Sombra del lobo
"La dilación", el título de uno de los cuentos recogidos en el volumen La isla y la tribu (Bokeh, Amberes, 2011), de Waldo Pérez Cino, hace referencia lo mismo a una puesta en escena de A Midsummer´s Night´s Dream cuyo estreno debe posponerse a causa de la pérdida de una actriz, ahogada en la playa de Varadero, que al hábito del protagonista de una novela de Diderot que en vez de narrar —o al hacerlo— "dilata en mil digresiones el cuento de sus amores". La propia constitución de ese relato, cifrado en una promesa de narración que se incumple, adquiere la forma de una dilación; aunque a juzgar por la opinión de un personaje (que declara, haciendo el filósofo con igual propensión que aquel gárrulo y fatalista Jacques: "No, mi amigo, no confunda: se habla. Solo se habla, se demora una charla o un cuento, se disgrega o se pierde o se dilata en eso, hablar. Se habla o se divaga, que es lo mismo") no puede haber un relato que sea otra cosa.
Sea susceptible o no este principio de aplicación universal, lo cierto es que muchos de los textos que componen La isla y la tribu se ajustan a él.También —casi cedo a la tentación de escribir: sobre todo— muchos de los textos que componen El amolador (Bokeh, Amberes, 2012); pienso en esas prosas breves en las que a veces es difícil determinar si se trata de ficciones concentradas —¿microrrelatos?— o de poemas que prescinden del verso, como si la taxonomía tuviera jurisdicción sobre la escritura genuinamente original. En cualquier caso, en "Mimbres", "Casa", "Marea de marzo", "Mirar de lejos", nos encontramos ante un discurso confinado dentro de los límites de la intencionalidad, que cristaliza un instante de la percepción y la descompone analíticamente para detectar, de entre los átomos heterogéneos que constituyen su proceso, aquellos que se dan de cabeza contra una realidad siempre esquiva, aunque también los que son puntos de fuga hacia lo que no puede ser nombrado —ni, en rigor, percibido—:
a qué sabrá aquello que las palabras, cuando quieren decirlo bien o mal —o es solo el intento, un balbuceo—, se escapa o se pierde o las reclama de nuevo: como ese tramo de piel anterior, previo siempre al instante o al ahora de un beso —el tramo previo a ese de la piel bajo la boca— que para ser previo necesita del momento ulterior. O que más bien necesita ser, volver en presente y de nuevo; sea lo que sea aquello siempre tejiéndose sobre un presente que cada segundo recomienza. Aun si es de la piel que se echa de menos. Aun de la piel que se toca. Sobre las dos —la mía y la tuya, son la misma— se deslizan las palabras que acarician y las yemas felices de los dedos, como párpados que se cierran sobre los ojos que no saben nombrar lo que ven pero en cambio qué bien
Como se ve, con frecuencia el énfasis se coloca en la sensorialidad de la aprehensión, y la propia dicción, saturada por la sinestesia, se erotiza y asume la voluptuosidad del acto que relata:
Frutas, por ejemplo. En un cuenco sobre la mesa: papaya, granadas, un mango, algunas peras de piel oscura pero frescas. La frescura indica el tránsito, el presente. El truco está en evitar piezas pochas, organismos ya consumidos en sí mismos.
Helechos recién regados, conservan la humedad. El frescor.
Y la dulce e inane sensación de las palabras en la boca, de unos ojos que escuchan. El olor del pasado, que lo llena por un momento todo como el aroma del café y luego se disipa.
Que luego se entibia.
Limas, limones en agua. Guanábanas, pulpas ácidas.
Cierto patrón determina la comunidad de estos textos: la intensión es en ellos máxima; la extensión (en el espacio, en el tiempo, en cualquier progresión dramática o diegética) mínima.
