Back to top
Crítica

La experiencia de la civilidad

'Un amigo me ha dicho que según parece, detrás de la poesía de Oscar Cruz se oculta un negro de barrio de formación marginal, con el pensamiento dañado por los años de atizar en silencio rencores sociales.'

Santiago de Cuba

I

Tal vez sea cierto y haya que pensarlo mejor. Un amigo (pintor) me ha dicho que según parece, detrás de la poesía de Oscar Cruz se oculta un negro de barrio de formación marginal, con el pensamiento dañado por los años de atizar en silencio rencores sociales. Me vio trabajando en casa una tarde, y después de pedirme en préstamo La Maestranza (Unión, La Habana, 2013), terminó diciéndome con un vivo gesto de ansiedad: "Apúrate con eso. Tengo que leerme ese libro con urgencia".

Estuve meditando largo rato esas palabras. Y no es que su teoría tuviera huecos de errores visibles: percibí que había algo de cierto, subrepticio, detrás de todo eso. Pero las premisas eran falsas. En realidad no se trata de rencores sociales (aunque el pensamiento del autor esté dañado hasta la médula por la experiencia de la civilidad), ni de un negro de barrio (aunque su formación haya sido ciertamente de periferia). Yo, en cambio, lo diría de este modo: su trabajo poético es solo el producto de una resistencia cívica desde la escritura, y del conocimiento de la poesía como "fiesta de los golpes".

II

A diferencia de lo que pulula hoy en la lírica cubana contemporánea y que prefiero llamar como "poesía rosa", La Maestranza no es un tratado ontológico del ser, ni un paisaje neorromántico de circunstancia. Antes bien, este cuaderno ha sido configurado desde el páramo, contra todo aquello que falsea la realidad, porque no persigue otro objeto que la realidad misma, que es el páramo.

Lo que en Las posesiones (Letras Cubanas, La Habana, 2010) se perfilaba ya como el desarrollo de una escritura sediciosa y libertina en lo ideoestético, es ahora en La Maestranza afirmación de identidad. El espacio donde el sujeto lírico anterior todavía dejaba lugar para cierto pensamiento acomodaticio (o atemperante) frente a la realidad,[i] es calafateado aquí con un estilo que se erige contra cualquier tipo de imaginario hipócrita, contra lo disfuncional de la escritura. El locus de lo falso ha perdido todo referente, y se entiende entonces la insistencia del autor en la res comunicativa de las palabras, en la función social del lenguaje, en su veracidad.

Poco más de medio centenar de poemas divididos en tres secciones numeradas, hacen de La Maestranza un tour único por las zonas esenciales de la herrumbre de un país que existe a contrapelo de lo que sugiere su propia consistencia. Y porque la devastación general ha tomado facultades superiores —y todavía no hay indicios de ella en los sermones oficiales— es necesario señalar los intersticios por donde se filtra, el acierto de libros como este, que explican (sobre todo) lo que no se debe revelar.

III

Recontextualizando un título esencial de la obra de Regino E. Boti (El mar y la montaña, 1921), Oscar Cruz planta bandera en un campo poco visitado por la poesía cubana desde 1959 hasta hoy: en este, la ingenuidad y el amparo de lo subjetivo han sido relegados por la urgencia de una existencia maldita.[ii]

Todo su escenario —lo que vendría a ser el telón de fondo del volumen—, es el Mal y la Montaña, un contexto que advierte de inmediato sobre la composición del terreno: la Montaña, alegoría del oriente y la nación, y el Mal como el maleficio que la restringe, es decir, su condena. En el introito y primer texto del libro (que funciona como presentación general del cuaderno) se escribe:

 

la Montaña

y todo lo que ella

representa.

 

la Montaña

tal y como fue: sin vacas

sin Reginos ni rebeldes.

 

la Montaña

que yo sigo y que me sigue

y que extiendo tras de mí

al caminar.

 

El planteamiento de la dualidad Mal-Montaña sirve de trasunto para expresar una situación no declarada, que nos atraviesa verticalmente de arriba a abajo, sin que podamos advertir su presencia.[iii]

El ojo cívico del poeta, que ha aprendido en el trascurso a procesar tal información (¡la maestranza!), delata el des/encuentro de un mundo podrido desde la entraña, en su mismo centro, al que lo social acude como complemento en virtud de un pacto no firmado entre experiencia y civilidad. La Montaña (el contexto en específico, lo civil) y el Mal (el contexto social, el maleficio, donde asoma la ideología) son hoy, y siguiendo a Bourdieu, nuestro "capital simbólico", la sumatoria de un devenir y su presente, la raíz de una identidad que no podemos evitar. De lo que se trata, según se dice aquí, es de

 

un sitio

que cada día asciende un escalón

en el camino de su propia decadencia;

una región cada vez más provinciana,

gobernada por equipos sucesivos

de incapaces.

