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Crítica

El mes más cruel de Roncagliolo

'Abril rojo', del peruano Santiago Roncagliolo es una pieza tan concisa y eficaz como un mecanismo de reloj, una bien engranada novela de suspenso.

Ciego de Ávila

Con Abril rojo, el peruano Santiago Roncagliolo (Lima, 1975) ha sumado una pieza tan concisa y eficaz como un mecanismo de reloj, como una bien engranada novela de suspenso, a la historia de la narrativa latinoamericana que se ha conformado en torno a la dilatada y confusa tragedia de la violencia en este continente. La obra le valdría al escritor para confirmar su carrera en ascenso vertiginoso, al ganar el Premio Alfaguara y ser publicada por la editorial de igual nombre en 2006.

El protagonista, Félix Chacaltana, es un carácter consistente, al que difícilmente puede dejar de seguirse desde la lectura de las primeras páginas, que son las de un informe escrito por él mismo, una vez que se disfruta este caso extraño de fiscal en la ciudad de Ayacucho moviéndose entre los límites ambiguos de la ambición profesional, la ingenuidad casi absoluta y la locura. Alguien que, con ese aval, no sabemos cómo llegó a ocupar semejante cargo público, si solamente con sus escrúpulos burocráticos a la hora de atenerse a la legalidad y redactar informes cuidadosos, pero que empieza por tratar de resolver por su propia cuenta el enigma de un crimen ocurrido en medio de la Semana Santa en el entresiglos del año 2000, y no va a concluir hasta convertirse en el perseguidor implacable de sí mismo, para descubrir que, como el significado original del nombre quechua, "Ayacucho", esta ciudad, a la que está unido por un cordón umbilical, parece un gran "rincón de los muertos", donde él es solo otra sombra culpable de conciencia reprimida.

Un fiscal que huye del recuerdo de haber dejado morir a su madre en un incendio provocado con la intención de librarse de un padre abusador, no sabe cómo reconciliarse consigo, y vive a las órdenes del fantasma de su "mamacita" en una relación de esquizofrenia a lo Hitchcock. Todos los que caminan, seres apenas hablantes o pensantes, devenidos objetos de análisis en la agenda de un funcionario desvelado por hallar rastros inculpadores, en esencia ya han perdido la vida. Y la ciudad de las 33 iglesias, una de las más devotas del mundo, en plena celebración de su Semana Santa, se nos revela como una de las posibles formas del infierno.

Cielo y Tierra, el paraíso de las utopías revolucionarias y el infierno de la injusticia social, se entrelazan en una espiral de deudas con la espiritualidad para definir el espacio de la historia latinoamericana como un vertedero de la retórica hipócrita, conjunción de contradicciones, tiempo vacío donde los vivos no saben vivir sino como muertos o hechos para la muerte. Un "terrorista" interrogado, después de relatar la escena de represión y abuso sexual a que fuera sometido junto con sus compañeros en la cárcel, impelido por nuestro querido y recalcitrante "fiscal distrital adjunto", después de sollozar, confiesa: "Usted me preguntó si yo creía en el Cielo. Creo en el infierno, señor fiscal. Vivo ahí. El infierno es no poder morir".

Resulta difícil, al dejarse atrapar por la maestría de Roncagliolo y la atmósfera que se desprende de la sugestiva subjetividad de Chacaltana, el infeliz fiscal, no pensar en los informes de Lituma y su "jefe inmediato", Mario Vargas Llosa, ese otro peruano y líder de indomables letras. Sus líneas de investigación se cruzan, sin duda. Pero la originalidad, la fuerza y riqueza con que nos subyuga Roncagliolo, son de una verosimilitud y precisión únicas. En especial se disfruta su sentido del humor, la ironía muy peculiar, dejando en evidencia el espacio que separa  la realidad y el empaque del lenguaje normado socialmente en un contexto lleno de incongruencias. Alardea del manejo del diálogo y, de esta manera, la repartición constante de los puntos de vista del narrador.

Con el pánico que sufre este fiscal-detective ante el posible regreso del terror rojo, de los "terrucos", sentimos la prueba viviente de que el pasado en esta tierra nunca ha quedado del todo sepulto, y así la historia narrada empieza por conectar con sus verdaderos puntos de interés repartidos en distintas épocas que subyacen debajo de una sociedad que aspira a iniciar un nuevo siglo desprendiéndose de la mala conciencia: historias mal contadas que quedan por destaparse, falsas desapariciones, causas y ciclos de una violencia cultural y que competen al destino del hombre y no solo al prontuario de una nación. Sintomáticamente, una de las citas colocadas en el pórtico del libro: "La guerra es santa, su institución es divina", tomada de un folleto senderista, pertenece a Helmut Van Moltke, culto estratega alemán que se distinguía por considerar la guerra como un negocio.

