Ángel Santiesteban Prats es un fabulador tozudamente apegado a la violencia humana como tema y eje central de su narrativa. Una violencia que él ha sabido desnudar en sus vertientes más cotidianas, en sus aristas más conocidas o invisibles, en sus implicaciones íntimas o públicas, en sus resonancias éticas o ideológicas, configurando así uno de los más lúcidos acercamientos que la literatura cubana ha hecho hasta el presente a uno de los fenoménos menos estudiados de la sociedad cubana: la imbricación de la violencia y su aceptación como modus vivendi por quienes han habitado Cuba (o esos espacios habitables de la cubanía errante que existen en el exilio) en las últimas cinco décadas.
Cuando Santiesteban Prats empezó a mostrar (que no aún a publicar) sus primeros cuentos, sobre el numeroso grupo de los también jóvenes escritores de su generación se cebaba ya el flagelo de las etiquetas que tiempo después se convertiría en una especie de pandemia en casi todos los acercamientos críticos publicados en Cuba en esos años (mediados de la década del 80 e inicios de los 90).
Una primera y más general clasificación sería ofrecida por Arturo Arango cuando dividió a estos cuentistas en "violentos" y "exquisitos", pero luego saltarían al ruedo de la discusión literaria en eventos, festivales y las revistas más importantes denominaciones que pretendían ser más exactas como "novísimos", "diaspóricos" — refiriéndose a los miembros del grupo literario Diáspora—, "postnovísimos", "post-épicos", "transnovísimos", "postmodernos", "transmodernos"; otras que buscaban parcelar distintas zonas de esa realidad a partir de la cercanía de algunos de estos narradores con ciertas capillas literarias y ciertos "maestros", surgiendo así "el lobby gay", "el grupo del Chino Heras", "los establianos" —para nombrar a quienes se reunían en torno al grupo literario habanero El Establo—, y llegando incluso a otros etiquetados aún más excluyentes, con clara pretensión denigratoria, como "las hienas cantoras" —que apuntaba a quienes deambulaban de un grupo a otro, sin ningún sentido de pertenencia y con el único interés de ver qué podían sacar de cada grupo—, "los obsexos" —que, según las críticas se pasaban en la utilización del sexo en sus historias, llegando a ser casi pornográficos, siendo Guillermo Vidal el más recurrentemente acusado—, o "los guajiros" —una especie de sustitución del término denigratorio "palestino" utilizado para referirse a todo aquel cubano que no es natural de La Habana—, que incluyó a nombres posteriormente muy respetados en la narrativa cubana como el santiaguero Alberto Garrido, el holguinero Roger Daniel Vilar, el camagüeyano Jesús David Curbelo, el avileño Jorge Luis Arzola, el espirituano Gumersindo Pacheco (hoy Sindo Pacheco), el cienfueguero Miguel Cañellas Sueiras o el pinareño Andrés Jorge.
Lo cierto es que ni los trabajos de Francisco López Sacha, Salvador Redonet, Madeline Cámara, Arturo Arango o Margarita Mateo Palmer, por mencionar a quienes con más recurrencia escribieron sobre esta generación que terminó siendo englobada en conjunto como "Generación de los 90", lograron atrapar a cabalidad el subterráneo y constante movimiento de renovación que experimentó el que es considerado hasta la fecha el más irreverente, rompedor y variado fenómeno narrativo de la llamada "literatura del período revolucionario". Ese movimiento que la crítica intentaba estratificar en sitios estancos, en su búsqueda por expresarse y alejarse del "sinflictivismo" (acusación que pesaba entonces sobre la generación del 80, que eran justamente quienes hacían las críticas y análisis sobre estos nuevos narradores), logró renovarse casi en su totalidad varias veces entre 1985 y 1995, básicamente en los planos temáticos y estilísticos provocando, como reconocerían algunos críticos cubanos y extranjeros, la mayor ruptura y renovación del canon del cuento cubano ocurrida luego de ese increíble estallido de estilos, tendencias y temáticas ocurrido en la década del 60 con nombres tan definitorios como Antonio Benítez Rojo, Lino Novás Calvo o Eduardo Heras León, por solo mencionar a los máximos representantes de tres tendencias predominantes en esos primeros años de "literatura revolucionaria".