 

Pero ese maleficio es político, y el ojo que lo ve está forzado a hablar de la mala civilidad que ha dejado a su paso. De modo que la visión cívica del asunto pasa a ser también ideológica, si no es que, en el fondo, son una y la misma cosa. Los "montañeses", sujetos que conforman el campo social, son el producto de una vivencia condenada al fracaso. Se sabe que "no hacían otra cosa que cagarse", y que "otros venían y enlataban y hacían/ plusvalía aquella mierda", donde aparece el componente mezquino de lo ideológico, y por consiguiente, la praxis de la política en el contexto.

IV

El espectáculo que revela La Maestranza es, por supuesto, desolador. Toda la podredumbre y el fracaso de la civilidad —de una civilidad en ruinas, que ha perdido cualquier argumento de belleza— pasan por el filtro crítico del poeta, para el que nada resulta indiferente.

Lo que explica las diversas historias del volumen en las que se relata la experiencia (y formación) sexual de un sujeto acosado por la miseria del entorno, miseria que, según se entiende, obliga a la simulación, al adulterio, al placer como bote de rescate, al menos temporal, en medio de una marea de hundimientos.

Prostitutas, matarifes, negociantes, "los Vivos y los Vagos de la gleba", son los agentes principales que pondrán a funcionar, en este caso, una fábrica de ruindad y desgracia donde hiede el sopor de la miseria, de la que también participan funcionarios y arribistas, las ratas y ratones del poder, y "los buenos hezcritores [sic] concertantes".

Así, la mujer del comerciante asegura que sabe "cuánto vale en su país un jabonero" y "cuánto vale en su país un comemierda" que pierde su tiempo en el ejercicio de la escritura; donde otra que es semejante a "un Buque Escuela/ que había licenciado a muchos hombres" enseña "a vivir de sus lecciones" a un adolescente; donde ciertos "vejetes que han pasado la vida/ pensando en cómo resolver sus problemas […] han perdido la cabeza/ y los brazos, y andan por ahí con una barba/ y un bigote destrozado" a los que la gente toma por "sensibles comemierdas"; donde las ratas van "sentadas en todas las mesas […] mirando con pasión el noticiero/ para ver en qué sentido batirán los vientos", porque "nadie como ellas en el arte de soplar"; donde, en resumen, lo que existe es solo

 

un perfecto cuadro

de Mal y Montaña con decenas

y decenas de muchachas que traen

en el cuello mucho talco, y también

entre las piernas mucho talco,

y usan brillos, argollas

y chancletas.

 

Pero al fin todos ellos, "hijos bobos de Catana, cumple cada uno/ su función".

Cierto es que la cultura del desastre solo se produce en instancias de odio y maldad, que arrellanados con la miseria, son a veces sinónimos de la supervivencia, pero asimismo, sus mejores aliados. La Maestranza rinde cuentas de una educación sentimental en la que dicha cultura es la escuela de un pensamiento que aprende a ser iconoclasta y díscolo, y que es en definitiva, el inicio de una experiencia de insubordinación frente a la mala civilidad.

En textos como "P & G", "El buen muñeco" o "Los años de aprendizaje" se muestra, como en un bildungsroman de gran factura, el desarrollo físico, moral y psicológico de un sujeto que aprendió bien temprano que "el lenguaje de los golpes/ era hermoso", no porque bajo él hubiera belleza alguna, sino porque esa formación le sirvió de base para lidiar, años después, con los golpes del desastre de lo social.

A partir de ahí, el mundo solo puede tener "una forma reducida y descompuesta", en el que un poeta "es una cosa que hiede", y por tanto, está obligado a hacer que sus poemas "maculen y desechen/ todo eso, y nada de dolor,/ nada de vergüenza". Su única función es demostrar que su vida ocurre allí, en un espacio en el que se ha perdido sin remedio toda ética posible, porque "la exigencia del bien es tan amarga,/ que escribiendo no logras responder/ a esa exigencia"; allí "donde los culos sudados/ hacen la cultura de un polígono/ de razas que vive en un estado/ de barbarie", y tienes que ver eternamente

 

cómo se secan las piedras

y el concreto frente a ti, lavados

por la fuerza de una lluvia

que pronto los convierte en fango

porque nunca en realidad

hubo concreto

 

sino restos de un país

desmantelado.

