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Ensayo

La cumplida misión de Luis Cernuda

La lectura de Luis Cernuda sigue siendo un acto de asepsia literaria, un depurativo para los innombrables excesos que nos agreden bajo el disfraz de la poesía.

Nueva York

No me acuerdo con exactitud cuándo descubrí la poesía de Luis Cernuda, pero debió ser en algún momento de mi adolescencia y el deslumbramiento que entonces suscitó en mí se reitera cada vez que vuelvo a ella. Más tarde, en La Habana de los años setenta —represiva, gris, sórdida, que ya daba señales de ruina—, la lectura de La realidad y el deseo (ese título que abarca toda la obra de Cernuda, una obra sujeta al gobierno de una expresión estética, incluso breve; en las antípodas de los millares de poemas con que algunos pretenden documentar su inútil biografía) estuvo a la mano para afirmarme una vocación de escritor y, sobre todo, de persona.

Leer a Cernuda —de cuya muerte se cumple hoy medio siglo— es una apuesta por la poesía que no está dispuesta a hacer concesiones y se propone como una cosmovisión irrenunciable, como una manera de ver la realidad, que puede ser ensoñación o espejismo, sin renunciar por ello al entorno inmediato, en el que se afinca con una fruición que no podría ser más que terrestre.

Cernuda, como su escritura, fue apasionado y contenido a un tiempo, y en ello está su mayor mérito. Su palabra es a veces de una intensidad lacerante o devastadora, pero él siempre la toma de las riendas, como seguro dueño de su decir. Abominaba por instinto el estilo y los valores de la burguesía —y eso lo llevó a militar en el bando de la desaforada república española, donde también estaban sus colegas y donde menudeaban los criminales y los aventureros—, pero no tanto por solidaridad proletaria cuanto por ostensible vocación de aristócrata. Cernuda fue, antes que cualquier otra cosa, un señor, y su condición señorial —que le imponía la compra de costosas ropas inglesas aunque viviera casi de la caridad de sus amigos— es inseparable de su persona y de su obra.

José Rodríguez Feo contaba cuando lo fue a esperar, movido por una admiración literaria teñida de erotismo, a la estación de Princeton (en la época en que él era estudiante de esa universidad). Pero el poeta no llegó a su cita —al menos el poeta que había fabricado la imaginación del joven cubano. El único viajero que bajó del tren, además de algunos estudiantes, era un típico caballero inglés de impermeable, fedora y paraguas. El presunto inglés era Cernuda.

Ese prurito de elegancia puede advertirse en la impecable factura de sus poemas, donde la intensidad de la emoción esta subordinada, como siempre ha de pasar en el gran arte, a la destreza de un oficio que, en este caso, es genuina maestría. Nada está dicho en esa poesía sin pasión —en la antigua y original acepción de este término— pero nada de lo dicho se escapa al pulso dominador de quien lo dicta.

La lectura y relectura de Luis Cernuda —a quien la poesía inglesa le sirvió de antídoto contra el barroquismo que desde hacía tanto había envenenado el español— sigue siendo un acto de asepsia literaria, un depurativo para los innombrables excesos que a diario nos agreden, en nuestra lengua, bajo el disfraz de la poesía.

Cernuda murió súbitamente —hace cincuenta años— en el cálido hogar de exiliados que la poeta española Concha Méndez y su hija Paloma Altolaguirre compartían en Ciudad de México. A los 61 años, estaba aún en posesión de su plena capacidad creadora, razón por la cual muchos lamentan el quehacer que la muerte malogra o interrumpe. Sin embargo, juzgada a la distancia, la obra que él nos lega no parece inconclusa, sino más bien de una asombrosa terminación; como si todo lo que se propuso decir —esa insatisfecha reflexión de su alma frente al mundo— lo hubiera conseguido.

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