La proyección esperada del filme Los buenos demonios del realizador cubano Gerardo Chijona merecía realmente la rotura del proyector en el Chaplin. El traslado de su exhibición para la sala Acapulco, bien distante de la populosa avenida 23, contrarió sobremanera no solo al público, sino también al propio director. Al final, su exhibición en el Yara requirió de una tercera proyección en el horario nocturno, debido a la gran afluencia de público.
El filme, con guion del desaparecido director Daniel Díaz Torres, pretendió ser "desdramatizado", lo más alejado de la tradición estética de la comedia costumbrista cubana. Sin embargo, resulta ser una película que muy poco tiene que aportar a la renovación conceptual y estilística que el cine cubano hace ratos necesita.
Los buenos demonios narra la historia de Tito (Carlos Enrique Almirante), un taxista cuentapropista que se dedica a asesinar turistas recién llegados a Cuba, para robarle dinero.
La trama desliza el conflicto ético y moral del individuo en una sociedad donde el imperativo del vale todo impone la ley del más fuerte y de la supervivencia a cualquier precio. Ante los ojos de la sociedad, Tito es un muchacho honesto, al decir de los propios personajes es un tipo "con cara de niño que no rompe un plato", aunque es capaz de cometer crímenes para llevar dinero a la mesa de una madre sobreprotectora (Isabel Santos).
Hasta ahí la historia y todo bien, pero el filme pierde fuerza en tanto se desvirtúa en subtramas que muy poco tienen que aportar, como la relación de Tito con la vecina (Yailene Sierra), las escenas en la paladar del personaje interpretado por Vladimir Cruz, las incursiones de la policía mientras Tito traslada en su carro mercancías para el restaurante, por solo mencionar las principales, donde unos chistes facilistas parecen convertir a la película en un tratado de la decadencia del socialismo cubano, tema que el público habanero celebró con no escasas carcajadas.
Estas subtramas sirven apenas de pretexto para un repertorio coral de personajes, interpretados por los actores con la "visibilidad de turno", esa de ahora mismo que ya provoca vértigo tanto en la televisión como en el cine: Enrique Molina, Maickel Amelia, Aramís Delgado, Patricio Wood... Esos y otros más que nada tenían que hacer en el filme, reducen el argumento a una sucesión de situaciones que ralentizan y empobrecen la historia.
Si a esto sumamos un discreto diseño visual —aun cuando se contaba con el saber hacer fotográfico de Raúl Pérez Ureta—, con planos muy estáticos, a veces remedando la estética televisiva, puede decirse entonces que el acabado del filme deja mucho que desear.
Las actuaciones de Carlos Enrique Almirante, Isabel Santos y Enrique Molina consiguen dar un relativo frescor que salva la historia del trance de la salida en masa de la sala.
Como ya es tradición, el público habanero hace las colas más largas por nuevas películas cubanas. No obstante, los realizadores del ICAIC parecen no salirse del letargo que la estética populista y ramplona de los 80 impuso entre ellos. Menos mal que la hora del nuevo-nuevo cine cubano, ese que están haciendo jóvenes realizadores sin acceso al presupuesto del instituto oficial de cine, viene llegando.