Ángel Santiesteban Prats fue incluido, en su caso con acertada precisión, en el grupo de "los violentos" y, al haber sido descubierto por Eduardo Heras León, en "el grupo del Chino Heras". Y aquí ya se impone una primera aclaración: si bien es cierto que muchos de aquellos aspirantes a escritores imitaron a sus maestros literarios cubanos, e incluso llegaron a escribir exclusivamente para que sus cuentos gustaran a esos maestros, los acercamientos entre alumnos y maestros se produjeron mayormente por una identificación de estilos, como sucedió con Santiesteban Prats y Heras León.
Tuve la suerte de leer los primeros cuentos de Santiesteban Prats (a quien llamo aquí por sus apellidos por seguir la norma impuesta para este tipo de escritos, pues para mí es simplemente Ángel) y recuerdo que le comenté a Heras León que varias de aquellas historias tenían más violencia, más desgarramiento, más dolor, más sentido de la frustración y la pérdida que muchos de los cuentos de La guerra tuvo seis nombres o Los pasos en la hierba, libros que, como se sabe, se consideran la cima de la narrativa de la violencia cubana junto a Los años duros, de Jesús Díaz, y Condenados de Condado, de Norberto Fuentes.
Por esa razón, porque había en el narrador en ciernes una violencia reprimida que alguna vez estallaría y se desprendería con la fuerza descomunal de un alud de nieve, ninguno de nosotros se asombró cuando lo vimos conformar lo que sería luego su primer libro: Sur: latitud 13, con estremecedoras historias sobre la épica cubana en tierras angolanas; libro que, por cierto, pasados 3 largos años luego de ganar en 1995 el Premio Luis Felipe Rodríguez de Cuento de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, y tras tortuosas conversaciones regidas por el sello de la censura sobre aquella visión descarnada de las guerras en África, fue publicado en 1998 bajo el título de Sueño de un día de verano y, a pesar de que Santiesteban Prats se vio obligado a mutilar el libro para que fuera editado, se convirtió de golpe en el mejor libro sobre el tema escrito hasta hoy, algo que la crítica literaria nacional ha eludido muy sospechosa y convenientemente.
Aun así, repito, ese libro de cuentos, junto al testimonio (también escrito a modo de historias o cuentos) La guerra de la paz (2005), de Esteban Sotolongo Carrington, la noveleta Mata (1994), de Raúl Aguiar, la novela Cañón de retrocarga (1998), de Alejandro Álvarez Bernal y el libro de cuentos Paisaje de arcilla (1997), de Alejandro Aguilar, son lecturas obligadas para todo aquel que quiera conocer el abordaje del tema de las guerras (internas o internacionalistas) impuestas a los cubanos en esas cuatro primeras décadas de la Revolución.
Sur: latitud 13 (prefiero seguir llamándolo así, título con el que el propio autor lo reeditaría luego, en 2005, en la versión original, sin censuras) aportó un singular punto de vista a la amplia gama de vertientes de la violencia propuesta hasta entonces por la narrativa cubana: la violencia engendrada en las situaciones límites de una guerra se enfrentaba (también violentamente) a la violencia íntima a la que es sometido quien se ve forzado a ir a una guerra que no le corresponde. Y ese contrapunto constante genera a su vez nuevos conflictos. Si en los cuentos de Heras León o Jesús Díaz los seres obligados a enfrentarse a la violencia exterior, proveniente de un odiado enemigo común, compartían el dolor a través de lazos de hermandad, solidaridad humana, conexiones en el terreno de la fe en un mismo objetivo ideológico, en estos cuentos de Santiesteban Prats la hermandad está herida, la solidaridad termina allí donde se impone la supervivencia, la ideología única es la de matar para no ser uno el muerto. Y bajo ese imperio de individualismos y egoísmos, la violencia adopta cuerpo, casi carne y huesos, y se convierte en un personaje más que toma parte directa en las acciones contra ese enemigo (que puede ser por igual el que nos dispara desde otra trinchera o ese que está a nuestro lado) o que gravita sobre la historia como un Hades omnipresente y omnipotente a quien solo le importa dividir para cazar a las almas aisladas y arrastrarlas hacia su reino, el inframundo.
