I
sobre el suelo de ampollas que revientan, los tres motivos vinculantes.
apagábamos como quien juega con esponjas inyectadas de líquido amniótico
en los charcos pitillos, de plataformas superpuestas un ruido la llovizna de agujas,
y tal alfombra que desenrosca hacia la dirección de mar
las capas del viaducto (dentro: intersecada la vía rápida
por una franja de canteros, después, para quien mira hacia abajo, traza la cal
una línea de zócalo entre ella misma, el asfalto, como veíamos salpicado
de ronchas, y el, así nombrado y dispuesto límite, muro de contención;
fuera: los boquetes del muro como balcón al césped donde alternan
las ratas y, fungiendo de antesala, rocas traídas de no se sabe qué lugar,
como en sí mismas evidencian, por algún mecanismo suprahumano,
y que suponen, además, la primera forma de lo arrebatado al agua).
como fácil es pasar en este amago de ciudad de la bahía al río
acogíamos, por el contrario y en detrimento del énfasis, un cierto ritmo de lo prosaico
(dejar atrás con la ciudad vieja y el río, toda grandilocuencia,
como si se remontase una selva de cuadrículas y su costado líquido
como si al fin se salvara un suplicio muchas veces repetido.
y ya abrirse al claro en la plaza de la vigía con, como se decía,
el río detrás o, más bien, a un costado,
y, de frente, la fachada del cuartel de bomberos,
a medias oculta a la vista, por causa del pedestal sobre el que
el único modelo de un soldado,
envuelto en el trapo de la bandera, y capturado para la piedra, todo indica,
en el momento más álgido de la batalla, viene a representar
el ideal mismo del soldado desconocido.
y, en fin, abandonar la plaza,
cuando el mar se presiente a rachas en un olor a almejas descompuestas,
por el pequeño pasaje de adoquines
que tal parece, en contraste a las calles de asfalto que lo circundan
y confinan, acabado de raspar en la epidermis de los años,
y es entonces una capa descubierta y anómala en el trazado liso,
cerca del lugar mismo de la fundación,
un testimonio otra vez, lo mismo para turistas que citadinos,
de lo que pasa y a la vez permanece).
II
desde las piedras, la visión escalonada de lo ultramar parecía desmentir en lo estático
la diferencia con sus imágenes anteriores.
pero antes había sido la bahía, podría decirse,
la bahía invitando a asumir,
en la prosodia de sus idas y venidas, una fractura del tono bajo.
con los dos, levemente oscilaba el viaducto. del este, soplaba el viento alisio.
sabíamos que un corte, una pausa de trayecto en el período, conllevaba a ceder
al momento como no otro:
sobre el deshecho telón de la bahía esta tarde del recuerdo dejar pirograbada
reponer en nosotros el mar como quien tras la noche ha cambiado de sábanas
(pese a que ensayábamos, como quien dice, la validez de toda impostura
previo al momento de las concertaciones, supongo haberme dicho:
colisiona,
se confunde con el mío: el pensamiento, de dos en apariencia ajenos, choca,
se mezcla, de la misma manera que estas corrientes cercanas
incitan la aparición de lo salobre,
en las fronteras complementarias de la bahía y el río,
su inconsistencia, eso que llaman desembocadura o, de otra manera, estuario,
lugar que, según calculo sin mucha ciencia, encuentra su centro justo debajo
del puente áspero del viaducto, donde, por una vez, se viene a unir provincia y balneario;
y donde también, en el vacío medio entre las vigas y la doble vía, otra vez
si miramos hacia abajo, podremos percibir, además del frecuente desencueve
de los róbalos, en efecto, la coincidencia de los torrentes).
a toda costa elegimos consentir en la irrupción de una precisa marginalia.
