Leer a Gerardo Fernández Fe (La Habana, 1971) es asistir al escarnio propio en la plaza chiquita del pueblo. No hay broquel contra su manía de nombrar y mostrar lo oscuro que nos habita. Intenta, todo el tiempo, revertir el supuesto orden de las cosas, se desvía de las pretensiones y nos libera, a través del lenguaje y de una ficción que no lo es tanto, de esas máscaras y mentiras que interponemos entre nosotros y el horizonte de lo real.
Hotel Singapur (Audere, Miami, 2021), su más reciente novela, es un bucle en el que asoman y danzan todo tipo de falencias. La ambición aquí se erige desde lo grotesco. Desde personajes cuyos arquetipos evolucionan a través del dolor y del descubrimiento del pasado. La familia, en el centro, como si se mirase a través de calidoscopio sin espejos, revela su perfil más descarnado.
La línea argumental, en apariencia lineal, se mueve entre escenarios diversos, entre el ayer y la incertidumbre del mañana, entre la imaginación que es quizá, por qué no, la porción más sincera de nosotros mismos. Genaro, el protagonista, narra adueñándose de planos y puntos de vista que parecieran no pertenecerle. Así, juega y hace lo que desea con el lector. Lo confunde. Lo aturde. Lo desespera.
Uno de los aciertos de lo narrado en Hotel Singapur es la destreza con la que un narrador-protagonista, en primera persona, cambia de punto de vista y, sin poder convertirse nunca en otro omnisciente, logra narrar en tercera. Así, como una bola de nieve, asistimos a una complejización de la historia donde varios personajes, de repente, saben más de lo que se supone del pasado de los otros.
Primero, creo que vale la pena resumir la trama de la novela en un par de líneas, para que el lector no se quede en ascuas: un hombre llega a una oficina a la que es asignado por un trabajo de un mes y al acto se pone a indagar sobre las vidas de sus compañeros e incluso sobre su pasado y el de sus padres. Vive en La Habana de estos últimos 20 años, pero eso en realidad es lo menos importante. El hombre tiene un vicio: averiguar sobre la vida de los demás. ¿Para qué? No lo sabemos: no es un escritor ni un informante de la Seguridad del Estado. ¿Lo hará por puro placer? A partir de ahí todo se enreda.
¿Es posible que dominemos al detalle la vida de los demás? Quizás no. O seguramente, no. Pero, ¿entonces es imposible? Todo es lícito dentro de nuestra imaginación. Lo imaginario también forma parte de la realidad, como los sueños, las ambiciones, las fobias…
El concepto de novela realista ha generado mucha literatura acomodaticia, poco imaginativa, sometida por otro concepto que es hasta castrante: el de la verosimilitud. "Esto no es así en la realidad, esto no me lo creo, esto es imposible", es la reacción más habitual del lector torpe y vago. Bueno, ¿y para qué habría que creerse lo que cuenta una novela? ¿Para tirarlo contra qué tipo de realidad-rasero? ¿Acaso no basta con disfrutar de un engranaje de tramas o con determinado uso del lenguaje?
Durante los últimos 30 años la narrativa cubana sustituyó a la prensa, que no existía ni existe —aunque, en efecto, ahí siga estando—, porque es chata, cobarde y maniquea por todos sus costados. Entonces no se había producido esta necesaria aparición del periodismo narrativo, tan bien llevado por El Estornudo y otros medios independientes. Así que muchos de los escritores se dedicaron a reflejar las agonías de todos los días, los apagones, la prostitución, el trapicheo, la batalla por una porción de picadillo de soya. Esto, en muchos de los casos, sin ningún encanto, arrastrados por un impulso que mezclaba cierto júbilo por el acto mismo de la transgresión y mucho de denuncia. El realismo socialista propugnado desde el poder fue sustituido tiempo después por un realismo simplón desde el no-poder.
Pero resulta que la verosimilitud y el realismo son una mala obsesión, una pésima regla para medir lo contado. Por eso me parece muy bien que algo que incluso está fuera de los códigos de la ciencia ficción y de los relatos distópicos los haga tambalearse, que se le escamotee su supuesta solidez, que se descalce su base para que se bamboleen como los edificios altos en tiempos de ciclones.