 

La desolación es completa, insuperable. Salta todas las vallas, escala aquí y allá, se presenta por doquier. Y su efecto se respira en el aire de podredumbre generalizada que nos rodea. Es por eso que el poeta a su alrededor no ve más que "hombres segregados, árboles secos,/ casas ensambladas con cartones/ y duelas de barril", puesto que ha vivido en "zonas donde el tajo/ sobre la cara de una muchacha/ glorifica al animal que se la hizo", un sitio en el que prosperan "no gusanos sino hombres y mujeres/ inservibles", y de eso escribe.

V

En La Maestranza, la insubordinación frente al panorama de la miseria no se reduce a transcribirlo tal cual, en toda su fetidez —cosa que ya es bastante—, sino también a desentenderse de categorías establecidas como "institución" o "autoridad", que son de algún modo ellas mismas, y en un sentido macro, organizadoras del suceder de lo real. Ello es evidente en el irrespeto ante cánones del patrimonio cubano como Fernando Ortiz, Heredia, Lezama y Guillén, o ante los llamados "poetas del Senado", la Institución Cultura, La Bella Poesía Nacional, etc.[iv] Un breve segmento del cuaderno, y quizás el más exacto en este sentido, resume la postura específica del poeta frente a la realidad: "a ningún reformador respondo/ y ninguna claridad veo en la noche". Y este es el carácter de todo el libro: la irreverencia enfrentada a la "institución"”, la desobediencia como la única forma de salvar el principio de no conciliación mientras no haya "claridad en la noche", es decir, mientras siga su curso la miseria general del entorno.

Lo que queda al poeta es alzar una Torre, una catedral, no con las vigas de la obra de Lezama; no con un rostro flemático y pasivo. Esa "Torre" es su propio pensamiento, es su cabeza, y a ella y su erección dirigirá su empeño. Por eso el intento de reducir la fealdad de una época a machetazos ("si me ves/ y no tienes hacha, búscate una./ redúceme con rabia a tu tamaño"), donde la rabia pone la grandeza de los hombres en la importancia de talarse; por eso "el poeta es un perro que hay que echar/ a la perrera, pero debes encerrarlo a latigazos [porque] si no tienes el coraje para hacerlo, el poeta/ sin pensarlo te echará".

VI

En Fuera del juego, Heberto Padilla dejó escritos unos versos inquietantes, que explican tácitamente lo que sobreviene en tiempos de desastre: "Dichosos los que miran como piedras, más elocuentes que una piedra, porque la época es terrible".

Es cierto que Oscar Cruz podría ser un negro de barrio de formación marginal, con el pensamiento dañado por atizar rencores sociales durante años. Pero esto, no es lo importante. Como bien dicta La Maestranza, "puede que los tiempos cambien", ya sabemos que en el poeta, sin embargo, "nada cambiará", porque es el único sujeto social que no será nunca una piedra, sino una Torre: una cabeza indócil frente a la realidad, el ojo necesario.

Este libro lo testifica. Y por ello supongo que hemos de estar viviendo (ahora mismo) un cansancio infinito.

 

[i] Nos referimos al imaginario de corte existencial o trascendentalista presente en el entorno general de Los malos inquilinos (Unión, La Habana, 2007), y en algunos textos y zonas de Las posesiones. Sobre ello, véase en este último por ejemplo, el segundo apartado titulado "Sala # 2. Problemas de la lírica", donde la preocupación del sujeto no es directamente hacia lo cívico, sino hacia la emoción que ha dejado lo cívico en él, es decir, en la nostalgia por el estado general de las cosas. A partir de aquí, sin embargo, y desde allí mismo, se advierte en el poeta la necesidad de borrar todo sentimentalismo que encubra la experiencia descarnada de lo civil.

[ii] Donde podrían entrar —en un sentido más amplio y mirando el mismo proceso desde épocas distintas— poetas como Heberto Padilla, Juan Carlos Flores, o la experiencia de escritura del Proyecto Diáspora(s) de 1993. Por supuesto, me refiero a la mirada de lo civil, o de lo que el campo de lo social ha producido en el texto: la escritura como el producto de una visión (experiencia) de lo cívico.

[iii] En el texto, la categoría del "Mal" no se define en modo explícito. Su sentido se infiere a partir del sustrato ideológico del poema y de todo el libro, donde se presenta como la plataforma social sobre la que descansa el volumen.

[iv] Al respecto, véanse los textos "20 de octubre", "Pájaros de Manduley", "hilodirecto", "La Bella Poesía Nacional", "Lezama/ el pacto", "Nómina" o "Poetas cubanos en el spring training", en los que la desobediencia se convierte en invectiva, en confrontación entre la experiencia cívica del poeta y lo que representan los estatutos de la cultura nacional.


Oscar Cruz, La Maestranza (Unión, La Habana, 2013).

Sin comentarios

Necesita crear una cuenta de usuario o iniciar sesión para comentar.