"y si la pregunta de orden seguirá siendo qué nos esconde la bahía.
si los hilos de niños pescadores como a un tragante destaparan su fosa: del corsario
la estatua quedaría frente a los restos del sistema de flotas socavado"
"o el emblema borroneado de una, por años, moneda bajo el agua o,
según el caso, esto que hemos creído paladear, pisando en alternancia
la cinta imaginaria de su arco de circunferencia, su paseo marítimo, una cierta
moneda efervescente"
(eran nuestros pretextos en lugar donde, de hecho, el mentado paseo
se adentra sobre el agua un poco más como una grada principal sobre un foso
de bestias o, a la vez y en otro sentido, como una tribuna que se abre
y distingue a la muchedumbre, para, por si fuera poco, recrear
en descomposición el panorama alrededor, en el semicírculo que se divisa
a nuestro frente, donde parecen confundirse, dentro de una sola línea de horizonte,
las dos partes de litoral y, en el centro inexacto, el estrecho saliente o,
según se quiera ver, entrante de la bahía.
así, como quien reagrupa las fichas de un tablero en ruinas,
congregábamos entonces a conveniencia, por una parte, los restos del paisaje posindustrial
y, por la otra, la naturaleza en restauración del origen colonial.
a un lado, como venimos diciendo, las tejas de barro en escalonamiento,
quizás interrumpidas por alguna que otra torre o montículo de vegetación
y, eso sí, coronadas por la ermita sobre las alturas, especie de faro en tierra,
que anuncia el valle en pliegue oculto a la vista;
al otro, las tenazas del puerto, los tanques enormes donde se conserva el hidrocarburo y,
casi al final, la chimenea de la antigua planta rayonera,
a franjas blancas y rojas, que, como vestigio de una fábrica obsoleta,
espera por su pronto desmontaje, y ya no logro saber si está todavía ahí en tanto tal,
o es solo un reflejo falso en el paisaje, acaso el rostro cercano
de un muerto entrevisto, por un instante, en el gentío).
III
me he dado luego a pensar en que no tiene término lo que el tiempo, como se dice,
no acaricia siquiera en sus orillas.
aunque en verdad aquella tarde al segmento entre dos puentes constreñimos el paseo.
(al inicio, el puente nuevo del viaducto, revestido de una inconfundible cubierta
de pintura azul antioxidante, y bajo el cual, como hemos dicho, se juntan las corrientes;
y, al término, el llamado puente sobre la playa del tennis, que, en tanto funciona
como límite evidente de un balneario popular, remite en su nombre,
de manera irónica, al desaparecido club aristocrático de señoritas,
del que es, sin dudas, el mismo puente nominalista, más allá de algún
folleto rememorativo, última prueba incierta de su existencia.
así, este llamado puente del tennis,
a su vez última escala del paseo, ha comenzado su vida útil,
ya sea por errores proyectivos,
ya por retraso o ineficacia en la disposición de sus materiales,
o ya por causas que superan completamente mi entendimiento, en una pasmosa
y franca decadencia, debido a la cual, la estructura defectuosa, a la que tienen
prohibida el acceso los carromatos más allá de cierto peso,
espera su incontestable demolición).
cuando luego entre las tuberías de luz desfalleciente reanudó la llovizna su acontecer,
te desentendías a mi oído en un susurro:
"con esta agua que hoy nos salpica sellan allá arriba la nupcias de la hija del diablo"
(frase para mí como una ajena inscripción cuneiforme, cuya paráfrasis,
desde ese instante maldito, guarecido a la lona del quiosco donde los habituales
de la bahía calman su sed no por mucho desatendida,
he intentado en ocasiones sucesivas
desde la que por esa vez contemplé tu regreso del paseo y su desarrollo,
dispuestos ahora como dunas escritas en la arena del recuerdo:
que a veces sobreviene refulgente
a veces oscuro como una trama de callejas, y que, como casi siempre sucede,
sospecho no fue lo uno ni lo otro, sino se instala
en los márgenes de una desalentadora medianía).
Ibrahim Hernández Oramas nació en Matanzas, en 1988. Fue editor de la revista universitaria habanera Upsalón y es autor de una tesis sobre la obra de Roberto Friol.