El movimiento entre la realidad, la no realidad, lo concreto y lo irreal no es nuevo en tu narrativa: hace su leve aparición en tu primera novela, La falacia (1996), pero sobre todo se hace notar en la segunda, El último día del estornino (2011). ¿Cómo ves a Hotel Singapur dentro de esta dinámica?
Hay un par de amigos que tienen un enlace afectivo con La falacia, que es una novela que escribí a los 24 años, en pleno Periodo Especial, ese eufemismo tan espurio. No deja de ser un elogio, pero, tras años de silencios y de tanteos, llegué a la conclusión de que me interesa producir textos mucho más elaborados, incluso más retorcidos.
Aquella es una novela de estructura lineal y de tono catártico, egotista. En La Habana de entonces fue visto por algunos como un texto "demasiado francés". Creo que tenía de Camus y de Bataille y de toda la murga teórica que uno se leía por aquellos años en ediciones extranjeras que iban entrando a cuentagotas. Para mí es historia antigua.
Luego estuve 14 años sin lanzarme al agua, me alejé de grupos y cenáculos, tuve dos hijos, viajé, mientras escribía reseñas, ensayos, entre ellos el libro Cuerpo a diario, y algunos cuentos. Fue una etapa de reflexión sobre el tipo de novela que quería escribir. Cuando acometí la escritura de El último día del estornino estaba consciente de dos o tres puntos que siguen siendo esenciales. Uno, aislarme lo más posible de la realidad cubana más palpable, asumir esa otra naturaleza incluso como gesto político, como en los años 70 los pepillos se "tiraban" sus pantalones de batahola y sus camisas Manhattan, aunque esto implicara desdibujarme de la imagen que sobre la literatura cubana actual tienen los grandes editores, los agentes y los académicos. Lo otro, insertar lo nebuloso y lo irreal en mi trabajo, pero procurando no caer en el terreno de lo distópico o de la ciencia ficción, que no me interesa para nada.
Hotel Singapur es un estadio superior en esta cuerda, al menos lo siento así. Pero no sé explicarlo sobre un pizarrón. Unas de las razones por las que rehúso participar en cualquier tipo de taller o charla que aborde las llamadas técnicas narrativas, además de mi rechazo a ser protagonista de lo público, es que no tengo la más mínima idea de cómo se escribe una novela, e incluso de cómo he escrito las mías. Sé que las dos últimas se mueven en alternancias de planos, que juegan con los tiempos, que intercalan lo que supuestamente es "la realidad" concreta y la suposición, el pasado, digamos, "objetivo" y lo que suponemos que pudo haber sido.
Me interesa que el lector se pregunte si tal cosa ocurrió o no, obligarlo a entrar en una zona de duda, que no lo tenga todo servido sobre la mesa. Dentro de ese libro hay algo que se cuenta, pero también historias que los mismos personajes se imaginan o se inventan. Lo demás se lo dejo a los cuatro o cinco lectores que se lanzan de cabeza y a los dos o tres críticos que se asoman. Lo mío es escribir y seguir de largo.
Hay un brevísimo poema de Enrique Lihn, titulado "Casi cruzo la barrera", en el que se cuestiona qué pasaría si traspasa la línea del espejo hacia "lo que no se puede ver". Ahí mismo se pregunta qué sería del mundo si la realidad copiara del espejo, y no a la inversa. Es un viejo tópico de la literatura, lo sabemos. Me place sobremanera saltar de un sitio al otro, que no haya certezas, que en mis novelas no quede completamente claro hacia dónde se está torciendo la anécdota, si esta proviene de la "realidad real" o del imaginario de uno de sus personajes, o de lo que le contaron. De las tres novelas, esta intención es más latente en las dos últimas, que son textos más rumiados, para nada catárticos. Tal vez por ahí sigan viniendo los próximos tiros.
