El día anterior José Julián había auxiliado con su carro a un hombre herido. Esquivaba sin premura los baches de una calle de El Cerro cuando, al desembocar en una esquina del Parque Manila, un hombre negro se abalanzó sobre el capó del carro agitando los brazos y le anunció —porque no puede decirse que haya sido un pedido— que necesitaba llevar de inmediato a su amigo, un hombre blanco que sangraba por la espalda, al Cuerpo de Guardia de lo que, desde hacía más de cincuenta años, todos conocían como La Covadonga.
Eran las cinco y media de la tarde y al hombre blanco otro hombre le había asestado —José Julián nunca supo por qué— dos punzonasos en un pulmón.
De ahí el charco de sangre que en vano trató de limpiar con un trapo cuando finalmente llegó a Urgencias, el hombre herido fue acostado en una camilla y José Julián, al fin solo nuevamente, cayó en la cuenta de que todo había ocurrido en algo más de tres minutos.
Esa noche José Julián regresó a su casa, balbuceó aquella historia sin muchos detalles a la espalda de su mujer —que freía huevos— y después de un baño terminó durmiéndose sin recordar siquiera que en el asiento trasero de su carro seguía aquella mancha de sangre.
Por la mañana José Julián entró en su carro, miró atrás, al asiento manchado, hizo una mueca con aires de lamento y encendió el motor. Era domingo, un domingo apacible. José Julián primero compraría una bolsa de pan, luego regresaría a El Cerro, específicamente a la ferretería que había visitado sin el dinero justo la tarde anterior, antes del suceso del hombre blanco que sangraba y el hombre negro —su amigo— al que le temblaban las piernas, donde finalmente compraría una máquina pulidora, una especie de taladro manual al que puede insertársele un cepillo de alambre para eliminar el óxido de los metales o una lija para pulir maderas o un disco de tungsteno capaz de rebanar una pared una pulgada hacia adentro como se corta un trozo de pan o la cabeza de un pescado.
Como tercera tarea del día, un domingo soleado de marzo, José Julián pensaba limpiar un poco más al asiento trasero, esta vez con agua, detergente y un cepillo.
Sin mirar al lado pasó José Julián frente a la entrada de La Covadonga y dos cuadras más allá apagó el motor. Una cola bastante larga esperaba en silencio ante la puerta de la tienda aquella mañana apacible. José Julián cerró las ventanillas con esmero, colocó el bastón de seguridad en el timón, accionó la alarma y atravesó la calzada.
Después de la cola de afuera y de adentro de la tienda, de la verificación de los billetes empleados, de la confección de los documentos de propiedad a nombre de José Julián, puede decirse que este salió del establecimiento cuarenta o cuarenticinco minutos más tarde y cuando un inusual sol de marzo calcinaba afuera el asfalto, las cabezas de los transeúntes, los techos de los carros.
José Julián atravesó nuevamente la calzada, desactivó la alarma con un movimiento imperceptible del dedo pulgar, introdujo la llave en la cerradura de la puerta, entró al carro pero no terminó el ritual con el encendido del motor.
Un vaho rancio, olor a sangre y a aroma de pan fresco, lo detuvo en el tiempo. El mucho sol, inusual para un domingo de marzo, había calentado sin mesura el techo, el capó, los cristales, y adentro la mancha de sangre del hombre blanco, la bolsa de pan comprada a primera hora del día.
Aquella tarde José Julián regresó a casa y fue besado en los labios —tampoco supo por qué— por una mujer suya que no lo había hecho en las últimas dos semanas. Entonces, mientras preparaba un cubo de agua con detergente y un cepillo, allí, agachado en el vertedero del patio con la mano derecha ausente bajo la espuma, José Julián experimentó una rara sensación, una extraña e inusual sensación de felicidad.
Gerardo Fernández Fe nació en La Habana, en 1971. Ha publicado las novelas La falacia (Unión, La Habana, 1999) y El último día del estornino (Viento Sur Editorial, Madrid, 2011). Es autor del blog Gerardo Fernández Fe.