Carlos Varela ha sido comparado a Bob Dylan y a Pete Seeger, y el documental del director Ron Chapman en celebración de los 30 años de carrera del cantautor cubano confirma que no se trata de una hipérbole.
El poeta de La Habana es un documento, que si bien no llega a ser buen cine, funciona como dispositivo histórico. Sus 90 y tantos minutos de entrevistas y canciones consiguen plasmar el más inefable de los fenómenos: el alma del artista bajo una dictadura de izquierdas.
Quizás la intención de Chapman no fuera mostrar esa alma al desnudo, aunque tal es el resultado de su noble esfuerzo. La música de Carlos Varela es consustancial a una cierta época: el periodo que va del Mariel al Maleconazo. Lo que significa que la era sigue pariendo corazones que palpitan al ritmo de las crisis políticas, y que las voces de los juglares siguen entonando aquellas ideas que no encuentran otra salida.
Ser cantautor en tiempos difíciles entraña un compromiso, por lo que algunos han calificado esta música de "canción comprometida", una definición problemática y bastante inexacta, ya que, después de todo, la música trovadoresca está hecha de la misma substancia con que los héroes hacen historia. Debería clasificarse, más bien, de música heroica, pues el trovador moderno está emparentado con el rapsoda, y tampoco él tiene otra alternativa que cantar la cólera de su tiempo.
Carlos Varela pertenece al momento en que la llamada generación de los 80 hace su entrada a escena. Los héroes habían asaltado el gran teatro del mundo y ahora eran dueños del espectáculo —o de "los caballitos", como se dice en cubano. Había algo circense en la manera en que los revolucionarios ocuparon el teatro de los hechos.
Carlos Varela, con su barbija negra, sus ojos azorados, su sombrerito de hongo y sus bracitos peludos, es la versión miniaturizada, caricaturizada de un revolucionario, es decir, de un héroe. Lleva al hombro su guitarrita, como antes se llevaba el fusil, y con él suben a escena, con la fuerza de lo arquetípico, el bufón y el antihéroe.
Como todo bufón, Carlos Varela es también un filósofo que viene a alterar el orden, a invertir los términos del silogismo político. Por eso, en la más célebre de sus canciones, el hijo le reclama al padre que tome su lugar, y que le ceda el suyo. Uno y otro son espacios peligrosos, por usurpados, pero ha llegado el terrible momento del relevo de paradigmas.
El juego vareliano de sillas musicales no era inocente, el intercambio podía costarle la vida a cualquiera de los dos implicados, o a ambos inclusive. El hombrecillo del sombrero de hongo y los bracitos peludos quiere apuntarle a la cabeza al dueño de la ballesta, el señor de los caballitos. Nunca antes la poesía cubana había dicho tanto; ciertamente, nunca antes se había arriesgado a pedir la cabeza del héroe.
A finales de los 80, el Robin Hood de la Sierra Maestra era un ridículo Guillermo Tell que llevaba en la coronilla una manzana envenenada. Y había un millón de ballestas apuntándole. No se trataba ya de atentados de la CIA, ni de habanos explosivos, sino de un sacrificio ritual, de un parricidio.
Y no solo era a Fidel a quien se le reclamaba un espacio vital en disputa, era también a Silvio Rodríguez y a Pablito Milanés. La música de Carlos Varela arranca de la trova y termina siendo la crítica más radical de ésta: Silvio y Pablito, vistos desde la perspectiva de Varela, vienen a ser la vieja trova.
La obra de los viejos cantautores respondió a otra crisis, y tuvo que inventar su propio idioma para expresarla, aunque hoy se escamoteen sus turbios orígenes y se la escuche como música romántica. La triste historia de Silvio y Pablito le hizo ver a Varela que la batalla estaba perdida de antemano, de ahí el aire melancólico, el dejo resignado de su música.
Enfrentado al poder absoluto, el poeta rebelde terminará transándose. Esas transacciones políticas ocurren con asombrosa frecuencia en los 80 y los 90, y merecerían ser estudiadas en detalle. No es coincidencia que, en otro punto de La Habana, casi simultáneamente, Víctor Varela, el hermano de Carlos, tomara por asalto el espacio íntimo de la representación, el teatro de los hechos.
La acción se traslada desde el proscenio a la sala de estar. Se retiran los muebles, los biombos, se prescinde del vestuario y se echa abajo la cuarta pared —que fue, políticamente hablando, nuestro muro de Berlín. Los comandantes esperaban un ataque frontal, una ofensiva contra la plaza sitiada, pero los jóvenes de los 80 entraron por la puerta de la cocina.
Esta es la época en que un grupo de poetas e intelectuales conciben Paideia, un proyecto de renovación cultural con reclamos de transparencia, y también la época en que aparece la figura del censor áulico en la persona de Bruno Rodríguez Parrilla, el encargado de sofocar a los perestroicos. Bruno es hoy el exitoso canciller raulista, mientras que los protagonistas de aquella renovación viven expatriados y desperdigados por el mundo, incluyendo a Víctor, el destructor de paredes.
A consecuencia de las persecuciones, algunos artistas recularon hacia una suerte de castrismo tibetano, se transformaron en perroflautas, mientras que otros optaban por una modalidad criolla del jet set, un plan pijamas para novelistas, actrices y trovadores: en este último grupo cayó Carlos Varela.