Hay semejanzas entre los narradores de las tres novelas en tono, lenguaje, actitud; son tipos parcos, escuetos, secos, serios y a la vez fuertes y contundentes, al extremo de que al lector le pueda costar empatizar, pues hay cierta distancia prefigurada por el propio narrador. ¿Se debe al deseo de crear una coherencia narrativa desde la cual sea posible identificar a "la novela" de Gerardo Fernández Fe?
Hace mucho tiempo que la novela no se ocupa exclusivamente de héroes y grandes personajes. Me interesa la gente ordinaria, incluso la más retorcida. Si luego el lector no empatiza con este tipo de personajes, ese es su problema. No escribo pensando en el lector, o al menos no en ese que consume libros potables. Me gustan Bouvard y Pécuchet, que son delirantes y palabreros, pero también el Ignatius Reilly de La conjura de los necios, los burócratas mutilados, de Ungar, y cualquier personajillo agrio de Onetti, Flannery O'Connor o Mario Levrero. Y no tengo por qué ponerle coto a esta propensión a la hora de escribir. Pero tampoco sé cómo adjudicarles a mis personajes, anodinos y complicados a la vez, una coherencia, de manera a que sean identificables. Habrá que esperar unos cuantos años para que se sepa si algo quedó. Lo mejor que un escritor debería hacer es apaciguar sus humos y sus deseos de trascendencia, cosa bastante ardua, por cierto.
Observo en Hotel Singapur un pulso más sosegado, hay menos de mandato y aparece un narrador mucho más calmado, apartado.
Mira, es algo de lo que no tengo conciencia, pero tampoco me atrevo a negarlo. Es importante que sepas algo: cuando se publicó El último día del estornino, hubo personas, un crítico, un agente literario, que señalaron el carácter fragmentario de la novela, como de apuntes para un proyecto mayor, y lo hicieron con un deje de lamento. Desde entonces, espoleado por las notas al oído de un par de buenos amigos y sobre todo por mi convencimiento de que no me interesa "hacer vanguardia", sea lo que sea esta barbaridad que se me acaba de ocurrir, ni experimentar con cositas raras pour épater le bourgeois, me planteé escribir una novela, digamos, redonda, con sus ingredientes tradicionales, aunque con el nivel de complejidad que considero en este momento de mi vida que merece y merezco. Podía haberle dedicado un capítulo por separado a cada una de las historias con las que trabajé, y sin embargo opté por trenzarlas, jugando siempre, como también hice en El último día del estornino, sobre diferentes planos de lo real, buscando cascar, como te dije antes, eso tan socorrido por la crítica ordinaria como es la verosimilitud, y cuya ausencia o intermitencia tanto descoloca a los lectores menos adiestrados.
En cuanto al tono, Hotel Singapur no tiene el voltaje de La falacia ni el jadeo obligado por la fragmentariedad de El último día del estornino. Y como ya me voy haciendo mayor, pues ella se mueve al mismo ritmo de mi capacidad de observación, sin bullangas, tomando notas en silencio, mirando y dejando el "falso testimonio", como diría Vicentico Valdés.
Amén de contar historias no lineales, noto en tus dos últimas novelas que hay un marcado interés en diferentes ambiciones narrativas, innovadoras de una manera de contar. No hay centro, pero todo tiene su lógica…
El proceso de escritura de El último día del estornino se vio pespunteado por algo estremecedor para cualquiera que vive en un feudo como el nuestro: una mudanza bastante peculiar, eso que durante años se llamó "salida definitiva del país". Aquello me costó, sin dudas, pero había que hacerlo; no me interesaba para nada que mis hijos siguieran creciendo en aquel ambiente. Soy un emigrado atípico, fíjate, no estaba obsesionado con la huida, como otros de ayer y de hoy. Y es por eso que no me considero un exiliado, y porque respeto demasiado las historias de dolor de Gastón Baquero y Lydia Cabrera, Celia Cruz y Lorenzo García Vega, por todo lo que representó para ellos y para otros miles en el plano familiar y afectivo. En fin. Recuerdo que por aquella época se deshacía en mí la idea de Cuba como centro. Sobre esto reflexiono en la novela a través del personaje de Mariana, la joven cubana que se sube a un camión de carga a la entrada del Peloponeso griego. Y este desmembramiento también se refleja desde el punto de vista estructural.
