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Ensayo

Crítica y placer en 2017

La crítica literaria es una forma de creación literaria, mal que le pese a algunos bibliotecarios, lingüistas, historiadores, sociólogos, psiquiatras y psicólogos.

Miami

La sensación de disfrute al escribir crítica literaria no tiene por qué estar condicionada a exigencias académicas o a solicitudes editoriales; mucho menos a programas políticos y catecismos ideológicos, como lamentablemente todavía ocurre —aunque minoritariamente— en  muchas ciudades latinoamericanas; según reseñas y artículos en periódicos, revistas y blogs dependientes de algún partido político, fundación o empresa sectaria, propietarios fanáticos... Y lo peor: según los prontuarios universitarios que muchas veces se le imponen al estudiantado, sobre todo —también en las clases— en las tesis de licenciatura, maestría y doctorado.

Los cubanos —para nuestra desgracia y vergüenza— lo sabemos mejor, nos lo han impuesto con verdadera saña desde el único partido permitido, cuyo control de los medios y del sistema educacional sigue calcado —en 2017— de lo que fuera la Unión Soviética, con la figura de "diversionismo ideológico" como guadaña lista a cercenar herejías, encarcelar insubordinados, condenar al ostracismo a cualquier columnista o profesor que se salga demasiado del plato.   

Esas represiones conspiran contra la creatividad... Sin embargo, salvo en casos extremos el crítico puede hallar un ángulo motivador, una zona que le produzca algún tipo de placer, presidida por el modo en que estructura y comunica sus ideas, es decir, por sus juegos de estilo. Me consta haber disfrutado aun en aquellas recensiones donde el objeto de valoración era decididamente lamentable. Casi siempre he hallado una esquina desde donde complacerme, alegrarme... Quizás porque por lo general me he dado cuenta, al sentir cerca una sudorosa pereza, de que lo sensato es engavetar —a veces para siempre— los apuntes y bocetos sobre el libro de poemas, ensayos o cuentos, sobre una novela, autor, grupo o movimiento literario, cuyos valores vayan —si existen— en dirección diferente a la mía.

El lector avezado, además, suele captar de inmediato cuándo el crítico ha escrito con la amargura del deber, o un haragán rondando —carente de "horas nalgas"— o sencillamente —aquí no hay solución a la vista— se trata de una persona que lleva la estupidez al hombro. Por supuesto que en cualquiera de los casos hay un margen de subjetividad, de singularidad. Cada crítico —como cada lector común, según Virginia Woolf—, forma su escala; lo que no impide la búsqueda de consenso. Un consenso que distingue en su canon —por ejemplo— a Rubén Darío entre sus coetáneos de habla hispana, mal que le pese a algunos populistas —también se les llama "talleristas"— que machacan a los que se distinguen por su talento y esfuerzo.  

Recuerdo que en un ensayo busqué aquiescencia en privilegiar a Heberto Padilla entre los poetas del coloquialismo, a la altura de los otros tres grandes de habla hispana dentro de tal sesgadura estilística: Jaime Gil de Biedma, Nicanor Parra y Juan Gelman. El delicioso trabajo me obligó a releer los poemas del cubano y otros que pudieran acercarse a su nivel. Aquellas lecturas fueron tan fructíferas —frutales— como la redacción definitiva del ensayo sobre los apuntes acumulados. Porque al argumentar un punto de vista se debe experimentar un placer artístico y estético, de lo contrario sospecho que algo fallará...

En otras palabras: la crítica literaria es una forma de creación literaria, mal que le pese a algunos bibliotecarios, buscadores y acumuladores de disímiles datos, muchos de ellos irrelevantes y en consecuencia aburridos; a algunos lingüistas, pacientes analistas de sintagmas y lexemas cuya riqueza o pobreza no suele incidir en la calidad artística; a ciertos historiadores y sociólogos hurgadores en textos literarios donde no valoran méritos artísticos, porque por lo general carecen de sensibilidad o porque la novela o el poema se privilegia solo por su incidencia representativa, como "prueba documental"; y a dos o tres psiquiatras y psicólogos, cuyo "trabajo" es identificar psicopatologías, leer "hojas clínicas".

