Sufriendo, enfermos, errantes sobre ella,/ ni siquiera la recordamos.
Anna Ajmátova, "Tierra nativa"
.
1
Nadie regresa nunca a la patria que abandonó. Algo así podría haber dicho un Heráclito del siglo XIX, romántico, que ya creyera entender el concepto "patria". Y quizá un discípulo, aún más agresivo, nihilista y rotundo, habría recalcado: Nadie regresa nunca a ningún lugar. Pero dejando a un lado el juego de las frases inútiles, me parece justo hablar de la imposibilidad de vivir 16 años en París, y regresar a La Habana (a la antigua calle General Lee, en Marianao) o a Santa Clara y a Cienfuegos, sin experimentar que algo se ha perdido (para siempre), que algún puente, algún gran puente (se le vea o no se le vea, eso importa solo a la poesía) se ha roto definitivamente, que ha desaparecido el camino entre el viajero y la tierra que abandonó, o de la que "fue abandonado".
Sensación extraña: 16, 20, 30 años en París, Barcelona o Miami, no garantizan la pertenencia a esas ciudades; aseguran, en cambio, la pérdida definitiva del espacio donde se nació y se creció, donde se conocieron las fronteras y la pequeña inmensidad de la vida. Se halla entonces el viajero como aquellos personajes de La línea de sombra, de Joseph Conrad, condenados en alta mar, en un velero, en medio de la calma chicha.
La circunstancia, sin embargo, dolorosa para cualquiera, puede ser ventajosa para un escritor.
2
Aun sin hacer la apología de la importancia del dolor para la creación, quizá sea justo recordar aquella frase de C.S. Lewis de su "El problema del dolor":
El dolor insiste en ser atendido. Dios nos susurra en nuestros placeres, habla a nuestra conciencia, pero nos grita en el dolor: es el altavoz que utiliza para despertar a un mundo sordo.
3
El "desarraigo", eso que con tanta vaguedad llamamos "desarraigo", puede ser un nuevo arraigo. En el destierro se descubren la proximidad y los confines. La tierra nueva, ancha y propia, en la que se comienza a vivir. El escritor lo sabe. Solo él lo sabe. Porque únicamente él es capaz de escuchar "el grito de Dios"..., y dar testimonio.
He dicho "la pérdida definitiva": miento. Solo es definitiva esa pérdida en términos que no son literarios. Todo cuanto se pierde, se gana de otro modo.
Este libro es una prueba de las nuevas ganancias. La siesta de los dioses no es exactamente el testimonio de un regreso, puesto que la palabra "regreso" implica vuelta a atrás, "volver al lugar del que se partió". Y ya sabemos que eso no es posible. Armando Valdés-Zamora insiste en demostrar que eso no es posible.
4
El autor, en cambio, re-descubre. La siesta de los dioses parece más bien el testimonio de un redescubrimiento.
A saber:
- La proximidad y la luz. La proximidad es como la luz, enceguece. Mucho más con tanto sol real diluyendo los colores de las cosas. "Todo un pueblo puede morir de luz como puede morir de peste" (Virgilio Piñera, La isla en peso).
- El bullicio, los ruidos, la gritería, "la espontaneidad de la agresión" (frase feliz que toma de Konrad Lorenz). Un hombre como Valdéz-Zamora, que reverencia el silencio, que conoce el valor del silencio, se encuentra de nuevo (¿reminiscencia?) con la algarabía. Lejos de despreciarla, se la vuelve a apropiar. Hay que escuchar el ruido del mundo. El silencio de los libros y los ruidos del mundo. Uno y otros más unidos de lo que parecen.
- El sabor de las frutas. Sobre todo, aquellas frutas, como el mamey, tanto más exquisitas en la medida en que se encuentran en tan pocos lugares. En Francia, donde vive el autor, no existe el mamey. Hay un pueblo, sin embargo, con ese nombre, en la Lorena, próximo a Alemania. El mamey en Francia, cuando se le menciona, es abricot d'Amerique. ¿Albaricoque de América? Parece una broma.
- La vigilancia. No creo que redescubra la vigilancia, el ojo de Big Brother, porque una de las más importantes singularidades de esta tortura cotidiana es justo su perdurabilidad. Incluso un "detalle" más grave y definitivo: la actividad de la vigilancia incluso cuando ya carece de actividad. Es decir, la vigilancia como autovigilancia. En este caso tal vez no haya un volver a encontrar sino un reabrir heridas. Del cancionero nacional: "Mira que hay heridas que cierran en falso..."
- El amigo Marcial Gala que terminó por convertirse en gran escritor.
- Los santos, los dioses que duermen, siempre duermen. "El sueño sobre mi carne/ asegura su isla leve" (José Lezama Lima, "Figuras del sueño").
- Marianao. "En Marianao la vida se ve color de rosa" (Beny Moré, "Marianao".
5
Como no se trata de hacer inventario, mucho menos de desvelar los secretos de La siesta de los dioses, solo me queda agradecer a Armando Valdés-Zamora este re-descubrimiento. Él y yo compartimos un tiempo (solo soy unos años mayor que él, y esos pocos años, al fin y al cabo, desaparecerán en la eternidad). Compartimos también un espacio, Marianao, Ampudia, General Lee, Luisa Quijano, el Obelisco, el antiguo palacio de la familia Carvajal (luego asilo, luego derrumbe). Aunque soy un poco más marianense, puesto que le llevo la ventaja de mis años. No obstante también ese espacio y la intensidad de esta "pertenencia" también se disolverán en la eternidad. Solo nos quedarán los libros. Como este que ahora mismo el lector se dispone a disfrutar.
Armando Valdés-Zamora, La siesta de los dioses (Bokeh, Leiden, 2017).