La exposición que permanece abierta en varios espacios del Museo Nacional de Bellas Artes desde el 17 de mayo pasado es algo más que un simple repaso a la obra de su protagonista. Pan con guayaba: una vida feliz, es más bien un arco de vida, y una cuidadosa revisión del acervo acumulado por Manuel Mendive, que ayuda a localizarlo nuevamente en nuestra memoria, en nuestra sensibilidad, y en los contextos precisos en los que este pintor ha desarrollado su creación, en diálogo además con otros creadores que lo anteceden, y lo acompañan. Y que ahora mismo, además, reubica su nombre también en conexión con artistas más jóvenes, cuyas obras en estos días dialogan, conscientemente o no, con lo aportado por Mendive durante tantas décadas de trabajo.
Ya he visitado dos veces la muestra, curada por Darys J. Vázquez Aguiar y Laura Arañó Arencibia, a fin de repasar antes de su cierre, previsto para fines de julio aunque al parecer seguirá abierta un poco más, todo lo que ella contiene. Lo que ha sido elegido para integrar esta mirada que las curadoras han establecido como un mapa a lo largo de todo el museo, y que no se concentra en lo que se ve en su patio interior ni en la sala temporal donde se concentra el mayor núcleo de piezas elegidas.
Mendive, nacido en 1944 y conocido desde su entrada a las artes plásticas cubanas a mediados y fines de los años 60, supo encontrar rápidamente el eje de su inspiración en la herencia africana, que ha permanecido como columna de todos sus empeños, multiplicándose en lienzos, pintura sobre madera, cerámica, escultura dura y blanda, trabajo sobre textiles y las performances con los cuales se asocia tanto su nombre, y que en 1987 marcaron un punto de giro en su trayectoria, a partir de la presentación de Para el ojo que mira, en el que desde los recursos del body art, combinó la música de Juan Marcos Blanco con los cuerpos de bailarines de Danza Contemporánea de Cuba.
A partir de ahí, se le ha relacionado una y otra vez con esa expresión, que ha sido repetida e imitada en tantas variaciones. Y en cierto sentido, eso ha hecho que para un determinado segmento del público ese constituya lo más conocido o representativo de este pintor, que ganó el Premio Nacional de Artes Plásticas en 2001. Pan con guayaba: una vida feliz es una respuesta feliz a esos lugares comunes, no solo a los que esos espectadores rememoran como quien habla desde una zona de confort, sino a muchas otras miradas, que pueden ahora recorrer el museo y encontrar unos y muchos Mendive, en las áreas elegidas para tal renovación de lo que su obra en verdad merece. En cierta medida, este es un trayecto que nos invita a repensar el Museo mismo, a través de las coordenadas y señales que aporta ahora, como un mapa de códigos e incitaciones proyectado a partir de una relectura que desde la obra de Mendive se nos ofrece de todo el acervo aquí conservado.
Mendive y África
Las relaciones de Manuel Mendive con el mundo de África, con sus muchos saberes, con sus muchas culturas, con la naturaleza y las fuerzas espirituales y físicas que desde allí alimentan a lo cubano, es lo que se impone en esta órbita. Están aquí desde los dibujos y bocetos de sus años de estudiante en la Academia de San Alejandro, donde se gradúa en 1963, hasta las primeras búsquedas en la historia de los afrodescendientes, a partir de motivos del arte de ese continente, y de la fabulación de varios de sus artistas, y sobre todo, a partir de texturas y elementos plásticos del arte popular.
Ese camino se va ahondando, y mediante piezas como la impresionante Oyá incluida en la muestra, sobre madera, el pintor va decantando un lenguaje que le hace hallar su propia noción de misterio y fábula, y es por eso que además se le puede entender, una vez concluida la visita a la exposición, como un gran narrador de historias, como una suerte de griot que conoce los mitos y las deidades, pero los emplea no para ilustrar esas leyendas, sino para hablarnos de sus obsesiones a través de todo ello.