Terreno fértil para arrogantes y pedantes,  por doquier se empeñan en que se les considere únicos; sin darse cuenta de que el crítico literario se sirve de cada uno —de cada disciplina— en la medida en que casuísticamente ayudan a formarse una impresión, un juicio de valor lo más completo posible sobre el texto artístico; con independencia de cada disciplina y mucha dependencia de la sensibilidad artística.

La palabra clave —de ahí la sensación de disfrute— es "artístico". Ignorarla conduce muchas veces a críticas que muestran una fatigosa acumulación de informaciones y referencias, que permanecen ahí: en la más exacta enciclopedia; a críticas que bracean entre sustantivos y complementos para remitirnos a diccionarios; a las que dan el mismo valor a un acta notarial que a un poema, porque tratan de servir como ilustración de una tesis; y a críticas donde nadie se salva de tener un complejo subyacente, una aberración dormida en el alter ego.

Y por último —lejanas de la crítica placentera que defiendo— se hallan en abundancia las que se escriben por compromiso, aunque raramente resultan de calidad. Porque me consta cuán difícil es trabajar bajo una premisa tan categórica: elogiar lo bueno, evitar lo malo. Los malabares para solo insinuar zonas defectuosas en aquellos textos escritos por amigos, son a veces extenuantes; y peor cuando se trata de "compañeros". Aniquilan el disfrute, salvo cuando uno se ejercita en las artes alusivas y elusivas. Y encuentra en ese arte de la reticencia un raro placer para neutralizar potenciales objeciones a nuestros elogios.

Además de rechazar —salvo alguna vez que llenan la cachimba y obligan a responder con sorna— la mediocridad y la ignorancia. A esos autores se les suele recomendar un sueño tranquilo. Que duerman a cabeza suelta sin que esa angustia los aniquile. Porque escritores no son. Nada mejor que el silencio hacia ellos —que a veces incluye la mentira piadosa de afirmar que uno no los conoce o no los ha leído— para sacudir dolores de cabeza. Y así volver al juego creador...  

Se sabe —reitero— que la crítica "impresionista" debe tener la virtud de no ser aburrida, de estar rigurosamente fundamentada y lo mejor escrita posible porque es literatura, texto artístico: arte y no ciencia humanística, arte y no informe psiquiátrico, ficha histórica, diagrama lógico, análisis lingüístico. Bajo esa búsqueda aparece una grata selva, la misma que engrandeció frente a sí mismo, por ejemplo, al Roland Barthes de El placer del texto.

Y resbalan soberanamente los supuestos insultos de "crítica impresionista", porque se jerarquizan las impresiones. También las acusaciones de "crítica de autor", porque no se renuncia ni a un grano de singularidad, de subjetividad argumentada. Sin dejarse confundir por bibliógrafos capaces de hallar la cita exacta, anodina, de profunda grisura. Mucho menos por "padrecitos" de la "patria" y del "cielo ideológico"; de la "izquierda" como demagogia obsoleta, aunque provenga de un almidonado doctor o de un conocido crítico literario, del rector de alguna universidad pública o de un ministro.

Crítica y placer no están reñidos, forman una vigorosa pareja. Si leemos a Harold Bloom —el crítico literario occidental más relevante entre los que viven hoy— podemos darnos cuenta de cómo ese matrimonio funciona a plenitud, sin premisas ni metas impuestas. O leer en nuestro idioma —entre otros ejemplos recientes— al Octavio Paz crítico literario, cuya indagación sobre Sor Juana Inés de la Cruz se lee como una novela, incluyendo Las trampas de la fe, que en su caso indica la ausencia de censura, el pensamiento rebelde.

Al iniciarse un nuevo año siento que esos placeres insubordinados  de la crítica son los que el lector agradece. Los que el autor siente —aunque no esté de acuerdo— como retribución por su oficio, al ser otra forma de insumisión.

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