Aun en aquellos otros en que se hace patente el predominio de una intención narrativa y cuya adscripción a un género (el del cuento) no resulta demasiado problemática, lo dilatorio no deja de imponerse. Como viene sucediendo con los relatos de Pérez Cino desde el remoto volumen La demora —no gratuitamente titulado de ese modo—, la autorreflexividad funciona como una mina insertada en el subsuelo del texto que tiene a su cargo la puesta en crisis de instancias que, como la experiencia, la memoria, la identidad, la causalidad o la propia capacidad referencial del lenguaje, proporcionan las condiciones de posibilidad de la narración.
Al mismo tiempo que lo constituye, un permanente juego de espejos pulveriza la cohesión y la pertinencia misma del relato y lo desautoriza desde su interior; rinde testimonio de su imposibilidad ontológica o epistemológica (sí, lo deconstruye). Una anécdota cualquiera —por ejemplo, la que sirve de núcleo a "Custos Rotalorum"— solo llega al lector proyectada en divergentes esquirlas de sentido, quebrantada por los reparos sucesivos que emanan de una autoconciencia textual que, al modo de una crítica de la razón narrativa, no se da tregua (del tipo "cuesta echar ancla, detenerse en el curso de días que se enrollan y pierden, cuesta mucho decir: esta tarde, o acaso esta noche, por ejemplo, como escribir: la noche empezó con un trago, luego bailamos y encendimos las luces…"; o "difícil contarlo, en una carta o de otro modo cualquiera, por ejemplo qué hacer con detalles como el temblor de las manos o que Carla beba con más prisa que antes…"). En tal sentido, el final de "Viento" puede leerse como una alegoría de la sustancia paradójica de esta escritura: una voz es entrecortada, parcialmente tragada por una ráfaga de aire, pero precisamente esa dificultad que quiebra su flujo la hace reconocible e impide que ceda al silencio.
Esta complejidad estilística sirve también para disipar la densidad de la sobrecontextualización, claro que en el caso de aquellos —pocos— relatos para los que el contexto sea relevante. "Guido" es en esto paradigmático: la disposición de los pormenores de la peripecia del personaje (que produce un efecto casi expresionista, digamos que al modo abrupto de los poemas de Gotfried Benn, aunque se trate en este caso más de un horror político que de una sordidez física) excluye lo testimonial.
Una lectura atenta de El amolador solo podrá concluir con la constatación de que el contexto suele diluirse o al menos postergarse en favor del tránsito, y que en esto influye tanto que los ambientes se muevan de un siglo y de un continente al otro —o sea, lo que responde por su cosmopolitismo o, mejor aún, por su dimensión extraterritorial— como que la versión que ofrece de la realidad parezca estar regida por el panta rhei y se defina por su carácter durativo ("como si se estirara sin pausa, algo que mientras dura no cesa"), por su resistencia a quedar atrapada por una forma discreta (de nuevo: "relatar los hechos en marcas, en rasgos delineados del día que tuvieron es una de esas cosas que nunca alcanzamos").
De dudosa validez resultaría, entonces, cualquier ecuación que estableciera correspondencia entre el sujeto y el espacio geográfico o histórico: ambos términos aparecen afectados por una misma fluidez constitutiva, de ahí que difícilmente se pueda concebir un lugar privilegiado por encima de aquel que garantice la fuga perpetua: "una estación de donde parten todos los caminos, una estación para perderse y que nos pierdan de vista, para olvidarse y que se olviden de uno y desde donde puede tomarse cualquier ruta, una estación llena de túneles" ("El gran andén") o, en su defecto, incluso "un desagüe, un subterráneo secreto que comunicara dos edificios o dos ciudades" ("Doce cuerdas"); esto es: el no-lugar (no me refiero, evidentemente, a ninguna forma de la utopía, sino a la incompatibilidad de la sucesión infinita con la restricción local).