Para dar al ambiente general de la exposición algo más de ese sentido, el visitante recorre los espacios siendo acompañado, en varios de ellos, por una banda sonora que remite al monte, a la selva, a la jungla, al campo: zonas donde la naturaleza habla más que el hombre, o comparte con él sus leyes de vida. Y acaso sea, repito, ese el sentido mayor de la exposición: un arco de vida a través del cual los contraluces, las alegrías, las pérdidas, y sobre todo las preguntas de Mendive, pueden leerse en una nueva línea, sinuosa como un río lleno de seres vivos, dentro del propio Museo Nacional de Bellas Artes.
Esa idea se explicita cuando se descubre que las dos curadoras han ubicado obras de Mendive junto a piezas de otros maestros. Acaso el ejemplo más eficaz de ese empeño, que nos hace hallar esculturas y objetos trabajados por Manuel Mendive a pocos pasos de obras de Carlos Enríquez, Amelia Peláez y otros maestros, ocurra en el salón dedicado a Wifredo Lam. El creador de La jungla, durante su visita a La Habana para el Salón de Mayo de 1968, conoció a Mendive y le regaló varios consejos que el joven artista, vecino de Luyanó como lo había sido Lam, aún agradece. Una silla colocada sobre un pequeño pedestal blanco, mira directamente a La silla, una de las pinturas más célebres de Wifredo Lam. El diálogo entre esas obras transcurre en silencio, sin necesidad de explicaciones redundantes. Las une una conversación que al mismo tiempo deja entender lo que las enlaza, las separa, y las vuelve a unir en esta otra disposición que sobrepasa tiempos, escuelas, generaciones, resurrecciones y muertes, y nos recuerda que las obras de arte existen en otra temporalidad, en otra complicidad, legible para ese ojo perspicaz que lee más allá de lo evidente.
En la conferencia que dictó como parte de las acciones que acompañan a esta retrospectiva, la doctora Lázara Menéndez puntualizó: "Hoy disfrutamos de una exposición en la que se establece un adecuado balance entre las obras y la narrativa curatorial, que actúa como una fuerza reveladora de la potencia del acto creador. Es perceptible la necesidad de la liberación del sentir expresado desde el título donde se alude a esas poéticas de lo cotidiano, como parte de las experiencias estéticas de la vida y las no menos significativas de la práctica artística. En la obra de este artista se unen esas disciplinas para la creación de un universo mágico y transmórfico, como lo ha denominado Giorgio Segato".
Hay muchos Mendives en este Mendive
En su repaso por la obra de Mendive, Menéndez describe el mundo propio de Mendive a través de los personajes que lo pueblan: "No es un universo disciplinable. Es la antidisciplina y opera bajo el registro de su propia tradición. Inclusiva, amorosa, sin tiempo ni espacio, la ingravidez y lo atemporal dominan su obra". Una vez traspasada la puerta de madera azul que permite el acceso a la sala central de este recorrido, el visitante queda dentro de ese mundo, y tiene ante sí la responsabilidad, el goce y el deber de unir todos esos rostros, cuerpos, memorias y misterios en una experiencia acompañante, que va de los colores del pavo real al blanco y negro, a las jícaras y a las maderas, a la máscara sin título que nos recuerda la huella expresionista también en ese ámbito que Mendive ha levantado, y que se continúan incluso en una obra de gran formato que aún está en proceso, y que se añade como una advertencia de que la vida del creador continúa, a las puertas de sus 80 años, que cumplirá en el próximo mes de diciembre.
