en La Habana en 1968. Sus últimos libro de poemas publicados son Otras maneras de lo sin hueso (Leykam Verlag, Graz, 2008) y Algodón del sueño, cuchillo de los zapatos (Rialta Ediciones, Querétaro, México, 2017). Este poema pertenece a un libro inédito.