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Crítica

Alzar hornos de 'Marabú'

Un tono menor, pero duro y enérgico, que avanza silencioso contra la moral y la civilidad derrotada por la ineficacia y la desidia: la poesía de José Ramón Sánchez.

Santiago de Cuba

Escribió cierta vez Maurice Blanchot: "el desastre lo arruina todo, dejándolo todo como estaba". En los tiempos que corren, es difícil tachar o desmentir un apotegma como ese, tan grande y agudo como el puñetazo de un boxeador de oficio en el rostro de un novato. Porque el desastre, tal y como hoy lo entendemos, no va más allá de aquello que ya hemos separado bajo el concepto fijo de realidad. Pero, ¿qué es el desastre sino el testimonio de una experiencia fragmentada, la conciencia de un escenario que se ha roto y vuelto a dividir en esquirlas cada vez más difíciles de organizar? Nada escapa a él, y nada le es ajeno. Y frente a todo ello, la tarea del poeta —digamos: su gran problema— es patentarlo, hacerlo visible, de manera que la escritura (al menos) sea el registro más cercano al espíritu de una época y su tiempo.

Lo anterior viene a explicar mi experiencia de lectura de un libro como Marabú (Torre de Letras, La Habana, 2012), del poeta guantanamero José Ramón Sánchez (1972). Acostumbrados a los vicios oportunistas y cansinos de la poesía cubana actual, que sublima sin cesar un imaginario infantil donde lo "correcto" y "hermoso" es elevado a categorías superiores de valor, parece difícil permanecer cómodo e impasible ante la aridez de un volumen como Marabú, donde el baluarte de lo bello ha sido tomado (o más exactamente: violado) por la amargura de un estilo y su paisaje.

"La violencia consume mis estériles días", explica el autor, en lo que se entiende como el discurso argumental de todo el libro, el tono de una poética que participa —muy a pesar suyo— de una experiencia marcada por la ruina, en la que asoma su hocico "un yo mortal que irradia/ de abismo a superficie".

Alejados de cualquier zona de compromiso y bienestar en sí mismos, los textos reunidos en este cuaderno no pretenden complacer o edulcorar la miseria de un entorno sin rumbo ni destino; antes bien, han sido escritos bajo el peso de la irreverencia, bajo el sentido —difícil, por cuanto más auténtico— de una responsabilidad cívico-moral, que convierten a esta poesía en relatora de lo mismo que condena: la ruina física y civil como vivencia fundamental del hombre moderno. "Te entrega el mar un cuchillo/ para sanar tus heridas./ El despojo será tu ocupación", escribe el autor, donde la violencia de la zona sur —que bien podría extenderse a todo el país— se muestra tal y como es: sin aires de esplendor, sin alegría.

Este es, en primera instancia, el manifiesto de una escritura que ya no quiere ser vista con el ojo (inofensivo) de lo tierno. Ello explica la aridez de un estilo en el que no aparecen las "buenas costumbres" o el "buen hacer" de la poesía cubana de hoy, sino su reverso: el mal hábito de un uso escritural que privilegia su cercanía con la realidad, es decir, contaminado de lugares sucios, malsanos, en una claridad enfermiza que hace un pacto con la "dura vagina de la escasez", y en una práctica afiliada al ojo narrativo, al dato frío del absurdo de lo material y la experiencia. "Tener como energía la amargura:/ aquello que expresa deficiencias/ que no puede superar". Un tono menor, pero asimismo duro y enérgico, que avanza silencioso contra la moral y la civilidad derrotada por la ineficacia y la desidia, al tiempo en que la muestra de golpe, en primer plano, sin prólogos ni ceremonia.

"La gloria al parecer, no existe, o está en desuso", parece decirnos el autor, para el que ya no quedan asideros de belleza alguna, sino una vida tirada (sin saberlo) a la basura, lo grotesco de una experiencia cortada en trozos deformes y malditos. De ahí una escritura que transcribe la rutina del sexo y su encomienda, la violencia de un entorno donde el sentido de la pérdida y lo que ahora queda —pedazos sin edificar de una existencia amarga— hacen y completan al sujeto.

Un sujeto, por demás, consumido en su propio discurso, que conoce todo lo sórdido y común, es decir, todo lo que podríamos rotular bajo el concepto moderno de "desastre". Así, en textos como "La salida", "Mayo 2", "Doña Melogena" o en los poemas que se reúnen en el segmento titulado "Cuaderno marrón", se anuncia el arribo de una nueva civilidad, difícil, pero familiar, para la cual no queda ya, lógicamente, nada extraño.

"Las palabras se perdieron en la oscuridad/ pero conservo el contacto con la tierra húmeda", escribe el autor, y aparece aquí la dura formación y aprendizaje en el oficio de ser uno más (otro) que ha sido obligado a vivir la circunstancia de lo estéril.

En uno de los textos del "Cuaderno marrón" se escribe: "1 kilogramo de tocino/ y 2 ½ kilogramos de azúcar/ le entregaron a Gottfried Benn/ por sus Poemas estáticos (1947)./ Sabiendo que la poesía y el amor/ no son rentables, qué puedo yo/ (torpe) frente a la gloriosa/ pasión que te consume". La impotencia y el desalojo mental de un esplendor que no llega, que no logra suceder, hacen de esta poesía un relato efectivo del desarraigo. A la negación de una ruina que no avanza más que hacia sí misma, le sigue la misma ruina sin solución; frente al desastre no hay otro futuro que el mismo desastre, vuelto a contar una y otra vez.

Y la escritura refiere sin retórica ni cortes estilísticos de moda, la acritud de un tiempo poco próspero para la belleza. Su mejor síntoma es el de una ética que sólo puede describir lo verdadero, es decir: la intensidad de lo útil, el punto en el que se le ha extirpado el candor al oficio del poeta ("Escribo como quien alza/ hornos de marabú:/ cada letra una espina/ pues ya la inocencia/ me sirve de poco./ Las vacas que se lo comen/ dan leche buena"), donde se afirma que el producto mejor elaborado por el entorno —y al mismo tiempo su mayor símbolo— es el llamado aquí "Árbol nacional", el marabú, una especie que se alza arrogante y feliz en todo el territorio, como signo de la ineficacia y la gloria de un período venido a menos. En otras palabras, y hablando de los procesos escriturales, alzar hoy hornos de marabú, es aceptar como fundamento moral un espinoso curso de poesía, donde la experiencia del desastre ha sido aquilatada al arbusto más común en Cuba, y el menos deseado.

Sin embargo, el poeta nos advierte: "El destrozo está cerca/ pero no se produce". Y cabe —con él mismo— preguntarse: "¿qué tiempo tendremos nosotros que aguantar?".


José Ramón Sánchez, Marabú (Torre de Letras, La Habana, 2012).

Algunos poemas de ese libro: El pozo, Adriana Sage, Harry Chulo y Marabú.

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