Latinoamericanización de la crisis
A fin de conseguir una imagen aproximada del alma del hombre bajo una dictadura de izquierdas, se requieren los servicios del artista comprometido. El artista es una caja de resonancia, un espejo colocado delante de la política. Lo cual no significa que vaya a ser creído ni mucho menos. Como bien lo entiende Carlos Varela, la política es un asunto de creencias, de ahí que el trovador se presente ante su público como un sacerdote y que sus canciones sean punto menos que religiosas. Son canciones de fe, sin duda, auténticos salmos habaneros.
La guitarra deviene una lira a la que se le exige algo más que simples tonadas tropicales. Las canciones de Varela están hechas para ser seguidas, coreadas y salmodiadas. El público debe creer en lo que él dice para llegar a confiar en su propia fuerza, en su propia desesperación, en el poder transformador de sus frustraciones.
Cuando a mediados de los 90 el dramaturgo Víctor Varela se traslada a Argentina, parte de la credulidad se pierde. Los argentinos no creen, ni quieren creer en lo que Víctor les pone delante de los ojos. El teatro explota las discrepancias entre lo contado y lo creído: al público no debe permitírsele creer en lo representado si la obra ha de surtir efecto.
Pero el arte cubano de la crisis requería de un salto de fe —aspiraba a ser un auto de fe— y exigía que el espectador recuperara la creencia para juzgar a los culpables de su situación. El arte exigía una catarsis.
En ese sentido, el arte de Carlos, como el de Víctor, es realista, y era por eso que las multitudes lo coreaban —el pueblo mismo era el coro—; y es también por eso que la tarea del cantautor se limitó a proveer las palabras, las letras, las consignas de la lucha. Al son de "Guillermo Tell", y solo dentro del imaginario de la música, el pueblo llevó a Castro frente al paredón y le disparó con las balas del viejo Robin Hood.
Pablito habló en uno de sus himnos de la llamada "unidad latinoamericana", pero Carlos Varela viene a cantar más bien la desunión latinoamericana, debido a que el público de Nuestra América quiere modificar el impulso parricida de su música y volverlo en contra del mismo trovador. No nos llamemos a engaño: el público latinoamericano quiere matar al cantautor cubano, decapitar al bufón con tal de salvar al dictador.
No hay soledad como la de la noche oscura del bufón, eso lo sabe mejor que nadie Víctor Varela. Carlos se mira en el espejo de Víctor, entiende que los argentinos, o los uruguayos o los chilenos pedirán su cabeza; que Fito Páez jamás hablará de otra dictadura que no sea la suya, empaquetada y comercializada para consumo de espectadores cautivos. Se trata, a fin de cuentas, de pura competencia entre productos artísticos-políticos, y el "problema cubano" no encuentra consumidores. Ni aún los extraordinarios hermanos Varela pudieron venderlo.
Por eso Carlos se queda quieto, se "queda en Cuba", una categoría del estar que ha devenido otra coartada del ser. Entiende que el mundo es un malentendido, y que él no es más que un bufón, un tonto de capirote que cuenta un cuento increíble, dando vueltas por el escenario y mascullando palabras opacas, ininteligibles especialmente para los latinoamericanos, frases llenas de furia y de chillidos. Esta descripción parecerá una metáfora o una imagen demasiado liberal, pero se trata, exactamente, de la situación del alma del artista bajo una dictadura de izquierdas. Se trata del mayor logro del documental de Ron Chapman.
Puertorriqueñización de la trova
El director de El poeta de La Habana ha creído necesario traer a Benicio del Toro como anotador de Varela, como experto en cubanerías, y Benicio se embarca en una lectura abusiva de la canción "Guillermo Tell" en la que el dictador con la manzana en la cabeza es su padre, el señor Gustavo Adolfo del Toro, un jurista puertorriqueño opuesto a la carrera hollywoodense del Beno.
De esta manera, el poeta de La Habana es transformado en un poetastro de Bayamón, ese falso Bayamo donde no hay cárceles ni disidentes y donde la palabra "dictadura" ha sido expurgada del diccionario. Benicio aboga por una interpretación universal, relativista, de la poesía de Varela: estas cosas pasan en cualquier parte, no hay nada específico, nada intrínsecamente cubano en la tragedia que canta el poeta de La Habana. ¡La verdadera tragedia es que los gringos se lo estén perdiendo! ¡La culpa es del embargo! Muy pronto, la canción protesta cubana llegará enlatada a las bocinas de un supermercado cerca de usted.
La culpa del Poeta
Acaso la culpa del malentendido sea del mismo Carlos: él es el único responsable de sus palabras y de las ambigüedades de su música. Pero lo cierto es que la canción de Varela es nueva trova contrarrevolucionaria, y que aparece como respuesta a la deshumanización de la Revolución Cubana. La música de Varela es la denuncia de la dictadura castrista, de la separación de las familias, de la destrucción de república. La música de Varela es música nihilista enfrentada a las notas estridentes del falso entusiasmo. La trova de Varela es profundamente anticastrista. La trova de Varela es la anti-trova.
Donde Silvio había dicho aquel lacrimoso "que no es lo mismo, pero es igual", y Pablito suspirado que "la vida no vale nada", Varela pone el colofón a toda una época, a todo un proceso, y completa una melodía que llevaba cuatro décadas en ascenso imparable hacia el grito: "Que no sirvió de nada". El valor de la nada y el retorno de lo mismo: esos son los grandes temas de la filosofía de Carlos Varela, el rapsoda. Temas insoslayables, no negociables y acaso eternamente incomunicables.
Este artículo apareció en el blog N.D.D.V. Se reproduce con autorización del autor.