Nada de esto impide que aparezca el tema de lo nacional (ni que en más de una ocasión emerjan de las páginas de este libro "los perfiles de una isla demasiado conocida"). Eso sí, invariablemente presentado como problema; por ejemplo, el que supone "la relación de un pasado […] con el presente, de un poeta con sus sucedáneos, de un muerto con los vivos. De lo que nunca pensamos posible en quien amamos, lo que nunca debió pasar. De una guerra con sus sobrevivientes, cosas por el estilo".
En "Jardín", la imagen estetizada de la ciudad desplaza a la ciudad actual, históricamente concreta, porque en última instancia posee un mayor estatuto de realidad. Este texto gira alrededor de una pregunta que coloca en un plano de equivalencia la entidad de una urbe específica (La Habana) con la pérdida del paraíso, en una asociación nada accidental: la patria, inconcebible fuera del panfleto turístico o político, implica siempre una negatividad a la que no basta su expresión secular como déficit de sentido ("de eso aquí falta, o faltó siempre") sino que alcanza lo teológico: "Estampas, a esta isla le han gustado siempre las estampitas. La viñeta, la postalita, la estampa en el santoral. Tanto que devino una toda ella: estampita, viñetita, infiernillo del hijoputa. O no, infierno, el mal que es legión y lleva mayúsculas" ("Estampitas").
Es así como el tenue optimismo providencial de un Eliseo Diego ("La Calzada del Diez de Octubre, qué poético, la luz tan relevante que le hace paredes al polvito", leemos un poco más adelante), que postulaba la ubicuidad de Dios a propósito de la misma isla, se trasmuta en un pesimismo de matices gnósticos; la brisa que designa "el espacio dichoso de la fiesta" en hedor de azufre y humedad; la música sublime de los orbes celestes, propicia a la vida nueva y a la opulencia de la memoria, en "Conga del Leteo" (esto es: la inconsciencia, el olvido de sí que se bebe tras la muerte). Y, en definitiva, la mera idea de la nacionalidad en esperpento: "la identidad nacional, qué enternecedor, si el pecho me retumba y todo, bum bum trac".
Además de a esta poética de la dilación de la que hablaba, y en agudo contraste con la barroca complicación de su superficie, una importante serie de textos responde estructuralmente a una especie de minimalismo o de ascética del relato que suprime todo elemento narrativo que no sea esencial (e incluso alguno que sí lo es) al progreso de la historia. Tales son los casos de "La tarde", que se lee como una novela que hubiera sido comprimida hasta caber en una cuartilla y media, ejemplo magnífico de elipsis de la narración, o de "Esmeril", en que el sentido de un regreso (un nostos, tema literariamente socorrido como pocos, desde Homero hasta Naipaul o Sebald) es metafóricamente condensado en unas pocas objetivaciones (una botella de vodka, algo de agua y pan ácimo sobre la mesa) que sirven como motivos propiciatorios para que cualquier gravedad del texto quede limada (dicho de otro modo: esmerilada).
También "Sin noticias", donde lo que se presenta del relato no es más que su esqueleto: una red casi vacía de gestos, conatos de acción, diálogos secos y descripciones concretas; en suma una acumulación de reificaciones que delatan una ansiedad en los personajes ante un único suceso central del que el lector apenas conoce sus manifestaciones materiales más inmediatas (una silueta que se divisa en la lejanía y que se acerca sin ganar en nitidez, después el aviso del timbre y el ruido de los pasos que ascienden por la escalera, momento en el que concluye el relato sin que llegue a producirse la irrupción de una presencia tan angustiosamente esperada) pero no su significado. ¿Debe implicar esto que nos encontramos ante una escritura de la literalidad, ante una escritura que, concentrada sobre sí misma, agota la significación en la materialidad de la descripción?