Creo que ese elemento en particular desaparece en Hotel Singapur; solo que aquí se hace difícil asir ese centro (y no quiero hacer spoiler): dos espacios pudieran serlo, la casa de Genaro y la oficina a la que es asignado, pero en el primero él se ha quedado solo tras la desintegración de la familia, y el otro se convierte en el disparador de seis historias que ocurren casi todas en el pasado y en diferentes puntos del planeta. Ya ves que me gusta lo difícil.
Quizás esto sea consecuencia de que ambas novelas salen de cuentos, de estructuras cerradas que no me satisfacían y a las que les vi potencial para explayarme. No me conformé y me dispuse a embrollar una madeja que al lector le tocará desenredar, o al menos disfrutar como tal. De eso se trata, no tanto de admirar lo que se cuenta en un tapiz, ¡que también!, sino la manera en que los hilos se anudan y se funden. Y porque si una necesidad tengo es esa: contar, narrar, a veces hasta el lindero de lo delirante.
Creo que fue Pessoa quien dijo que la literatura existe porque con la vida no alcanza. Yo vivo inventándome historias en mi cabeza, teorías, suposiciones sobre la vida de los otros. Soy muy curioso, incluso chismoso, puedo llegar a hacer preguntas a riesgo de ser indiscreto. Me fascina descubrir el teatro que cada cual se ha montado consigo y con sus seres más cercanos. Me río mucho con las poses, con las ficciones de la gente, y para esto las redes sociales son muy útiles: aquel, que se las da de seductor o ¡de gran lector!; la otra, que, digamos, es un abanico de buen gusto y sensibilidad; o aquellos dos, que simulan todo el tiempo ser una pareja armónica, y quién sabe cuántos sinsabores van segregando a escondidas. A veces tomo notas, por si las moscas, por si vale algún día para enriquecer el diseño de un personaje. Al final Hotel Singapur es un gran chisme, la historia de un hombre al que le interesan no solo las vidas de los demás, sino el pasado de sus padres, y que juega a imaginar sus posibles entrecruzamientos. Ya lo decía el propio Enrique Lihn: "No hemos nacido sino para la sedicente murmuración".
¿Por qué las falencias de la familia son colocadas en el centro de tu literatura?
Una de las cosas que siempre me llamaron la atención desde niño —y fíjate que vengo de una familia unida, centrada, bastante tranquila, donde apenas se han producido divorcios, muertes dramáticas y mucho menos otros grandes conflictos— fue notar cómo en un edificio de 24 apartamentos, como era el mío, tras cada ventana había una luz, buena o mala, y una tensión, que suelen quedar atrapadas entre esas cuatro paredes. Por tanto, siempre habría cosas por contar.
Se dice que las revoluciones anticlericales, convertidas luego en Estados totalitarios, necesitan de la entrega absoluta del individuo a las tareas de la construcción de la nueva sociedad. Se dice, por ejemplo, que con la supresión de las fiestas navideñas en Cuba y el apogeo de las movilizaciones en el campo y la creación de las becas, también lejos de las capitales, se estaba aniquilando a la familia como botón de la sociedad para, a partir de ahí, moldear a ese espantajo conocido como "el hombre nuevo". Sin embargo, no debemos olvidar que, habiendo extirpado los "rezagos del pasado neocolonial", como lo clasificaron en su neolengua, también se confiaba mucho en la creación de una familia integrada, cumplidora, obediente, controlada por los CDR y las FMC locales, como vector de transmisión de determinados valores. En dos palabras: se estaba boicoteando y fisurando el entramado de un tipo universal, burgués, de familia, para imponer un modelo de familia centrada, ilusionada y no menos servil. No por gusto se le llamó "el núcleo".