Ninguna otra obra literaria cubana, hasta ese momento, había mostrado tan crudamente la tesis del cubano como lobo del cubano; es decir, nuestra degradación mayor como nación, nuestra violencia mayor, más cotidiana, el más letal veneno que la ideología de la Revolución traicionada inoculó al pueblo cubano. Y esa tesis, esta vez trasladada al terreno de la sobrevivencia en altamar o en la marginalidad a la que está forzada la vida en la Isla o en el duro mundo carcelario, vuelve a encontrarse en los cuentos de Los hijos que nadie quiso (Premio Alejo Carpentier, 2001), Dichosos los que lloran (Premio Casa de las Américas, 2006), en su primera novela El verano en que Dios dormía (Premio Franz Kafka de Novelas de Gaveta, 2013), e incluso en la novela que acaba de terminar en la cárcel, Dios no juega a los dados.
Hablamos aquí de esos gestos usuales de la violencia generada entre cubanos debido al crecimiento de cuatro generaciones bajo el sistema "revolucionario" de la desconfianza en el otro, de la delación ante la "desviación ideológica", de la intolerancia contra quien viole la uniformidad del pensamiento… en resumen, ese universo violentísimo que se extiende día a día, segundo a segundo, que se ha apoderado de todos los espacios de la vida social insular (y que lamentablemente hemos exportado al exilio) y que ha convertido al cubano en el policía del cubano, al cubano en el espía del cubano, al cubano en el peor enemigo del cubano. Una violencia en la que todos estamos pidiendo la cabeza del otro porque no nos hemos sabido sacudir de ese dogma que nos hicieron aprender: solo así salvaríamos nuestra cabeza.
En Última sinfonía —que comienza con un curioso y hermoso texto donde Santiesteban Prats incursiona en el tema de la violencia durante el Holocausto en tiempos de Hitler (cuento que, por cierto, escribió a petición de la artista plástica argentina Elisa Tabakman, editora del blog Los hijos que nadie quiso)— se incluyen como primicia tres cuentos de su más reciente e inédito volumen de narraciones (Zona de silencio), escrito en la cárcel y que aún revisa, por lo cual estas deben ser consideradas muestras de un trabajo en proceso, pero también pueden leerse otras historias que sirven para mostrar esos diversos estratos, esas capas, esas columnas con las que ha construido el ámbito de la violencia que, ya lo hemos dicho, es eje y esencia de su particular mirada sobre la vida en Cuba.
Una mirada que, repetimos, ya traía cuando allá por 1984 fue adoptado como uno de los nuestros, en el "grupo del Chino Heras", por algo que curiosamente (y más allá de las coincidencias en nuestra idea de la literatura) nos llamó a todos la atención: a pesar de sus desgarradoras historias, a pesar de escribir cuentos que por momentos nos estremecían de asco, rabia, frustración, dolor, había en Ángel (y nótese que ahora no escribo Santiesteban Prats) una sensibilidad especial, una sabiduría inocente y una fidelidad absoluta hacia sus sueños y hacia quienes llamaba "hermanos"; en simples palabras, en su tosco corpachón de muchacho que daba por sentado cosas que a todos nos parecían ingenuidades totales no podías encontrar ninguna de esas miserias humanas, ninguna de esas frustraciones, ninguna de esas rabias contra la especie humana con las que él construía maravillosamente esos personajes poderosamente vivos que se eternizan ya en la historia de las letras cubanas.
Nuestro inolvidable Guillermo Vidal lo llamaba "nuestro torpe angelote". Quienes lo conocemos de cerca le seguimos diciendo (a pesar de los años y de algunas canas) Angelito. Y él mismo, aunque siga escribiendo estas historias terribles que hablan de la violencia, el odio y la división cotidiana entre los cubanos, sigue diciendo en una de sus cartas: "Aún los veo a ustedes como entonces, intentando cumplir con aquellos sueños, protegiéndonos unos a otros, alegrándonos de ese premio y ese nuevo libro del otro, repitiéndonos que éramos privilegiados porque vivíamos en un mundo, el de las palabras convertidas en historias, donde éramos los únicos reyes, los únicos dioses, donde podíamos ser, pese a nuestros defectos, mejores seres humanos".
Ángel Santiesteban Prats, Última sinfonía (Hypermedia, Madrid, 2015).