Al abrirse, por tanto, las "cajas chinas" de historias dentro de historias, pistas de culpables y víctimas yuxtapuestas desde el simple tiempo narrado al más amplio de las evocaciones, aparecen tumbas que se revuelven como insoportables fosas comunes, y, aunque estas presencias sin rostro se sugieran apenas con pocos y estilizados cortes al plano de la narración, tienen mayor fuerza comunicativa porque compulsan a Chacaltana a perder su inocencia, sea encontrando el móvil de la serie de asesinatos, sea descubriendo la increíble unidad de unos contrarios políticos, o desfogando a través de su instinto animal —al violar a la única mujer que lo ha amado aparte de su "mamacita"— toda su impotencia como individuo, su estado de incapacidad para realizarse positivamente. Y que Rocangliolo logre este repaso de un gran viacrucis social, como lo logra, resulta un alarde de síntesis, la historia se cuenta de manera lineal, según los apuntes día a día desde un poco antes y hasta un poco después del mes de abril, y ateniéndose al recorrido de ese perito legal que avanza hacia su momento de anágnórisis, temeroso de hallarse en presencia de un rebrote de Sendero Luminoso (el autodenominado Partido Comunista del Perú que en los años 80 comenzara una gran ola de terror, hasta la captura de su líder, el exprofesor de filosofía Abimael Guzmán, en 1992).

Tenemos la impresión de ser llevados por un laberinto en miniatura de la historia latinoamericana, capas históricas de marginación acumuladas y, todavía encima, ese azote desolador de autoproclamados mesías, liberadores o defensores del bien público. En especial, sentimos el estrago de aquella utopía marxista que terminó por abrir un gran sendero de sangre tal como sugería el predominante color rojo de amplias banderas, en sentido diametralmente opuesto al deseo —en este caso, nada profético— de Mariátegui: "El marxismo-leninismo abrirá el sendero luminoso hacia la revolución".

Entre quienes viven muriendo en esta novela-ciudad, hay unos con más tiempo de descomposición, son aquellos que hablan la lengua de los pueblos conquistados, que aquí es el quechua, pues su vivencia resulta aún más profunda e indescifrable. En vez de un lenguaje parece el suyo dolor ininteligible. En quechua no se habla claro, más bien se llora. Por eso, en una visita al hospital, Chacaltana toma asiento precisamente "entre una anciana mamacha que lloraba en quechua y un policía con un corte en la mano". Se refiere a "lo difícil que resulta interrogar a un quechuahablante", y, por consiguiente, a través de los oídos del funcionario, los lectores apenas obtenemos acceso a la significación de estos personajes ninguneados, su lenguaje es un "algo" inasible.

Se nos dice de alguien que profiere "espumarajos quechuas", y, en diferentes momentos, que "otro gritó algo en quechua", que una "mujer gritaba algo en quechua" o que un "policía les dijo algo en quechua". De esa zona abismal de la realidad, de lo desconocido, que se teme más, surge una de las pocas palabras cuya comprensión nuestro fiscal comparte con el lector, siendo nada menos que la maldición de la mujer que ha forzado y de cierta forma matado, también matándose él mismo al liquidar la oportunidad del amor: "Supaypawawa", aunque dice que "sonaba inocente como insulto"”, era en realidad "lo peor que se le puede decir a alguien en quechua", o sea, "Hijo del diablo".

En lo particular, me sobra casi completa la nota y revelación última del libro, reporte de un "miércoles 3 de mayo" por un "Agente del Servicio Nacional de Inteligencia", porque, en vez de aclararme algo que ya no necesitaba saber, lamento que me tratase de satisfacer con poca cosa reduciendo a última hora el asunto de la narración y, por tanto, el apetito de un fisgón ya suficientemente excitado. No obstante, quizás exista otro tipo de lectores que esperaban esas palabras conclusivas para completar la coartada que avala al escritor como "justo y necesario" dentro del panorama de la literatura contemporánea. Y quizás esto solo es prueba de que el escritor sabe moverse ambiguamente entre distintos subgéneros como el de la novela negra y la histórica.

Por cierto, en el mismo año 1980, poco después de que Sendero Luminoso inició sus hostilidades contra las primeras elecciones del Perú en 11 años, quemando cédulas de votación y urnas en un pequeño poblado, unos 10.000 cubanos penetraron en la embajada de ese mismo país en La Habana —por más coincidencias, esto ocurrió también en el mes de abril— para pedir asilo, lo que daría lugar al éxodo del Mariel, buscando salida masivamente de la Isla que había inspirado, alentado y apoyado, cual autoproclamado "faro de libertad", a los movimientos guerrilleros del continente.

En las calles de Cuba, por entonces, se vivirían escenas de verdadero terror institucionalizado, con las turbas cercando y agrediendo a todo posible emigrante, así se realizaba públicamente una violencia desarrollada en el discurso oficial que los calificaba solo de tres maneras: escoria, lumpen o elemento antisocial. Sería aquel un año muy de rojo, más bien negro. Ambas historias macabras y pendientes, en un país y otro, caras de una misma moneda con infinidad de perfiles, hacen que un lector cubano lea una novela como Abril rojo con ciertas inclinaciones a entrever una salida de tipo espiritual, la cura, la expiación o la paz de conciencia, teniendo delante buena literatura y, por tanto, un "informe" que huye del maniqueísmo. Chacaltana acaba loco, perdido. Cualquiera como este humilde lector de nuestra Historia, puede tomar su lugar y tiene derecho a mantener el caso abierto.


Santiago Roncagliolo, Abril rojo (Alfaguara, Madrid, 2006).

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