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Literatura

Una oportunidad en el paisaje

Con 'Che en Miami', Néstor Díaz de Villegas ha edificado su canto particular a este encuentro en la ciudad que lo hizo posible. Y más que posible, inevitable.

La Habana

Como los antiguos cementerios indios, que arrojan maldiciones sobre aquellos que han profanado la tierra. Hialeah, a fin de cuentas, ¿no significa "hermosa pradera" o algo similar en lengua creek?

En esto pensaba yo al leer a Néstor Díaz de Villegas:

 

Estas calles que duraron poco, fundadas en otro siglo,

alcanzaron su enigma y enseguida murieron.

Cuando llegaron los cubanos, ya Hialeah era asunto

concluido. Un hueco, algo pútrido y muerto.

Vinieron a morir a un cementerio con un

hipódromo en el centro (…)

 

Así dice un poema de Che en Miami, el libro que se construye sobre dicho hipódromo. De un avión que transportaba caballos de carrera desembarcó en 1952, procedente de Caracas, el joven estudiante Ernesto Guevara; Miami iba a ser un desvío momentáneo en su regreso a Argentina, pero por contingencias mecánicas la escala se prolongó todo un mes. 

No sé si otros escritores cubanos han hurgado en este paréntesis, potencialmente novelesco, de la biografía del Che. La conjunción del Che y Miami sobre una mesa de disecciones. Lo que está claro es que ninguno de nuestros novelistas conocidos (los imagino sentados a esa mesa con inquietudes de costura y corte "histórico") hubiera hecho lo que hizo Néstor Díaz de Villegas: convertir en personajes a los caballos, nombrarlos —Plattero, Mazepa, Casquito, Jaque Mate—, prestarles voz para que puedan, también, recitar.

Los caballos son tan determinantes que aportan hasta el género: Che en Miami es un poema hípico. Hípico no es lo contrario de épico; lo hípico sería más bien lo épico pasado por la dislexia. Lo hípico es el apéndice que se independizó y se convirtió en quiste maligno. Compuesto por 60 poemas, más de 3.000 versos contados al margen, Che en Miami viene siendo algo así como lo que queda cuando no queda nada del Canto general de Neruda.

Y lo hípico, claro, tiene su costillaje teatral. Se anuncia desde la primera página del libro, con una relación de personajes y locaciones: Jimmy Roca (el primo de la novia del Che, su guía en la ciudad infernal, "Virgilio repleto de pastrami"), una azafata cubana (el Che va a limpiar su apartamento para ganarse unos dólares y lo deja más sucio que como estaba), la antigua biblioteca (frecuentada por el estudiante de medicina, será demolida para levantar un mall), el Parque de las Palomas ("¡Parque de las Palomas, tú tuviste a Guevara/ entre los bujarrones, los bustos y las tarjas!": exclamaciones de esa clase resumen el aliento del libro), etcétera.

Pero, ojo, ahí no figura el personaje principal, que no es el Che sino el propio Díaz de Villegas: "un joven anticomunista que le habló a la luna/ en medio de un campo de caña". El teatro consta de un único acto; el libro completo es el escenario donde ese joven se encuentra cara a cara con el joven argentino (un poco a la manera en que la consecuencia choca con la causa). Con Che en Miami, Néstor Díaz de Villegas ha edificado su canto particular a este encuentro en la ciudad que lo hizo posible. Y más que posible, inevitable, necesario…

 

Entendí que las iglesias están ahí para

llenar un vacío, mas solo en el sentido estético.

El misterio de las catedrales es turístico.

Hay una buena colina, un sitio prominente,

una oportunidad en el paisaje,

y se lo ocupa, se lo toma, se lo

santifica con cierta obstinación.

 

En ese paisaje común —que ambos, en distintos momentos y por distintos motivos, despreciarán—, Díaz de Villegas opera una suerte de levantamiento arqueológico. Miami como prehistoria. El efecto especial que atraviesa la lectura del libro es el de un viaje en el tiempo que se pliega sobre sí mismo: una pintoresca post-prehistoria en la que apenas visualizamos al aventurero de veintitantos años, su lugar lo ocupa ya el barbudo de la boina y la estrella, el santo superhéroe, el icono religioso. Como si el Che después de muerto (o quizás por no haber muerto, saltando a otra dimensión justo antes de ser asesinado) hubiera regresado allí para quedar atrapado en el más remoto de los pasados cubanos, en un fuera-de-lugar. El último piel roja de verde olivo, el mate una pipa guerrera.

Los poemas de Néstor Díaz de Villegas, por otra parte, están llenos de detalles y miniaturas que son de agradecer. Esos "casquillos de balas en la mente". Esa "espuma reaccionaria" que el Che, de lavaplatos en un restaurante, contempla y remueve con los brazos. Esa cajera del Ten Cents que "come su sardina siempre a la misma hora". Ese balón de fútbol americano "hecho con el pellejo de un cerdo", que es la luna bañada en el lodo de un estadio bajo el zepelín de la Goodyear. Esa "nueva tribu de azafatas cubanas/ que anida en las lozas de kitchenettes pardas".

Y sobre todo, esos "enanos mnemónicos" que "grabarán en su mente estos lumínicos/ y escribirán con letras de fuego otro nocturno". Entre los lumínicos, mención especial para el anuncio de la Coppertone: el poema de la niña a la que un perro de aguas le muerde y le baja la trusa.

A pesar de las angustias de náufrago varado en el norte, el Che aprovechó la oportunidad y se hizo con un souvenir. Dicen que a su regreso a Argentina le llevó una trusa a su novia. Pienso en esa otra niña luciendo su bikini de Miami, años 50. Che en Miami es también ese bikini: pieza de colección para fetichistas ideológicos. (Léase como elogio, aunque este no es libro que pida elogios. Es un libro que pide que lo pongamos al lado de las camisetas con la foto de Korda, en los tenderetes de la playa, como una trampa para turistas.)

Libro ni de la biblioteca ni del mall, sino del museo freak de la Revolución. Libro que —como el bikini— tiene algo vintage, algo que participa de la misma naturaleza de los almendrones. Y, al igual que los almendrones, a su manera, Che en Miami está hablando de Cuba y su historia como horrendo parque temático del sueño americano.

Otra vista a la "hermosa pradera":

 

Cuerpo de agua repleto de caimanes zorros

que pretendían dormir pero que acechaban.

Largas patas amarillas como calles negras torcidas

que evitan hacerse nudos de risa o rodar

como piedras baratas en el espejo desportillado

de Hialeah. El lugar de pesebres forrados.

El lugar donde un plástico define la vida.

El lugar donde los escaparates vinieron a morir.

El lugar donde la gente tira la cerveza en los brazos

y se entierra en el lecho del río más violento y moroso

del planeta: el Everglades (olvidar el Orinoco).

 

Ya. El Orinoco ya lo olvidamos.

 


Néstor Díaz de Villegas, Che en Miami (Aduana Vieja, Valencia, 2012).

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