La pregunta viene al caso, pero cualquier respuesta que aventuremos no debe ocultar el hecho de que muchos pasajes, a veces relatos completos, se pliegan (o se dilatan) ante la tensión ejercida por la urgencia de un sentido más o menos oculto, y al que sirven de vehículo lo mismo el pregón ("lontananza que medra en susurros, cercanías") entonado por un amolador de tijeras ("El amolador") que la madera manchada de unas cucharas viejas ("tiene más de transcurso que de marca, pátina de adentro", en "Pátinas") o una presencia que se hace esquiva pero "deviene entorno o vecindad, marcada cercanía" ("Mirar de lejos"). Un sentido que, es cierto, nunca condesciende con quien busca elucidarlo hasta hacerse plenamente manifiesto: en el mejor de los casos, ocurre como en el poema de Serraud que evoca el narrador de "Maitines", donde "lo que es tiniebla ciega va haciéndose sombra"; es decir que, en la procesión de la nada al ser, no alcanza un grado de determinación mayor que la de la sombra o el "contorno de cosas". La sombra estirada, por ejemplo, que sirvió a los cineastas primitivos como única posibilidad de expresión del horror: "un dolor que no puede mostrarse pero a cambio sí prometerse" ("Sombra larga"), una sinécdoque que trueca la presencia esperada en opacidad de una ausencia: "sombra larga del lobo sin lobo".
Por eso cuando se asiste, como en el caso de "Augures", a la frustración de un vaticinio, queda en su lugar la cicatriz dejada por esa revelación que se malogra ("ya casi es de noche y ha comenzado a caer una llovizna fina, sin pausa, por qué son tan nítidas —me da tiempo a preguntarme— las gotas ante la luz de los faros"; estas palabras, las últimas del relato, suponen una inversión crucial: de lo sobrenatural a lo natural, de la respuesta a la pregunta, de la grandilocuencia atribuible a un oráculo a un rumor más cercano al silencio).
Sea porque no lo haya, sea debido a una incapacidad de quien lo busca, se hace imposible el acceso a un significado último; pero no podemos hablar cabalmente de "protesta contra lo inefable" (como Barthes a propósito de Robbe-Grillet) desde el momento en que no queda suprimida su búsqueda; más aún, cuando el texto se articula alrededor de ese vacío y bajo la sombra proyectada por el "lapso de promesa" de un sentido. Quiero decir: cuando se constituye en el intervalo de su dilación o en su responso.
Los relatos de un relato
Desde las primeras páginas de El último día del estornino (Viento Sur Editorial, Madrid, 2012), de Gerardo Fernández Fe, nos encontramos con una proliferación de relatos de muy distinto orden que casi nos incita a tomar al pie de la letra esa presunta determinación genérica expresada en el subtítulo del libro (Notas para una novela). En principio, el centro emisor de esa proliferación narrativa parece coincidir con un personaje (ese que, pudiéndose haber llamado Gavino o Nivaldo, responde al nombre de Luis Mota y es dado al consumo excesivo de la Coca-Cola y de las más diversas formas de la pulp-fiction, además de ornitólogo amateur), pues como productos de su "imaginario supurante" recibimos las secuencias de Los Soprano o de Vin Diesel, las primicias —alguna no menos espectacular— ofrecidas por noticieros, los rudimentos de etología aviar recogidos en programas televisivos de divulgación científica o manuales para aficionados, un recuerdo de infancia más bien traumático o dos conatos de narración que involucran a quienes, fabula Mota, han sido los anteriores beneficiarios del préstamo bibliográfico que ahora hojea él en una biblioteca pública de Caracas.
Si la primera historia no pasa —al menos en un primer momento— de ese esbozo, la segunda, que gira en torno de la relación adúltera entre Octavio Forlán y la madre de Amaranta, va ganando cada vez más en extensión y en relevancia, y el hecho de que Forlán sea un aspirante a escritor, y ante todo un consumado narrador oral, supone otra complicación para la textura diegética de esta novela, que se despliega básicamente en tres niveles: el primero, el de Luis Mota, que observa, ocasionalmente lee y, sobre todo, trama ficciones; el segundo, el de esa "segunda opción de relato" de Mota protagonizada por la madre de Amaranta y Octavio Forlán, y el tercero, que ocupan las narraciones de este último.
