En casa nos gusta Trader Joe's. Sin arruinarte demasiado —o justo lo imprescindible que tenemos asignado como clase media en tiempos de crisis— consigues comida saludable —o de apariencia saludable—, hay siempre algún sample apetitoso y empleados con look hippie o hipster según la edad saludan —nadie sabe si de buen grado— mientras te permiten extasiarte mirándoles los enormes huecos en las orejas. Eso es Trader Joe's. Y para mi hijo, además, desde pequeño es algo así como un parque de diversiones alternativo. Aunque cada vez me acompaña con menos entusiasmo, todavía sigue haciéndolo. ¡Qué remedio!, me imagino que se dice.
Y así una tarde de domingo con un average de 50 grados, en que todos los vecinos de mi pueblito en New England insistimos en sonreírnos los unos a los otros porque queremos creer que la primavera va a llegar; un domingo feliz, después de caminatas por los bosques en deshielo, de montar bicicleta en fanguizales, después de los pancakes con maple syrup y sonrientes, después, hemos al fin llegado a Trader Joe's. Rebosan los estantes. Casi caen al piso los panes y los peces. Los clientes andamos por los pasillos corteses porque no está nevando o porque deseamos imaginar que no nevará más. Es una cuestión lógica y por esa misma lógica el supermercado está hoy lleno de señoras altaneras, jóvenes empleados de banco, algún que otro estudiante de medicina, de yoggies y refunfuñantes viejitos que no se entiende por qué coño vienen a hacer las compras durante el fin de semana si disponen de todos los días de su mundo que se acaba para hacerlas, hay aburridas amas de casa, mamitas con babies (histéricas o ennirvanadas), hasta descubrí un soltero de apariencia atendible.
Así andan las cosas hoy por Trader Joe's y, como ya les cuento, también hay sol y mi hijo, luego de probar los samples del día y acaparar un paquete de croissants antes que se acaben, se presenta con un objeto redondo como pelota de football, pero que no lo es.
—¿Mom, por qué nunca cocinas cabbage?
Tras arrebatarle el esférico artefacto de las manos y arrojarlo al carrito sé que le dediqué una mirada demasiado habanera a mi pobre hijo porque desapareció con rapidez desconcertante por entre las frutas, rumbo a los ice creams, y ya no lo vi más hasta llegar a las cajas. Ahora traía un paquete de chips, veggie, por supuesto.
Pero afuera había un sol demasiado radiante, repito, para ser solo principios de marzo; y este era un domingo para al menos aparentar que se es feliz. Así que cuando las bolsas de la compra ya estaban dentro del maletero de mi Corolla azul, habiendo tragado en seco y respirando el aire de promesas veraniegas, una vez que le hube devuelto el saludo a una vecina insoportable, decidí volver en mí tras el atenazante recuerdo del hambre de los noventa y me dispuse a explicarle aquello a mi hijo, eso, lo innombrable, el Periodo Especial.
O explicar más o menos lo que se puede, porque es difícil y no quiere una recordar, en pleno domingo feliz, mientras el Corolla rueda fácil por el pavimento liso y se detiene sin sobresaltos ante semáforos puntuales: agromercados plagados de una sola verdura, la col, que se come en todas sus formas y sabores pero sin nada más que eso, col, hasta en las madrugadas, col y sin respirar, acaso chispaetrén, coles y mucha agua, coles y nada más, col y se me agota el aliento, col, col, col. Y mi hijo que se cansa y no comprende pero prefiere que pare de hablar, ha vuelto a preguntar:
—Entonces, ustedes comían hasta col con crackers, ¿no?
Me salva de la ira que el domingo es hermoso. Con calma y disciplinada, porque a fin de cuentas soy una tax payer en New England, puedo responderle —¿hasta con dulzura?— que no, porque los crackers eran un lujo en aquella época, hijo mío. Porque los huevos, la pasta de oca, el picadillo de soja, porque la pasta de bocaditos hecha con arroz, el hambre, la loma del comedor Machado y la bicicleta china...
Casi sigo con mi letanía de carencias pero comprendo que no vale la pena. El termómetro dentro del Toyota marca 55 grados. Hoy toca sonreír. Sobre todo cuando llego a casa y en mi cocina descubro que también he comprado pulled meat o carne rusa, y junto con aceite de oliva y algunas especies no demasiado exóticas consigo inventar un plato de col con carne que hace bajar a mi hijo corriendo por las escaleras y junto a mí y frente a la cazuela Kitchen Aid exclamar en perfecto spanglish, como jamás lo haría un Hombre Nuevo según el Che Guevara: "Uhmmm, eso huele familiar, mami".
En West Hartford, marzo de 2013