Pues como hijo de los años 70 y como brote de ese "núcleo" modélico cubano que soy —familia de telenovela socialista, por supuesto—, lo que más me atrajo fue descubrir sus falencias, sus zonas de sombra: tomar nota mental, por ejemplo, de las traiciones de mi padre a mi madre o imaginar ese extraño mecanismo que llevó a mi abuelo materno, con más de 60 años en 1959, a adorar a Fidel Castro, a pesar de que la Revolución le nacionalizó su negocio de plomería para convertirlo en una empresa municipal, y a él en un simple asalariado de un Estado inoperante que poco después dejó de garantizarle a la población los servicios que antes prestaba con eficacia.
En La falacia hay una alusión en la que el padre del narrador tacha de su agenda los nombres de sus amigos que se marcharon por el Mariel, y al lado le coloca la palabra "traidor".
Ese pudiera ser uno de los picos más notables de mi acercamiento al tema de la traición en estas tres novelas. La Revolución cubana, tan machista (a pesar de la supuesta emancipación de la mujer y de la garantía del aborto), no tiene reparos en ensalzar a nivel de pasillo y de sobremesa los amoríos extramatrimoniales de los notables, llámense Fidel Castro, Efigenio Ameijeiras o José Abrantes, casos emblemáticos, creo yo, al tiempo que, en cierto momento, conminaba a los militantes del PCC o a los combatientes en Angola a abandonar a sus mujeres porque se había revelado que estas habían tenido relaciones con otro hombre.
La historia ha demostrado que no hay nadie más pacato que un supuesto revolucionario; mira a Evo Morales o a Hugo Chávez. Y la Revolución cubana hacía rato que había demostrado su carácter moralista, mucho antes incluso de que Allen Ginsberg se fijara con ahínco en la portañuela de Ernesto Guevara y fuera expulsado del país.
En paralelo, había otro tipo de traición, la más grande, que no merecía ni merece la más mínima conmiseración: la llamada "traición a la Patria", un acto deleznable que va desde abandonar el proyecto mesiánico y grandilocuente proyectado desde el primer día, hasta desear sin ningún sesgo político mudarse, cambiar de país, porque la vida es una sola y todos nos merecemos trabajar en función de una idea personal del progreso. De ahí la traición y los nombres tachados en una agenda negra de 1980. Esa tachadura no menos violenta, que ocurrió en realidad, resume los actos de repudio de ese mismo año, de los que fui partícipe siendo un niño, pero también los de hace muy poco, con tinta azul en las paredes, vulgaridad a granel y bocinas escandalosas alrededor de las cuales se contonean unos escolares. También sintetiza para mí las expulsiones de la universidad de 1971 y de 2017, y los destierros de 1965 y de hace apenas unas semanas, con el caso de la periodista Karla María Pérez.
Todo esto, no olvidarlo, se ha cocinado en los núcleos del Partido y justificado a través de la prensa, si bien su destinatario final sigue siendo la familia y el ser cubano visto como el fiel/infiel, no como un ciudadano con voz y voto. Y aquí estamos hablando del pasado y de sus ocultamientos, cerrando el bucle que va de La falacia a Hotel Singapur, más de 25 años de, digamos, observación de ornitólogo.
Ahora, me he referido a mi experiencia en determinado país y en apenas unas décadas. Pero, más allá de nuestro caso de neurosis personal y nacional, insisto en que donde mejor se descubren los vicios, las fisuras y los sueños del ser humano es en la interacción con su familia y en lo que arrastra de ella como herencia. Creo que la familia es medular incluso para quienes no creen en ella. Siempre recuerdo a Saer en El entenado, cuando se refería a la familia como "una apariencia de compañía". Porque al final, Melissa, estamos muy solos: conclusión que recorre la médula espinal de Genaro, el narrador de Hotel Singapur.
Por lo demás, hay una larga tradición de literatura, de cine, sobre las zonas escabrosas, sobre las miserias naturalizadas a nivel social en la familia como institución. Desde Hawthorne hasta Cheever, pasando por Lampedusa, Fanny & Alexander o Los Soprano. En esa zona creo que siempre habrá cosas por revelar, aunque por momentos haya lectores que se sientan incómodos en sus butacas.
Hotel Singapur es la única de tus tres novelas que está dedicada a tu padre.