Al ser Luis Mota la instancia narrativa de la que emanan los otros dos estratos narrativos de la novela, no hay que sorprenderse, entonces, porque su voz ("la voz oculta de Luis Mota") se abra paso en medio del discurso de Forlán e inopinadamente inserte una pregunta en medio de lo que se acaba de decir, o se engole cuando el tema toque registros más o menos solemnes. ¿Son acaso Forlán, o la madre de Amaranta, o su esposo Boris Nerén o aun cualquiera de los personajes concebidos por Forlán otra cosa que modulaciones de esa otra voz? "Dice Luis Mota que dice Octavio Forlán": aunque solo una vez leamos una acotación como esta, habría que darla siempre por sentado.
O no. Lo cierto es que, a partir de algún momento, esta arquitectura comienza a tambalearse: porque a un perplejo Luis Mota se le aparezca nadie menos que la madre de Amaranta en la misma biblioteca donde se supone que él le insufla —apenas— la vida de la ficción; o porque el malogrado Mota muera —de que en efecto va a morir está advertido el lector desde muy pronto— en "la balacera del viernes frente a la Biblioteca Pública Central", un suceso al que casi al principio de la novela se refieren Forlán y la madre de Amaranta, ocurrido, justamente, el día en que esta última estuvo allí, en un salón de lectura donde la observaba un hombre "nervioso, trastabillado, con un libro grueso unas veces cerrado, otras abierto con falsa discreción…".
Tales metalepsis (la confusión entre niveles narrativos, el tránsito abrupto del uno al otro) liberan a la estructura ficcional y metaficcional de la novela de un eje rector único e incontestable. ¿Quién emite, entonces, esos relatos? ¿Tal vez Octavio Forlán? Es esta una sospecha inevitable, y de tener fundamento habría que atribuirle la producción de un artefacto literario de resortes todavía más sofisticados y sinuosos que lo que supondría "una historia que en sí contenía otras historias que se superponían a las anteriores, como cajas que contienen otras cajas más pequeñas y no menos sugestivas…" —esta es la imagen con la que Forlán describe su proyecto narrativo, siempre pospuesto en la escritura.
En cualquier caso, lo que pone en marcha la proliferación narrativa, lo que provoca la supuración del imaginario de Luis Mota y en consecuencia —al menos aparentemente— los relatos que constituyen esta novela es un libro de Deleuze y Guattari que, constituido él mismo como un rizoma compuesto por "mesetas", es entre otras muchas cosas un alegato en contra de las jerarquías "arborescentes" y en general de las simetrías operantes en cualquier orden del pensamiento o de la cultura. Es el volumen —"de dos autores cuyos nombres no le dicen nada"— que deja caer una ríspida bibliotecaria "de cara adenoidal" sobre la mesa de Mota, a pesar de que los títulos solicitados por este consistían en tres tratados ornitológicos localizados en el catálogo de la biblioteca.
Es evidente que el hecho de que sea Mil mesetas: capitalismo y esquizofrenia (Pre-Textos, 1988) el que funcione como una suerte de talismán narrativo responde menos a los azares encargados de surtir —o de diezmar— los fondos de la Biblioteca Pública Central de Caracas que a una razón más profunda, vinculada directamente con un principio de disposición del material novelístico. Tal vez no sea del todo descabellado entender esto —si ejercemos cierta violencia sobre el sentido de la figura— como otra metalepsis que cifra en un motivo de la anécdota de la novela una clave del orden de la forma.
La cualidad rizomática, anárquica de la estructura que les sirve de soporte (detrás de la cual, obviamente, se intuye el arbitrio artístico de un narrador —de un autor—), encuentra una réplica en las historias y los personajes que pueblan El último día del estornino. En este sentido, la relevancia de Mariana, la coprotagonista cubana de uno de los relatos de Forlán, reside en que a propósito de ella aparece explícito el conflicto que determina, de un modo u otro, el destino y el carácter del resto de los personajes de esta novela, y que aparece enunciado como "la pérdida del Centro".