Lo que se reúne en Pan con guayaba: una vida feliz es ese trayecto que aquí se intuye como una autobiografía de la que apenas vemos una parte, porque muchos de sus pasajes quedan sumergidos, dejándose adivinar en la amplitud de lo que se exhibe. También hay fotos, videos, documentos, catálogos, papeles, condecoraciones, que nos recuerdan al ser civil que es Manuel Mendive, que prefiere el retiro en su casa de Tapaste ante que la convivencia en una ciudad donde le falta la presencia de la naturaleza en la dimensión que él necesita. Lejos de los ruidos que le impiden meditar y ahondar en lo que le inspira, de ciertas procesiones y ecos de lo político, aunque esos ecos también hayan rozado su obra: pensemos en la línea historicista de una zona de su creación en los 70, ya rebasada, o en el célebre acontecimiento de la quema de una de sus obras a la salida de una subasta en Miami, en 1988.
La retrospectiva nos lo devuelve como un hombre que ha atravesado aguas y fuegos, en un viaje hacia sí mismo que también ha bebido de la poesía, del teatro y la danza (su relación con Roberto Blanco, aquí apenas aludida, fue crucial para montajes tan notables como Lumumba, De los días de la guerra o Cecilia Valdés), para multiplicar su trazo en tantas otras posibilidades de color, materia, sueño y deseo. Hay muchos Mendive en este Manuel Mendive que nos invita al placer sencillo del pan con guayaba: por cotidiana que parezca la referencia ahí está una sabiduría, un sabor específico, que también contiene recuerdos, anhelos y certezas.
Otras exposiciones en La Habana
Eso se amplifica más allá de los muros del Museo de Bellas Artes. En el Centro de Arte Contemporáneo Wifredo Lam, cercano al Museo, se exhibía coincidiendo con esta retrospectiva durante varias semanas la muestra colectiva Atravesar el Caribe a la sombra de una ceiba. Resultado de una colaboración entre los ministerios de cultura de Cuba y Colombia, tuvo la curaduría de Margarita Ariza Aguilar. Entre los artistas cubanos incluidos en esta propuesta, se destacaban Roberto Diago y Elio Rodríguez, con obras que remiten indudablemente a la proyección y actualidad de los discursos acerca de la herencia africana, dilatando lo que Lam y Mendive, junto a otros nombres, ya asentaron en la noción de lo cubano.
Una enorme pieza inflable de Elio Rodríguez (Forest on the Walls, 2009) dominaba el patio interior, como una flor, cuerpo, sexo o fruta que provenía de esos imaginarios de los maestros precedentes, junto a una escultura de la serie "Hombres libres" de Diago que además estaba acompañada por un esquema del artista para su instalación. Lástima que la pieza de Elio Rodríguez fuera retirada en pocos días de la exhibición, pues el consumo eléctrico que exigía para permanecer inflada superaba los de la institución que la acogía.
Y en el Centro de Prensa Internacional, también en estos días tan calurosos, la presencia de África en las artes plásticas cubanas contemporáneas se explicitaba mediante la muestra, también colectiva, abierta allí el pasado 24 de julio. Es la segunda edición de Mírame, madre, iniciativa que esta vez acoge obras de un amplio conjunto generacional (Rafael Zarza, José Ángel Vincench, Alexis Esquivel, Adonis Flores, Claudio Sotolongo, Daniela Águila, Amalia Abreu, Alejandro Baró, Douglas Pérez, Lino Vizcaíno, Omar Estrada, Reynaldo López y Pedro G. Ocejo) que tuvo la curaduría de Dannys Montes de Oca y Ercilia Argüelles.
En todos estos espacios expositivos, lo que debemos a África se diversifica en modos, técnicas y posibilidades que cada artista asimila y discute, propone y sugiere a manera de un tejido mayor, de contactos que no se limitan a la historia ni a sus exclusiones para cubrir, desde el arte, vacíos y silencios. Ahí está también la lección que nos lega Manuel Mendive, en comunión con esos mundos que podemos entender e interconectar como un color, como un misterio. Como un acto de vida que más allá de los muros de una galería, se resuelve día a día en la intensidad de un nuevo aprendizaje de sus más infinitos secretos.