El hombre entró en la tiendecita de la gasolinera de 31 y 20 y apuntó a la muchacha con una pistola. Eran cerca de las nueve de la noche, hora en que la ciudadanía en pleno empleaba su vista ante la pantalla del televisor. Afuera, de espaldas a la pared de cristal del establecimiento, el empleado del overol gris seguía pendiente del curso disparado de la bomba de gasolina con la que abastecía a un Daewoo rosado con una música estridente.
Adentro el hombre apuntaba con la pistola y a la mujer se le desencajaba un rostro que hasta hacía unos minutos desprendía el aroma de unos aretes de oro, un perfume chillón y el vaho plástico de un tinte de cabello rubio cenizo, horriblemente horrible —aunque esto último ella lo ignorara.
—Es sencillo. Me das el dinero, no gritas, no lloras, no llamas a nadie. Luego me voy. Cuentas tres minutos y llamas a la policía —su tono era calmo, sosegado, incluso metódico, como el de un croupier de casino.
Esa misma noche, ya rozando la madrugada, el hombre volvió a sacar el arma en el quiosco de Carlos III y Ayestarán.
Era una vieja pistola que su padre había guardado con celo desde su época de combatiente clandestino en las calles de Santiago de Cuba. El viejo había muerto hacía unos años tras una larga condena —"una penosa enfermedad", decía como siempre la poco creativa nota del periódico—, un padecimiento que lo llevó a ausentarse de la realidad durante los últimos veinte años de su vida.
En fin, el viejo había olvidado quién era y quién había sido, quién lo sucedería en su estirpe de luchadores y, obviamente, qué ideales habían sustentado su hombradía. Veinte años en los que solo había pensado en comer, defecar, mirar con pereza al marco de la ventana y más allá al cielo. A estas alturas, del viejo solo quedaba aquella pistola y el primer apellido del hombre que ahora la empuñaba.
En el quiosco estuvo no más de tres minutos. Apresuró el paso y saltó la verja de la Escuela de Veterinaria, donde permaneció un par de horas hasta que los faroles del carro de la policía se alejaron llevándose consigo a un dependiente que tartamudeaba con las manos entre los muslos.
Al día siguiente al hombre se le vio entrar en la farmacia del hotel Habana Libre y salir quince minutos después con un paquete de culeros desechables, talla mayor, para ancianos que no pueden retener sus líquidos, tres rollos de algodón, una crema uruguaya para aliviar escaras, un sirope vitaminoso y, bajo el brazo, la caja de una cuña de cristal.
Llevaba una curiosa sonrisa en los labios —anotó el oficial de civil que seguía sus pasos desde que el reporte de los custodios del hotel coincidió con los dos retratos hablados de la madrugada anterior. Una rara sonrisa, una sensación de alivio y todo el pensamiento en la compra que acababa de hacer.
Sin embargo, y a pesar del puntilloso registro que se efectuó en su casa mientras la madre dormía, ningún indicio aseguraba que se tratara del asaltador del 30 de noviembre, como, ajenos los oficiales a la connotación histórica, le habían nombrado en el Departamento de Investigaciones.
La historia hubiera seguido su monótono curso de no haber saltado a la vista de alguien un dato hasta entonces anodino que confirmaba que el sujeto en investigación había sido expulsado de la fábrica de asbesto cemento de Artemisa, años atrás, después de unos criterios suyos, por lo demás negativos, sobre el partido único y otros temas colindantes.
Fue entonces que los responsables de la investigación acudieron a sus compañeros de la policía política y que las puertas de un carro de civil sonaron al unísono, esa misma tarde, como en las películas, al tiempo que adentro, con ternura, el hombre terminaba de aplicarle a su madre una dosis de crema uruguaya y abría, con alegre rutina, las aletas engomadas del segundo culero.
Gerardo Fernández Fe nació en La Habana, en 1971. Ha publicado las novelas La falacia (Unión, La Habana, 1999) y El último día del estornino (Viento Sur Editorial, Madrid, 2011). Es autor del blog Gerardo Fernández Fe.