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Crítica

Ingrid González frente al espejo de Carlos Velazco

Actriz en el mítico estreno de 'La noche de los asesinos', víctima de la censura política del teatro cubano y casada con Reinaldo Arenas, Ingrid González cuenta su vida en este libro.

Miami

A Ingrid González, actriz que estuvo vinculada al teatro y el cine cubano desde la década del 60, se le conoce también como "la viuda de Reinaldo Arenas". Nos lo recuerda el autor, Carlos Velazco, en el subtítulo de su libro Desnudo de una actriz, que viene a ser un recorrido por los momentos más notables de su existencia. O al menos los que la actriz o el autor han querido hacer notar. "Nos casamos en 1973 por jugar con la vida, por ayudarnos en la suerte y para no morir."  Estrategias de sobrevivencia que no impidieron que ni Arenas ni ella se libraran de la fatalidad. Tampoco se convertiría, a la muerte del escritor, en la viuda que hereda.

El libro es un monólogo continuo que va dibujando a esta mujer nacida en el barrio habanero de Luyanó en 1942, quien muy pronto conocería de las inestabilidades afectivas de sus padres, al punto de decir: "Tuve por mucho tiempo la percepción de venir al mundo en medio de un grupo de personas que tras nacer yo, se separó".

Con menos de 15 años encuentra un anuncio en un periódico y se matricula en la Academia Municipal de Teatro, en el Vedado. Allí comienza su preparación como actriz de una manera consistente, con profesores como Mario Rodríguez Alemán, Rine Leal y Roberto García York. Fue muy afortunada en el sentido de su formación profesional. No sé si pudiera decirse lo mismo de su iniciación en la vida emocional que venía convoyada con los estudios. Claro, que esto no estaba en el clasificado del periódico.  

De acuerdo a sus propias anécdotas la jovencita Ingrid tuvo que aprender a fuerza de desengaños, insólitas improvisaciones y algunos riesgos mayores, lo que sería convertirse en mujer. Pero de todo lo vivido en aquellos años apenas hay palabras de queja: su aprecio por su independencia y su imposibilidad para contraer falsos compromisos es lo que permanece  airoso de tanto galopar. Eran los años de la llamada "liberación de la mujer", de romper los muros de contención contra el clericalismo, de detonar la llamada moral burguesa. Todo se deshacía para enseguida resurgir en una nueva amalgama mucho más incomprensible y sórdida. En medio de este panorama le tocó madurar en el simultáneo proceso de derivar en actriz y mujer. Más allá de los límites del crecimiento y del goce, una densa tela de araña se iba tejiendo.

No es difícil imaginar la paciente escucha de Carlos Velazco, quien en diferentes lugares  públicos de La Habana de hace muy pocos años recogía los fragmentos de esta voz, de este destino. Según él eran también exorcismos de hastío, y no hay traición en ello sino mayor mérito al confesarlo, porque de los grandes todo el mundo quiere escuchar pero de los rezagados preferimos el silencio. Su nombre casi se pierde entre los contemporáneos con los que estuvo relacionada de algún modo: los Cabrera Infante, Tomás Gutiérrez Alea, Antón Arrufat, Adolfo Llauradó…  Tendría que tener un poco del distanciamiento del confesor para no ser abrumado por las historias de amores (y amoríos) y para recepcionar el drama personal de la artista sumida en los años duros de la censura, vivido en carne propia y en la del vecino (no es metáfora: Heberto Padilla y Belkis Cuza Malé vivían en su edificio cuando el famoso "caso Padilla" echó a andar).

Las confesiones pueden llegar muy lejos, hasta una mujer joven impedida de trabajar a causa de la "parametración" política, rogando unas monedas de pan para sus hijos. Al final del libro, Ingrid González habrá pasado por diferentes escenarios que van de la iglesia presbiteriana de sus primeros años, la casa inicial de la calle Neptuno —donde Vicente Revuelta echara los cimientos de Teatro Estudio—, hasta algún que otro calabozo donde la "inteligencia" cubana quería arrancarle a la actriz algunas respuestas: ¿por qué Ingrid González está en la preferencia de algunos oficiales cubanos? ¿Por qué se relaciona con extranjeros? ¿Por qué es tan llevada y traída en el mundo de la farándula habanera? O me imagino esta otra: ¿en qué se diferencia una puta de una actriz?

