Consuela creer en la teoría de la reminiscencia, aunque el concomitante postulado de la inmortalidad del alma nos quede como ropa prestada y de talla XXXL. Aprender es recordar, según la teoría. Y por supuesto la ignorancia es olvido.
Para no perder el consuelo de inmediato, conviene olvidar que Platón refería lo reminiscente a las ideas universales, como los teoremas, recuperables siempre gracias al alma cuyos aparentes olvidos se deben a la reencarnación en el mundo material.
Lamentablemente para quienes desearíamos vivir proustianamente en el mundo de las ideas, buscando el tiempo perdido como ruina más habitable que los escombros del presente, vivimos en calendario de pared, de hojas que a diario caen en su otoño pero no reasumen su verdor, oficio exclusivo de los caducifolios.
No somos caducifolios: solo somos caducos. Precisamente por eso nos atrae la teoría de lo reminiscente; y nadie mejor que alguien como yo para comprobarlo. Nada teórico, más bien meteórico, capaz únicamente de lo fugaz, lo efímero, viajo en tercera y sin pasaje de vuelta en la historia que me ha tocado vivir. Es una larga historia de exilio, tan larga que ya la palabra se ha desprendido de su acepción política para aferrarse a una creciente cantidad de excepciones.
Soy un archivo de olvidos. Un puente sin orillas. Por rima compensatoria y consonante estreno presencia como de ave migratoria en territorios nunca enteramente propios, nunca enteramente ajenos. En verano llevo norte al sur y en invierno sur al norte, entrecruzados tiempo y espacio para definir por ausencia nieves en el trópico y piñas de Manuel de Zequeira y de Wallace Stevens en un bosque de Vermont.
Tengo un pie en Nueva York y otro en Caracas pero mis huellas y hasta la sombra que piso se quedaron en un patio de Guantánamo; y allá, como ese puente sin orillas que soy, atravieso el río en estricta perpendicularidad a la corriente. Ni la desvío ni me desvía. Voy rumbo a no sé dónde; eso sí, seguro de desembocadura en marea alta y de hallar un nuevo mundo donde me esperan flechas o ajiacos.
El exilio de quien ya se siente más guantanamero que cubano es asunto prismático y complaciente en lo pequeño. Arroyo de sierra, más que mar. O tanto como mar. Entro a una gota de agua y me la bebo. Digo que hay arco iris en cada gota de agua y cuento las curvas de siete colores en la luz. Divido y me divido para no alcanzar quelonios. De niño lloré en el cero la muerte de los números; y en las seis caras del dado que da tumbos siento la vitalidad de las cifras.
Mi raza es el azar: metátesis, metáfora, metamorfosis de cocuyo o mariposa a punto de abanico en vísperas de noche o día. Esquizoide, chamánico, contrabandista, frontera en carne viva que jamás cicatriza como línea mansa de ningún mapa, leo el "eye I eye'd" de Shakespeare en el "este occidental" de Góngora, saboreando el inglés como español y las coordenadas geográficas como especias de un viejísimo nuevo mundo que invento. Esquizoide verbal y no menos esquizoide en las retorcidas conjugaciones del espacio y el tiempo, estoy aquí y allá y en todas partes y ninguna; soy ahora antes y después y siempre nunca. O al revés.
Cuba para mí ha sido un grabado de Escher: nunca he salido de allá por la no tan sencilla razón de que me quedé afuera hace más de medio siglo. Tampoco he entrado de lleno en historia ajena porque estoy varado en la mía, que nunca acabo de perder. Viento en popa permanezco anclado en la Atlántida, como aquel salmón que ayer no más decía "vengo de todas partes y hacia todas partes voy" hasta que remontó al revés la corriente de las aguas. No fue apóstol de río que va a dar a la mar, que es morir: apostó al mar de mártir y Martí para dar su vida no en uno sino en Dos Ríos.
Soñar lo imposible y recordar lo que estuvo a punto de suceder es un ejercicio espiritual que le debe más a Platón que a Loyola. En el viento o bajo agua, águila o anguila, como si no hubiera tierra firme más allá del sueño y la memoria, construyo en espirales las ruinas invisibles del presente y las utopías pluscuamperfectas del futuro. Pero la profusión concoide se desata a cada rato, huracanada, como la cuerda enrollada para bailar el trompo en los canteros del pueblo; y entonces zumban los retornos al país natal, suave patria de la infancia, que últimamente han adquirido como una tercera dimensión: tanto en color como volumen, textura, aromas y centígrados, las enriquecidas sensaciones me han permitido recordar ciertos momentos con tal intensidad que los he revivido.