Mientras para el maltrecho padre de Mariana el Centro (entendido en un sentido geográfico, en tanto sinónimo de "el país de origen", pero traducido, en términos sensoriales, como "el tormento o la incertidumbre que suele sentirse cuando la tierra tiembla bajo nuestros pies, cuando un terremoto pone en duda todo lo que somos y todo lo que hemos ido construyendo") es lo que da sentido y cohesión a su vida —no importa que esa vida esté signada a partes iguales por el fracaso y por la frustración—, la vida de Mariana —por cierto que no más tocada por la gracia del éxito que la de su padre— ha estado dirigida justamente a eludir ese mismo Centro que, para ella, "se pudría, se resquebrajaba, hacía aguas como un barco mercante subrepticiamente cargado de soldados y de explosivos que ha sido torpedeado por fuerzas enemigas".
El símil —el barco a punto de zozobrar— no es gratuito: al partir de la premisa de que "no había necesidad de un real Centro, que centros podían ser muchos, diversos, en varios lugares a la vez", lo que cuenta para Mariana, de acuerdo con su idea aparentemente paradójica de un Centro móvil, es "el devenir irremediable e indetenible de las cosas", de ahí que, primero en su deprimido país natal, luego en una Europa desconocida y hostil (primero a través de carreteras interprovinciales, luego a través de autopistas interestatales), su existencia pueda medirse exclusivamente por los rumbos que ha tomado, y se haya confundido con una fuga ("en un camión, sin saber siquiera a dónde llegar") por lo visto dirigida al único fin de su propia prolongación.
El término exilio, con sus implicaciones de estabilidad espacial, no es procedente a propósito de Mariana. Sus traslaciones (otro tanto ocurre con Othello, ese hombretón que no le parece a Mariana griego ni italiano, sino "un camionero de muchos lados que traslada todo tipo de cargas de un país a otro") transcurren por los bordes de las ciudades o los estados; es decir, fuera de cualquier entorno política o socialmente estructurado, como si resbalaran sobre las determinaciones nacionales que como geométricas cicatrices (o "estrías", según el léxico del libro de Deleuze y Guattari que lee Mota) surcan el espacio. La energía desplegada en ese desplazamiento está dirigida contra esos "límites", contra las "fronteras clausuradas" que clasifican, recortan y en última instancia constituyen el espacio sedentario, y se consume en ese mismo movimiento. Mariana y Othello, con su existencia leve, carente de asiento, son —otra noción crucial en Mil Mesetas— nómadas.
Pero también, en un sentido menos obvio —menos literal—, lo son Luis Mota y la madre de Amaranta y Octavio Forlán, así como el resto de los personajes metaficcionales por él concebidos: todos objetos —y a veces sujetos— de relatos, encuentran ellos mismos en alguna forma de la narración la garantía de una vía de escape, sea que el francotirador serbio Lajos lea La Montaña Mágica como un medio para evadirse momentáneamente del ambiente de una Sarajevo desgarrada por una guerra incivil; sea que la madre de Amaranta, después de haber visto frustrados sus planes para huir en el plano de la realidad de otra ciudad casi igual de violenta, se deje perder en la ficción que para ella genera su amante, "en tierras mentales que hasta entonces desconocía" (los relatos de Forlán cumplen una función similar a los de Scherezade: el de prolongar una situación, el de evitar la conclusión absoluta de algo —que puede ser lo mismo una vida que una relación ilícita—, aunque en su caso se dirija a un fin lúbrico, menos confesable).
El caso de Boris Nerén, el marido de la madre de Amaranta, es al mismo tiempo ligeramente anómalo (en tanto los relatos de que se sirve no son convencionales, no vienen dados por un formato "literario") y paradigmático. Su obsesión con Elena, una antigua condiscípula radicada en Miami, de la que colecciona fotografías ubicadas en cualquier contexto, no incluye lo lascivo, a pesar de lo que —con toda lógica— sospecha su mujer. Lo que impulsa a Boris Nerén a contemplar esas fotos ajenas es su anhelo de "salir de su propia vida, como si corriera por el pasillo de una sala de cine, subiera los escalones, atravesara la pantalla con los brazos abiertos y se incorporara a la trama de la película".
