"No me arrepiento de esas orgías de libros", dice Elías Canetti en uno de sus apuntes. Y cuando se lee la confesión que enseguida escribe el autor de Masa y poder, uno se siente libre de cualquier culpa, no solo de haber gastado en libros muchas veces el dinero que tenía reservado para comer, vestir o hasta pagar la renta; sino de que unos cuantos de los libros comprados nunca han sido leídos.
Las aventuras con libros merecen siempre no excusas sino aplausos, no remordimientos sino alegría. En La Habana, cuando no tenía dinero, gastaba todo lo que nunca ahorré —con certera e inexorable puntería— en libros. En mis viajes y en mi primer exilio —en el generoso México—, hasta en los peores momentos conseguía comprar de vez en cuando libros. Con vientos helados de un permanente fin de mes y con marea baja en el bolsillo, aun así triunfaba la adicción: vengan más libros. Casi ni los tacos al pastor de carnitas competían contra los más recientes títulos arribados a la librería Profética, en el Centro Histórico de la ciudad de Angelópolis —Puebla de los Ángeles—, donde se halla una de las mejores bibliotecas coloniales del planeta, la creada por el obispo Juan de Palafox y Mendoza, que tanto disfrutó sor Juana Inés de la Cruz.
Canetti, sin embargo, puede confundir. Muchas personas que como él nunca han aprendido nada sistemáticamente —eso afirmaba—, sino por excitaciones súbitas, no aman el libro como objeto, ni siquiera tienen un irrefrenable hábito de lectura, que se estima en leer un promedio de dos horas diarias, a veces distribuidas en la semana —unas 14— o hasta en el mes —alrededor de 60—. Mientras otras personas, entre las que me encuentro, muchas veces hemos aprendido infinidad de asuntos sistemáticamente —como serían los estudios universitarios—, y desde luego que disfrutamos nuestra afición por los libreros llenos de libros, con adornos que van dejando su espacio para nuevos volúmenes, por libros que pronto están en doble fila y acostados arriba, en raro equilibrio que suele romperse de madrugada.
Todavía hoy mi mirada cae sobre algún libro que tengo en mente poseer. Fuera como fuera. El gesto de extraerlo del anaquel, la alegría de tirar el dinero por la ventana, el transportarlo a casa o al café más próximo, el contemplar, acariciar, hojear, el guardarlo durante años, el momento de un nuevo descubrimiento cuando las cosas se ponen serias… Todo es parte de un proceso creativo cuyos detalles secretos deben encerrar maravillas exegéticas, duendes y troles. Pero en mi caso nada sucede de otro modo, y por lo tanto tendré que comprar libros hasta el último instante de mi vida, hasta aquellos sobre los que sospecho que por alguna razón inefable nunca leeré.
"Creo que es también parte de la rebeldía contra la muerte. Nunca quiero saber qué libros entre esos se quedarán sin leer. Hasta el final no está determinado cuáles van a ser. Tengo libertad de elección, puedo elegir en cualquier momento entre todos los libros a mi alrededor, y por ello tengo en mi mano el curso de mi vida", añade Elías Canetti en sus apuntes, recogidos en El suplicio de las moscas. Y tiene razón en mantener su orgía hasta el predecible final, porque mezquina, cuando menos tacaña, parece la voz que te sugiere no atiborrarte porque no vas a tener tiempo para leerlos todos.
La paradoja de hacerse de ellos de modo irrefrenable y a la vez sospechar que pueden perfectamente no estar entre los leídos, parece una locura masoquista. Sin embargo, la explicación es muy sutil. Nada que ver con las apariencias. El libro como compañía es un axioma tan viejo como la invención de la imprenta. Estar rodeado de libros produce una peculiar forma de bienestar entre los que hemos recibido o elegido este destino: ser lector.