Eso me acoda en el cuadrado pino de mis soledades. La lectura como banquete: una metonimia nos concede la envidiable bilocación de los ángeles. Estamos en dos espacios y dos tiempos a la vez: el bosque y la mesa. De pie frente al tronco también erguido y sentados frente a los tablones sometidos al apetito horizontal; una sola cosa el árbol y la tala con su estruendo ya mudo; frescor la sombra del ramaje y heraldo del sabor la brisa que lo mece, se escucha la conversación de los comensales y, con embeleso, el trino de los pájaros entreverado al ocasional aldabonazo de los piñones que caen a nuestros pies; horizontes entrecruzados el este occidental, los tres puntos cardinales que son dos, la montaña precipitante que desde hace siglos se viene abajo, allá y acá, antes y después, aquí y ahora fijo de quien corre infinitamente despacio, como Aquiles. O como Joyce. O como yo.
Banquete de espacio y de tiempo, el de mis soledades. Sustentos de esos episodios que creemos nuestros y que llamamos vida. Por lo menos así nos conviene concebirlos para poder buscarnos en ellos, como en espejos que revelan hasta nuestra ausencia. Y sin embargo al imaginar su entrecruzamiento se desanudan los supuestos siameses, se tornan irreconciliables, y una y otra vez perdemos el puente entre la orilla que llamamos tiempo y esa otra que llamamos espacio.
Algo tremendo sucedió aquí, decimos en el sitio exacto donde una batalla decisiva reclamó páginas y mármol a la historia. Siglos, hasta milenios después, el paisaje aún nos estremece, como si todavía pariera la batalla y los ejércitos que en su furor se confunden; a tal punto que las sombras también combaten, pasándose de un cuerpo a otro hasta que todas son enemigos emboscados, necesarios para morir y matarse en la reciprocidad del odio, juntos, como siameses.
Nos han dicho que la historia se repite. ¿Acaso se repetirá aquí mismo, ahora mismo, aquella batalla? La pregunta que encorva sus signos es el paisaje que nos estremece. ¿Qué hacer? Quizá al cabo de los años los compatriotas, los correligionarios, los vencedores que honramos, han llegado a parecernos peores que el enemigo. ¿Y entonces? Si de veras aquel encontronazo nos sorprendiera otra vez aquí mismo, ahora mismo, ¿nos atreveríamos a ser el enemigo? ¿Seríamos, esta vez, nuestro enemigo? ¿Luego soy uno y siamés? ¿Soy dos? ¿Soy yo?
Mejor descartar dudas, vacilaciones, apostasías. Dejar que cicatrice el paisaje. Restañar el tiempo. Quitarle mármol a la historia. Dejarla sin asideros, sin solidez, como sombra proyectada por un cuerpo inexistente, insólita historia sin hechos, historia de desechos, basurero de matanzas y traiciones. O aún mejor ponerla bajo un grato acento, o entre paréntesis, como frutas en una naturaleza muerta.
Sentado dentro de su boca Lezama asiste al paisaje. Lo reduce y se reduce, pasando el horizonte de un sentido a otro, de lo vasto a lo íntimo, de las pupilas a las papilas. Con la contracción de los trescientos sesenta grados al sabor, la lengua se convierte en aguja de compás y centro de lo circunferente. Habla el paisaje; se abre y se cierra como un abanico; capta por los sentidos y es captado por el sentido, como ciertas expresiones imantadas para atraer y atrapar con espejos o telarañas, que ejercen un hechizo muy particular.
La contracción es un ejercicio metonímico y metafórico. Es sorprendente lo que se puede hacer con apenas una letra. El "A noir"de Rimbaud se pasa a las filas del tiempo como A/nuario. Si al atravesar prismas la luz abre su abanico de siete colores, el "A noir"melancólico se desprendede las coordenadas espaciales al descomponer el abismo de su negrura en trescientos sesenta y cinco días.