La dirección es, pues, centrífuga; no centrípeta, como sostendría "una teoría clásica de la interpretación": lejos de suponer un movimiento de reconocimiento, de afirmación personal[1], de "regresar a todos sus pasados posibles", es una manera de conseguir un extrañamiento radical, de describir una línea de fuga, de vivir "modelos de júbilo que no le pertenecían más que de modo parcial, compartiendo en silencio y en secreto la supuesta y plena felicidad de aquellos que aparecían, es cierto, sonrientes, en un papel satinado casi siempre con colores vivos".
Se nos dice que la sensación perseguida por Boris Nerén no consiste en "ser otra persona", sino en "estar" en un sitio diferente a ese que le ha tocado en suerte: el impulso, no cabe dudas, en él como en el resto de los personajes, no tiende hacia una modificación de la sustancia personal, sino a nada más espeso o consistente que un reordenamiento de las relaciones espaciales: Boris Nerén se ha vuelto "transparente", pero no deja de ser significativo que la madre de Amaranta carezca de nombre propio —y, por ende, de un principio aglutinador de su singularidad como individuo, de un receptáculo de la especificidad de su yo— y solo sea designada mediante esa perífrasis referente a una circunstancia accidental, externa: cuestión, entonces, de nomos, más que de logos; de "estancia", más que de esencia.
Claro que "una teoría clásica de la interpretación" se vería en aprietos a la hora de dar cuenta de un tráfico con lo in-significante (con lo que es anterior —por su naturaleza animal o mineral— o posterior —la disolución de la memoria y de la personalidad— al lenguaje articulado) que sirve de confrontación tácita a aquellos relatos redondos, plenos de sentido, que —ya lo hemos visto— proliferan en esta novela: de un lado, la visión de las aves, un continuo caótico, indiscriminado, reñido con cualquier posibilidad de significación; del otro, "esa factura de ópera que envuelve la vida más visible de los humanos": de un lado unos granos de arena; del otro una pistola. Granos de arena —que remiten al origen prehumano, geológico, del mundo— y pistola —un instrumento este que ciertamente uno asocia a cualquier modalidad del thriller antes que a la ópera— contenidos, dicho sea de paso, en el pesado libro de Deleuze y Guattari, y que contribuyen en igual o mayor medida que el texto mismo a la supuración de las facultades fabuladoras de Luis Mota.
De aquí que el afán incesante de ficcionalización tropiece más de una vez con el límite de la representación; que el tejido que segrega la ilusión bovarista, la malla que debe comprimir la vida hasta dotarla de forma —y, por tanto, de significación— se rasgue, por ejemplo, mientras la madre de Amaranta dirige la vista al espejo de su tocador: solo advertirá un objeto de "vidrio pulido y tintura de azogue detrás", no "la vida que este transmitía". Ante ella aparece una imagen extraña, un fotograma extraviado del contexto fílmico del que alguna vez formó parte, o una instantánea encuadrada a la ciega; esto es: el reverso de una imagen significante. Como el contenido de eso que ha estado escribiendo este personaje en la biblioteca, que mantiene en vilo a Luis Mota —y al lector— con la esperanza de que fuera a revelar algún enigma, es el reverso de la palabra, del discurso significante: "garabatos, letras que bien pudieran estar escritas en arameo y mucho silencio, eso, el silencio de páginas y páginas en blanco".
