No debí haber conocido a Humberto Arenal. No existía razón que nos conectara. Habríamos permanecido en planos paralelos de la realidad si no hubiese leído a Guillermo Cabrera Infante, lo cual me llevó a investigar Lunes de Revolución. Y como se sabe, Humberto Arenal, en el término que él mismo acuñó, había sido, o debo decir "seguía siendo", o para ser más exactos, "es", aún hoy, de la gente definidamente de Lunes.
No fue el mero agradecimiento por la lectura de El gallo en el espejo que lo reconcilió de joven con la literatura cubana, ni siquiera por la amistad que los unía, por lo que Humberto Arenal presentaría en aquel desenfadado "prólogo-entrevista" de 8 páginas la antología Cuentos de Enrique Labrador Ruiz, de quien citaba la estrategia contra "el tiempo", "las miserias de los contemporáneos", "las injusticias" y "los olvidos momentáneos". Era la siguiente: "El escritor tiene que decir algo, dejar algo". Más allá de lo voluminoso de una obra, Humberto Arenal enseña que ser una persona de la cultura, ser un "verdadero escritor", exige consagración y tenacidad: "la literatura es un arduo oficio, no lo duden los escépticos, los cínicos y los tontos", dijo entonces.
Algunas afirmaciones suyas de enero de 1960 en Lunes de Revolución pueden asustar, como su llamado a "eliminar a los gordos, a los flacos o a los chinos de nuestra literatura". Solo que su táctica disponía que ello se realizara "creando una obra más valiente, más vertical, más directa, más fuerte y mejor". El magazine representaba una etapa en la cual él no se había estancado, ni de la que guardaba resentimiento alguno, pero de la que tampoco se desmarcaba.
Dos fueron las sesiones de trabajo con Humberto Arenal en torno a Lunes. En medio de ellas, ingresó y fue sometido a una intervención quirúrgica. Pero antes y después nada en su comportamiento reveló fragilidad. Aún lo veo disfrutando hablar de su novela Caribal, y de cómo se inspiró en un actor que pedía en los restaurantes el bistec lo más crudo y chorreante de sangre posible. Este se sinceró con Humberto durante un largo viaje en ómnibus a provincia, haciendo gala de sus conquistas. Le confesó que algunas mujeres le gustaban al punto de desear comérselas. La pareja del actor, actriz del mismo grupo, un buen día, se separó de él. Aquí Arenal sí no pudo contenerse, estaba en juego ya la literatura, la sondeó y consiguió que le contara. En este punto del relato, bajaba el tono de su voz y la velocidad de su narración. Todo se había debido a la creciente violencia del amante, cuyo límite para la actriz fue una mordida que ella entendió en clave caníbal y no erótica.
Fuera del tema que nos daba cita, aquellos encuentros derivaron en que contara de sus novelas El sol a plomo, de la reescritura de Los animales sagrados, de la saga familiar que originó Occitania. Casi al final, anunció que pronto aparecería su libro de poemas. Al momento aclaraba que no se consideraba poeta, de hecho, reconocía que no lo era. Simplemente se había descubierto sumergido en ese género al reunir ya varias cuartillas, y… —hacía varias pausas, como buscando las palabras precisas para no parecer pretencioso— se había dado cuenta de que se le daba bien.
El esfuerzo me hizo gracia. En una de las tantas entrevistas a raíz de su Premio Nacional de Literatura, a esa consabida pregunta de "¿Qué siente después de ser nominado tantas veces al Premio Nacional de Literatura y obtenerlo finalmente?", conservo el asombro que me provocó su respuesta: "Creo que lo merecía. Y que me perdonen la inmodestia". Para el autor un premio no quería decir otra cosa que un reconocimiento público, ni más ni menos. Y solo como eso lo tomaba.
La vida en tres tiempos recoge en su mayoría poemas evocativos, intimistas, en los que se da cuenta de los estados de ánimo en ese tránsito vital de la infancia al sexo y del sexo a la muerte. Sucesión que es también un viaje del sujeto, quien no desatiende la acción del paso del tiempo sobre él. Al final, quedan los recuerdos de único refugio. Como sucede con el Jacinto de su cuento "El caballero Charles", que expresa: "Yo siempre tengo por lo menos mis recuerdos".