Desde luego, los soportes electrónicos para sostener los textos lejos de arrinconar al papel lo han multiplicado. Conviven y cada uno se personaliza, se dedica a determinados géneros, tipos de informaciones, mensajes, apuntes y agendas. El shock inicial entre ambos soportes, sobre todo entre personas de la tercera y segunda edad reacias a los cambios, parece quedar atrás. Leo en internet revistas y periódicos, casi nunca acudo a las versiones en papel. Busco allí las palabras que antiguamente estaban en pesados bloques. Los diccionarios los tengo adosados a la pantalla, interactúan en mi programa de Word cuando escribo. Tengo en mi tableta numerosos textos, no muy extensos. También, aunque aún prefiero el libro, he leído en Kindle alguna novela o ensayo de difícil acceso. Supongo que a mediados de siglo, hacia 2050 —cuando yo deba andar saltando de nube en nube— se habrá reducido muchísimo la presencia del libro, el papel y la imprenta; y en muchos casos habrá desaparecido de tareas escolares y servicios burocráticos; como casi todas las librerías, tragadas por la cómoda eficiencia del servicio a domicilio.
¿Pero significará que el placer de manosearlo habrá desaparecido? No lo creo. Tampoco la lectura se habrá resentido. Contra tantas visiones catastrofistas, la palabra escrita se habrá afianzado como opción decisiva del pensamiento. La oralidad tal vez tenga, como es de esperar, opciones lingüísticas fabulosas, como la traducción simultánea sin garrafales errores sintácticos; pero con más razón las tendrá la palabra escrita. Entre ellas —hoy se comienza a dibujar— estará la posibilidad de pasar simultáneamente de una a otra, de la palabra oral a la escrita, y viceversa. Casi ya se consigue tal intercambio… Los prodigios técnicos lejos de ahuyentar a los fanáticos del libro impreso, nos permiten una más funcional comunicación, con más tiempo libre para hojear, colocar, extraer, contemplar, comparar…
Al ver mi biblioteca habanera —la mayor, la primera que perdí al exiliarme en México; la segunda fue al pasar, siete años después, a Estados Unidos— un vecino me lanzó la clásica pregunta de si me los había leído todos.
"Por supuesto que no", le contesté enseguida, riéndome de su asombro ingenuo. Y añadí: "Son una compañía, lo de leerlos es casual. Azaroso como la vida".
El bibliófilo mantiene hoy las destrezas, manías y habilidades —compartidas con filatélicos, numismáticos y otros coleccionistas— que siempre tuvo. No creo que las pierda o cambie en un futuro inmediato. La adicción a los libros que con justo entusiasmo elogiaba Elías Canetti nos sigue retando, invitando en las buenas y malas. Hasta en las peores.
De ese amor a los libros —sin discriminar nunca aquellos que no he leído— da fe una anécdota del escritor Enrique Labrador Ruiz, muerto en el exilio en Miami. La noche antes de coger el avión en La Habana, de madrugada, la mujer se despertó y al ver que no estaba a su lado, supuso que el nerviosismo le impedía dormir. Se levantó y fue a la sala, al balcón, a la cocina, y no lo vio. Entonces entró a la biblioteca —una de las bibliotecas privadas más suculentas de Cuba— y allí estaba. Tomaba un libro, lo apretaba contra su pecho o lo besaba. Bañado en lágrimas se dio cuenta de que ella estaba en la puerta y fue a abrazarla, a compartir la despedida.
Las orgías de libros, se sabe, no siempre han sido felices. Una de las terribles razones por la que Stefan Zweig se suicida es porque supo que la biblioteca de su casa en Salzburgo había sido saqueada por los nazis. Las dictaduras y regímenes totalitarios del pasado siglo XX provocaron la desaparición de miles de bibliotecas, la quema de cientos de títulos, el decomiso y las multas… Novelas rusas como Doctor Zhivago de Boris Pasternak o Vida y destino de Vasili Grossman, tocan el tema de la pérdida de las bibliotecas particulares o privadas, las nostalgias que suceden a las pérdidas por decomiso o abandono, por exilio o prisión en los gulags.