Mi papá murió a finales del año pasado, 15 días antes de que apareciera el libro, pero la dedicatoria ya estaba ahí, incluso antes de que enfermara. Y esto tiene varias explicaciones. Hace más de diez años, cuando publiqué El último día del estornino, puse en manos de mis padres el primer ejemplar, obviamente con una dedicatoria, pero él nunca la leyó. No hay ningún indicio de que lo haya hecho. Yo nunca le pregunté y él jamás se me acercó para dejarme saber un elogio o una crítica. Simplemente optó por dejar correr el asunto, por hacerse el sueco. Ni siquiera hay que profundizar mucho para darse cuenta de que su temperamento y su formación política totalitaria le impedían incluso asomarse a un libro que no es especialmente "cubano", pero que sí aborda situaciones como la invasión soviética a Praga, la fragmentación yugoeslava, los movimientos urbanos en América Latina, aunque también se extiende en la desazón y la falta de fe de los padres de Mariana, en La Habana de los últimos años.
Una de las frases predilectas de mi papá era: "Uno ve lo que quiere ver". Lo que pasa es que en cierto momento ese dictum, que también inserté en aquella novela, se le viró en su contra. Entonces prefería no estar al tanto de lo que ocurría a diario en Cuba, no tuvo ningún gesto de desencanto ante el descalabro económico, político y sobre todo moral de esa sociedad, y jamás profirió la más mínima crítica, al menos delante de mí. Simplemente optó por no ver, por defender a ciegas lo que apenas es una idea de país, una idea muy suya y de unos cuantos más, tremendamente alejada de la realidad..., un proyecto encomiable dentro de una nación incorruptible colocada por ellos en un espacio puramente imaginario.
Luego, como él mismo había creado una estructura piramidal de poder a su alrededor, los que pivoteábamos en el escalón inmediato nos absteníamos de dejar caer cualquier tipo de crítica, incluso la más ingenua. Durante años lo hice, pero me cansé. Para mis hijos y mi sobrino esto resultaba incomprensible: delante del abuelo no se hablaba de ciertas cosas, sobre todo para no incomodarlo, para no hacerle daño. Mi padre era un Fidel Castro a escala familiar. Si alguien nunca tuvo pensamiento crítico en mi familia, ese fue él, con quien estoy tremendamente ligado, como imaginarás, en muchos otros aspectos.
Imagínate entonces lo que significa que tu padre no siga tu trabajo. Es muy jodido. Mis amigos de formación, aquellos con los que armé mi propia ciudad letrada a finales de los 80 —Ernesto Santana, Almelio Calderón, Ismael González, Juan Carlos Flores, Pedro Marqués, entre otros— venían de familias ordinarias, de entornos bastante humildes y hasta iletrados, muchos de sus seres queridos jamás tuvieron un libro entre sus manos. Pero yo vengo de una familia de clase media que se integró de lleno en aquel proceso. Crecí rodeado de libros, la mayoría de las ediciones Huracán y Cocuyo, y muchos, muchísimos de literatura soviética, de esos que tenían una cubierta cromada de blanco brillante. En casa se leía, se dialogaba sobre cultura. Sigue siendo una familia culta. Mi padre fue guionista de radio y televisión, escribió teatro del realismo socialista, luego se dedicó a la pedagogía de la dramaturgia, fue querido y admirado por sus alumnos. Y a él le debo mi interés por los libros y por la escritura. ¡Qué más te voy a contar!
Sin embargo, exclusivamente por razones políticas, le dio la espalda a mi trabajo. La mía es una de las tantas microhistorias de dolor que va dejando el castrismo a su paso. Es doloroso, ¿verdad?, pero el amor prevaleció, tomó otros senderos, asumió sus silencios, como ocurre con algunos personajes de Hotel Singapur, ¿no?, y así fue hasta el día en que él dejó de respirar. Todavía lo lloro en silencio y recuerdo la más potente de sus enseñanzas: "Trabaja por la perfección". A esa la tengo presente cada día. Y con esa divisa escribí esta novela que quise dedicarle.
Gerardo Fernández Fe, Hotel Singapur (Audere Libros, Miami, 2020).