No solo a sus mayores supo retribuir Humberto Arenal la amistad, o como se dice en cubano: "ser agradecido", sino a sus contemporáneos. Nunca dejó de hablar y escribir sobre aquellos que otros prefirieron borrar. Más que porque fueran sus amigos, porque los sabía imprescindibles para la cultura cubana. El caso de Calvert Casey, en su ensayo de 1993 "Calvert, aquel adolescente tímido, tartamudo y otras cosas más", en el que casi terminaba: "En 1966 Calvert tuvo que salir de Cuba porque su homosexualidad molestaba a algunas personas. Esto no es ninguna exageración. Los que fuimos sus amigos sabemos muy bien cosas difíciles de aceptar para una persona que se respete, como él siempre lo hizo, le obligaron a tomar esa dolorosa decisión, que agudizó su tradicional angustia de siempre".
Me contó que, estando en medio de una conversación en un lugar público, se le acercaron para invitarlo, también en público, a que escribiera un trabajo sobre Heberto Padilla. Arenal dio una respuesta que hizo silencio: "Lo que yo tengo que decir de Padilla, lo que hay que decir de Padilla, no me lo van a publicar".
Una de las características, que prefiero definir cualidades, en el hablar con Humberto Arenal, era la franqueza en su lado de la conversación, sinceridad que por poco frecuente podía resultar agresiva. La suavidad y la melodía en la voz realmente se contraponían a la fuerza de lo que decía. Ya sabemos que lo que se denomina "verdad" no existe divorciado de las pasiones o de los intereses de aquel que la porta. Pero tampoco se puede olvidar que por ingenua a veces no se puede desterrar una aspiración. Un periodista tan experimentado como Ryzard Kapuscinski sintetizaba también ingenuamente la ética a seguir en su profesión: "no es un oficio para cínicos".
Estaba en la parte alta de El Vedadola tarde de inicios de 2012 en que recibí la noticia de que Humberto Arenal había muerto. Bajamos hasta Calzada y K, y en vistas de que habíamos llegado muy temprano, decidimos esperar en el pequeño parque frente a la funeraria. Al rato llegó Beatriz, acompañada de varias mujeres, solo atinando a agarrar bien fuerte una percha cubierta que debía guardar un traje de su esposo. Lo primero que recordé fue una puerilidad: lo bien vestido que siempre vi a Humberto Arenal.
Esperé bastante antes de acercármele, a decirle solo una obviedad: que estábamos allí. Terminé sentándome a su lado, hablándome ella de lo que no podía decirme cuando conversábamos por teléfono, y se interrumpió: "Hay algo que tengo que contarte". En esos momentos finales en que la realidad se hace más nebulosa de lo que ya es, Arenal le había preguntado a Beatriz por el destino de algunos de sus amigos. Era consciente, pero buscaba confirmación, de que Antón Arrufat, Edmundo Desnoes y Pablo Armando Fernández no estaban muertos. Beatriz le aseguró que no, pero Humberto siguió preguntando, y ahora venía por la razón del relato: "¿Pero Cabrera Infante sí?", preguntó Arenal. "Sí, él sí", dijo Beatriz. A lo que Arenal afirmó: "Él estuvo aquí".
El relato me impresionó. Supe que preguntaría también, con la certeza de cuál era la respuesta, por varios amigos, entre ellos Virgilio Piñera y Heberto Padilla.
Desde entonces no he dejado de volver una y otra vez sobre la anécdota, repasando los nombres que mencionó Beatriz. A los que no conocí personalmente, no me ha quedado más remedio que conocerlos por sus libros. Todos integran ese grupo que coincidió en La Habana a inicios de los 60, y que imprimieron un impulso a la literatura cubana de tal magnitud que hace que volvamos a ellos una y otra vez. Repasando en el destino de todos esos amigos, alejados unos de otros, omitidos algunos por tanto tiempo, tan atacados todavía otros, pensé que solo les ha sido posible reunirse en el delirio. Un delirio como el de Humberto Arenal, que no hace otra cosa que evidenciar ese delirio que llegó a instalarse como normalidad. Y pensé también que con la muerte de Arenal estaba más próxima a desaparecer una época sin que todavía la hayamos vivido a plenitud.