Su foto en un periódico la salvó una vez. Sí, la puta de La Rampa, la del vestido rojo representaba esa tarde a Nora en Casa de muñecas y de ella hablaba la prensa con elogios. De esta época que le consumió grandes reservas de vitalidad, no habla con saña. Tal vez porque González no dio riendas sueltas al rencor o a la autodestrucción, al menos no de modo permanente. Tal vez lo que más la rondara haya sido la locura, pero de esa fragilidad mental la salvó y protegió la puerta que lleva a los dioses.

"Me entraron de cabeza en la religión yoruba en 1987, allí donde mi madre Ochún —la verdadera dueña de Cuba— hacía demasiado tiempo me esperaba", dice.  Hay una historia muy significativa alrededor de esta iniciación que recuerda ese carácter aleccionador de los patakíes, a la vez que el eterno contrapunteo entre lo volitivo y lo destinado: el ser humano, que es capaz de elección, pero que también debe enfrentarse al ananké, siempre presente. Estaba en esa época preparándose para la obra Lila la Mariposa como actriz invitada dentro del Teatro Buendía, dirigido por Flora Lauten. Para su personaje ya habían mandado a hacer un vestido en los talleres de Cultura de la calle Galiano y hasta allí fue Ingrid González a sacarlo con un pretexto cualquiera. Ese fue el traje con la que la llevaron al trono, teñido de amarillo y adornado con lentejuelas y encajes, cuando  poco después la consagraron como hija de Ochún. Como la Nora de Casa de muñecas, ella supo cuando dar su portazo y salir. A veces ni siquiera se asomó a la puerta esperada.

Esto le ocurrió en el preámbulo de una escena de desnudo que nunca llegaría a hacer junto al actor Imanol Arias. El cineasta Humberto Solás le había ofrecido encarnar a una prostituta para su película Cecilia. En su momento le anunciaron que el actor quería conocer a todas las mujeres de la escena de la orgía. Se comunican por teléfono y el actor la invita a tener un encuentro íntimo. Es otra anécdota de vestuario y desplantes. "Y esta es una historia para mí muy triste. El me invita: 'Estoy solo, mi esposa no ha llegado todavía, ven a comer y a pasarte la noche conmigo'. İNo pude ir a comer y a pasarme la noche con Imanol Arias por no tener ropa que ponerme! Con mis tres niños, el sueldo se me iba en la comida y en pagar la deuda del alquiler a la Reforma Urbana", recuerda. Dejó de ver a Imanol, dejó de hacer el desnudo, se perdió de estar en Cecilia. Dio otro portazo al mundo de lo condicionado y no sin cierta pesadumbre abrazó lo que de libertad le quedaba.

"Al hacerme santo se me aclaró todo. No por gusto al santo te lo ponen en la cabeza. Y salen los signos que te rigen por el resto de tu vida", confiesa. Y agrega: "Mi signo habla mucho de cuidarme la cabeza. Es la que rige mi cuerpo: la que me lleva de un lado a otro, la que me hace aprehender la esencia de un personaje".

Fue el dramaturgo y uno de los fundadores del grupo Los Doce, Tomás González, una de las personas que ayudaron a la actriz a desandar ese camino. No sé por qué tengo la impresión de que Ingrid González hubiese encajado muy bien con las propuestas teatrales de Tomás. Un pionero en la introducción en Cuba de las ideas de Gurdjieff y el Cuarto Camino, gran conocedor del mundo afrocubano y su mitología, abrió otra dimensión en el mundo teatral cubano  al desarrollar sus propuestas de "el cuerpo oracular", la "posesión", la "actuación trascendente". Pero ya para entonces, Ingrid estaba de vuelta de muchas cosas, había conocido que hay otras formas de expresión como la escritura, sabía lo que era dirigir un proyecto propio, sopesaba bien sus prioridades.

Había ido perdiendo muchos pedazos de sí misma y redescubierto otros. Quien dejara un rastro de extrema alabanza por su papel en La noche de los asesinos de José Triana, es la misma que luego confiesa: "Nunca me he tomado muy serio mi carrera de actriz".  Casi es hora de retirar el espejo de mano que las hijas de Ochún guardan celosamente como atributo. "En soledad es que puedo hablar con los santos", este es uno de sus últimos bocadillos en el testimonio que Velazco recoge. Este libro es quizá su mejor desnudo y también el de una época, que como Saturno, devoró a sus mejores hijos. Y a los no tan buenos, como tiene todo el derecho a decir el amable lector.


Carlos Velazco, Desnudo de una actriz: Ingrid González, la viuda de Reinaldo Arenas (Hypermedia, Madrid, 2016).

También sobre el tema: Vicente Revuelta y la noche (de los asesinos).

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