Cartas, biografías, memorias y declaraciones de escritores amantes de los libros, llenan varios anaqueles... Hemingway no vaciló en declarar que su biblioteca en la finca habanera La Vigía, de San Francisco de Paula, la extrañaba más cuando estaba fuera de Cuba que la barra del restaurante El Floridita; y no hay que recordar que el autor de "The Killers" tenía una copiosa afición al daiquirí sin azúcar, capaz de hacer temblar —como afirmaba Guillermo Cabrera Infante— las reservas de la Bacardí en Santiago de Cuba. Con qué amor, buen gusto y pasión libresca, Luis Mario Schneider reconstruyó como biblioteca la capilla de su fabulosa casa de campo —bautizada con el nombre de El Olvido— en Malinalco, estado de México. José Lezama Lima pagaba a plazos —con el apretado salario de cada mes— sus cuentas de libros comprados en las librerías de la calle O'Reilly, en La Habana Vieja. El amor a ellos ha traído desde divorcios: una poeta colombiana —cuyo nombre no estoy autorizado a revelar—, le firmó el divorcio porque él la acusó de que prefería la lectura a hablarle; hasta expulsiones del propio hogar, como puede leerse en "Casa tomada", el ingenioso y tan realista cuento de Julio Cortázar.
Sin embargo, las "orgías" no significan, necesariamente, la presencia de una gran biblioteca. Virgilio Piñera me dijo alguna vez, en la cola de café de Infanta y San Lázaro, que nunca tuvo en su casa una gran biblioteca, más allá —afirmaba— de los libros que estaba leyendo. Quizás sus años de vagabundear por casas de huéspedes en La Habana y Buenos Aires, junto a su pobreza, determinaron una provisionalidad que hizo extensiva a los libros; aunque los amó como pocos escritores de habla hispana, como muy pocos dramaturgos del pasado siglo XX.
De otra parte, la afición lectora de muchos está vinculada no a una colección privada sino a una sólida biblioteca pública o académica. Afición que incluye a eruditos universitarios, con cubículos permanentes en sus universidades y hasta servicios bibliotecarios a sus domicilios en el campus. La casa de Harold Bloom en New Haven, Connecticut, no me pareció que albergara más allá de una fracción de los libros que el talentoso crítico conoce, gracias a estar a una distancia razonable de la célebre biblioteca universitaria de Yale, donde como se sabe aún es profesor.
Sé que el poeta venezolano Vicente Gerbasi dejó de hablarle a un amigo íntimo cuando por casualidad descubrió en la casa de este una edición príncipe de Canaima, la mejor novela de su coterráneo Rómulo Gallegos; que había perdido en su propia biblioteca, unos cinco años atrás. Le oí a Lezama el cuento de su visita a la casa de Roberto Fernández Retamar en H entre 23 y 21, en el barrio de El Vedado: cuando su admirador, gratamente sorprendido, lo invitó a pasar, le dijo que solo venía a buscar un libro de Charles du Bos, Extractos de un diario (1908-1928), edición argentina de 1947, con prólogo de Eduardo Mallea y traducción de León Ostrov, que le había prestado dos años atrás. Libro que me prestaría a mí, como parte del Curso Délfico, muchos años después…
Es un amor a los libros que llega hasta provocar ataques de celo, raptos de envidia, pesadillas y ensoñaciones fabulosas. Así me consta ahora mismo porque anoche soñé con otro paseo por la calle Donceles de Ciudad de México, tan cerca del Zócalo, donde más de una docena de librerías de segunda y tercera mano —desbordadas y polvorientas, custodiadas por diligentes, astutos, sabios y careros libreros— me celebraban una fiesta innombrable, me reservaban la edición príncipe de Muerte sin fin (1939), muy ajada, dedicada a Gastón Baquero y calzada con la firma de José Gorostiza; con un sospechosamente cómplice subrayado y flecha dirigida hacia la frase que dice: "Orgías de libros".
En Aventura, otoño y 2019
¿Hay otoño en Aventura? Quizás solo dentro de una biblioteca. "Otoño y 2019": la mano larga de Lezama todavía impone el estilo de consignar las fechas. Evitar esa influencia.