Me hago al estilo calmo, a la marea casi sin sobresaltos de la costumbre
que es la costumbre de la ciudad. De mis días, marcas de goteo que estalla
a discreción sobre una superficie roma, la rutina equipara las ceremonias seculares
de la provincia y los accidentes de la sangre: mapa capitular interrumpido
de nombres supuestos y mensurables. En trochas de carnaval, derrumbes controlados
o tertulias absurdas, la periodicidad cuece —su materia modulable y arbitraria
que es la materia de mis instintos— la gelatina amorfa donde intenta moverse
el continuo de gestos y presencias y caminos trillados que, según dicen, me concierta.
Si aun en los saturnales, recipiente entramado, tararea la mente su motivo nefasto
—un alud de murciélagos que a lontananza chilla en sordina de lodo—,
me tironea el mar a dos cuadras de casa: y es ahí que en blanco el plato de la bahía
puede cubrirme a su semejanza. En otro tiempo, creí el contenido de las vísceras propias
dispuesto a las calles había, inseguras en su estado, una cadena de cifras que algo en sí
parecía explicar. Eran los tiempos, nada en el mar generaba atisbo de recomienzo,
de odas infestadas, compuestas con el sabor del salitre y la víctima: "si he creído
hilvanar un nido de la roca, caminatas mentales sobre el diente de perro",
"caída libre hacia el lecho marino atizan pájaros de lo profundo con las colas de punzo",
"veneno de levisas en la danza rapaz enciende la tintura del rigor de los náufragos"…
Pero cuando luego esconde anacrónica el ave de la expresión sus plumajes nupciales,
y contra la luz fría cabecea enceguecida la mariposa gris de lo sublime,
cuando, entendámonos, el encierro y replicación de la ciudad parece trasvasar
como un embudo la imagen toda del infierno,
puede ser ahí, o en lo que sigue a la parálisis, que me someto, medida de consuelo,
a los cajones que en sucesión han rellenado mis mayores, como quien traba sin saberlo
en marca de falange la alianza oscura entre rostro y estirpe. Y mientras caigo en la cuenta,
desconocidos de nobleza dudosa encomiendan mis rasgos, mientras, ilusión de profundidad,
figuro arrastrarme en el recuerdo de lo no vivido como en los rápidos de brea,
vuelvo a percatar, último escalón de la liturgia, el repentino encanto
con que el magma desdibuja los cuerpos.
Desanudo el fajo de las fotos caducas y, me embelesa entonces,
luz de la polaroid,
la mancha informe donde el instante se diluye y trasunta.
Ibrahim Hernández Oramas nació en Matanzas, en 1988. Fue editor de la revista universitaria habanera Upsalón y es autor de una tesis sobre la obra de Roberto Friol.