En Los miserables Hugo aprovecha el alfabeto para trazar sorprendentes cartas geográficas, reservando una vocal para las superficies épicas y consonantes para lo sumergido. La cloaca bajo La Bastilla es una suerte de F. La vasta cloaca de Plâtrière semeja un rompecabezas chino, al configurar un caos de Tes y Zetas bajo el Hôtel des Postes hasta terminar más adelante en una Y. Con la alusión a tres dientes para describir el torcido corredor de la Rue du Cadran, imagen tridentina precisada luego como una especie de tenedor, la crudeza de la vista domesticada por letras cede a otros sentidos, sumiendo al lector en lo abyecto, lo infernal.
T, Y, Z: para esbozar el mapa de lo escatológico Hugo apela a las letras finales del alfabeto; para lo épico, a la inicial: reduce el escenario de la batalla de Waterloo a la A mayúscula. Se trata de todo un capítulo de "Cosette", la segunda parte de la novela, titulado precisamente A.
Podemos revivir la batalla desplegando el A/nuario de Rimbaud como paisaje. Estamos parados en la vocal, que recorreremos de la mano de Hugo. Mapa literal donde los hechos pueden ser comprimidos tipográfica y topográficamente en un incesante punto de partida, como el bisonte de piedra de Niaux, muerto a flechazos antes de ser alcanzado por las flechas que lo buscan.
En una capilla cercana —recuerda el novelista pocas páginas antes de trazar su A— hubo una masacre durante la batalla. De la capilla solo quedaron ruinas. Pero seguía en pie una pared donde en contundentes grafitis se renovaba el combate. Hasta 1849, cuando fue recubierta por un baño de cal, las naciones enemigas se seguían batiendo con inscripciones, garabatos, insultos patrioteros, signos de exclamación que coronaban maldiciones y nombres. Hugo destaca tres. Primero: "Henquinez", y luego estos otros: "Conde de Rio Maïor. Marques y Marquesa de Almagro (Habana)". Un detalle sugiere que en la breve enumeración se está abriendo camino hacia la A: en el primer nombre no figura esa vocal, luego asoma in crescendo hasta aparecer por partida triple y exclusividad y además entre paréntesis en un topónimo.
La Habana en Waterloo. La triple a minúscula de La Habana en la A mayúscula de Waterloo. Todas A noir y A/nuario para mí, que siento mi paisaje en aquellas ruinas y mi historia en la humillación de Francia. El lenguaje, el alfabeto, una vocal como ubicación. El horizonte como ortografía. Es como para no salirse de la A ni de La Habana ni de la palabra palabra, tan cargada de aes como de ayes.
Hemos llegado a Cuba sin salirnos de la cartilla de Rimbaud ni de la novela de Hugo. Y para quedarnos aislados allá, anclados en una letra pero burlando la frontera esquizoide entre A noir y A épica, remito a mi improbable y paciente lector aun tour de force de Darío que es un détour de farce donde aprenderá a bailar en un solo ladrillo y con un solo pie.
Entre las curiosidades literarias del nicaragüense hay un puñado de páginas cuyo título obliga a arquear las cejas como acentos circunflejos, esas Λ Λ mayúsculas sin barra: Amar hasta fracasar (Trazada para la A). Se trata de un simpático capricho que, se nos asegura, "es un cuento corto, en el cual no se suprime una vocal, sino cuatro. No encontraréis otra vocal más que la a. Y os mantendrá con la boca abierta". Tal boca abierta, por supuesto, es la a aullada en compás de habanera como para un retrato de Munch.
Comienza así: "La Habana clamaba a Ana, la dama más agarbada, más afamada. —Amaba a Ana Blas, galán asaz cabal, tal amaba Chactas a Atala". Y, siempre en a menor y dos por cuatro, tras el sinfín de aes y ayes boquiabierto el lector y ella muda, termina: "Nada habla La Habana para sacar a plaza a Marta, tras las pasadas; mas la palma canta hartas hazañas para cardar la lana".
Octavio Armand nació en Guantánamo, en 1946. Poeta y ensayista, sus últimos libros de ensayo publicados son Superficies (Monte Ávila Editores, Caracas, 1980), Horizontes de juguete (Tsé-Tsé, Buenos Aires, 2008) y El ocho cubano (Efory Atocha, Madrid, 2012).