Cierto que la conciencia humana posee la rara facultad de dotar de sentido incluso a lo que en principio carece de él, de manera que "el vuelo de un ave" o "una piedra monda y lironda" puedan devenir hechos que valga la pena conservar en la memoria, como le dice a Othello Jelena, historiadora del arte, su "última amante no prosaica". Pero esta capacidad de significar y de recordar solo parece ser concebible si frente a ella yace la posibilidad del olvido radical, actualizada en el padre de Othello, víctima del 68 praguense, inmerso en "un estado de sonambulismo y de desconexión parcial con la realidad", y en Emperatriz Agüero, la madre de nombre rimbombante de Luis Mota, una veterana figurante de las luchas revolucionarias de la Venezuela de los 60 en quien conviven un Alzheimer galopante y una "lucidez cronológica" que le permite rememorar sabotajes, revueltas y consignas con una precisión que consigue horrorizar a su apolítico hijo, considerablemente más interesado en la ornitología que en una historia nacional de la subversión incesantemente urdida por su madre.
La historia y la política aparecen en El último día del estornino como el relato defectuoso por excelencia. Es, en efecto, un relato portador de sentido, pero de una manera engañosa, en tanto significa solo para traicionar su significado: "la Historia está plagada de errores", reconoce para sí el francotirador Lajos, del mismo modo que la propia Emperatriz Agüero llega a admitir que la utopía socialista "solo había existido en su cabeza y en la de sus acólitos". No por gusto su estancia en Isla Margarita es percibida por la madre de Amaranta como una fugaz temporada en el paraíso; evidentemente, esta correspondencia tiene tan poco que ver con el trillado tópico de la retórica publicitaria del turismo como con cualquier contenido escatológico: lo que cuenta aquí es la ausencia de acontecimiento, ese decorado de eternidad que define un locus amoenus.
Y, sin embargo, el relato histórico inevitablemente se filtra entre los otros, aquellos que ofrecen "una imagen rotunda" y tienden a la perfección formal y la plenitud semántica, incluso cuando sus protagonistas —–Luis Mota, Othello, la madre de Amaranta— busquen conscientemente eludirlo. El resultado es un choque de antinomias tan escandaloso como el que supone el encuentro de una pistola entre las páginas de un libro de filosofía o la súbita hemorragia que ha sufrido el joven y saludable Hans Castorp en medio de la agreste placidez alpina del sanatorio de Berghoff. También que un francotirador bosnio lea este pasaje de alta literatura entre disparo y disparo sobre una ciudad que mientras tanto se desangra.
Dos narradores
Probablemente no se deba a nada más que a una coincidencia el hecho de que El amolador y El último día del estornino hayan salido de la imprenta con pocos meses de diferencia. De cualquier manera, por debajo de notables diferencias estilísticas (pero, proustianamente, entiendo aquí por estilo aquello que, más allá de cualquier distinción entre "lo formal" y "lo temático", unifica y provee de su carácter específico —su espíritu, si se quiere— a una obra literaria), la colección de relatos de Pérez Cino y la novela de Fernández Fe coinciden en una tendencia a dinamizar una serie de polaridades, tales como la de texto-contexto o patria-exilio, que en buena medida han dado consistencia a la literatura cubana más reciente (y a la de todos los tiempos). Como si al raspar en la superficie que les sirve de sostén fuera posible toparse con lo mismo que el protagonista de El hombre sin atributos vislumbró al fisgonear entre las intimidades de Kakania: un espacio invisible y no menos vacío que una ciudad de juguete.
[1] Un ejemplo entre los relatados por Forlán —el de Clifton Figueroa, inmigrante cubano en Carolina del Norte— parece contradecir esta tendencia; sin embargo, aunque es cierto que el movimiento de este personaje, cuando lee el relato que lo retrotrae a su adolescencia, está dirigido al reconocimiento, es a un reconocimiento de-lo-que-ya-no-se-es (de hecho, se insiste en que se encuentra "ausente de su propia memoria", en que ha suplantado "mentalmente una ciudad por otra", e incluso en que ha cambiado de nombre). Lo que esta acción implica de traslación —lo que me importa destacar aquí—, de fuga, sigue estando presente con no menor intensidad.