Con tristeza y asombro he leído el artículo ''Disidente despistado'', de Jorge Edwards, publicado en El País. Con tristeza, porque Heberto no fue ni remotamente ese hombre que intenta mostrarnos el amigo Jorge Edwards. Y asombro, porque su diatriba está llena de inexactitudes y tergiversaciones.
Heberto no fue funcionario de Cuba en la Unión Soviética en los años 60, sino periodista y corresponsal de Prensa Latina y como tal trabajó allí y en la publicación en español de la revista Tiempos Nuevos. Tampoco ''se hizo'' amigo de Evtushenko, como si hubiese buscado su amistad y la de esos disidentes que dice Edwards a los que se acercó. Y no se soñó dirigiendo la disidencia cubana. Tenía un carácter abierto, era espontáneo, pero no un desenfrenado, ni un despistado. Era, sin duda, un hombrre brillante, que atraía por su personalidad. Estaba más claro que el agua, y por eso escribió todo aquello que sentía y que vio venir para Cuba, tras su temprana estancia en la Unión Soviética. Nunca, jamás, buscó encabezar vanidosamente ninguna posición. A Heberto no le interesaban ni la fama ni la gloria. De sencillo que era, prefería la conversación amena de seres que nada tenían que ver con la literatura y el arte, sino con la vida misma. Sus poemas fueron un aldabonazo en la cabezota dura de la Revolución, y del Máximo Líder, y se anticipó a la época, aunque él negase en uno de sus versos que sería un poeta del porvenir. Pues sí que lo es.
Me pregunto a qué se está refiriendo Edwards cuando señala que Heberto pensaba que su presencia en La Habana lo podría ayudar. ¿Ayudar a qué? ¿A interceder ante Fidel Castro por un poeta disidente? ¿O a que sacase por valija diplomática su novela En mi jardín pastan los héroes? ¿O estará sugiriendo que en algún momento Heberto le iba a pedir le ayudase a comprar mercancías, comida, en la tienda de los diplomáticos? Nada de eso ocurrió, por supuesto. ¿En qué podía ayudarlo Edwards, un diplomático mal visto por la Revolución, precisamente por tratarse de un intelectual, un escritor, palabra que de por sí levantaba sospechas en las altas esferas del Gobierno, no importaba que fuese un diplomático de Salvador Allende? ¿Despistado porque se expresara francamente con él y le comentara sobre la situación cubana?
Recuerdo perfectamente la noche de la despedida de Edwards, a la que él hace referencia. Heberto me había pedido que, pasada una hora, lo llamase al hotel Riviera para confirmar si estaba allí, pero que lo hiciera no desde nuestro teléfono, sino que bajase a la calle y lo llamase desde uno público. La reunión sería también con Saverio Tutino y Norberto Fuentes. Norberto no era amigo de Heberto, sino un antiguo compañero mío en el periódico Granma, y un agente de la Seguridad del Estado, que con el pretexto de los últimos acontecimientos —tras la detención del fotógrafo francés Pierre Golendorf—, se había pasado tres días visitándonos, conversando con él, preparando sin duda su informe sobre el poeta de Fuera del juego. Fueron los tres días que precedieron nuestra detención; que no ocurrió esa noche, como dice Edwards, sino a la mañana siguiente, el 20 de marzo de 1971.
La autocrítica de Heberto no se debió al despiste del poeta, sino a la única opción posible, para evitar consecuencias mayores, entre otras, que fuésemos acusados de agentes de la CIA, como tramaba Fidel Castro, y que se nos condenase a largos años de cárcel. Pero la idea de la autocrítica, y su imposición, fueron parte de los planes de Fidel Castro, que sin duda deseaba la humillación del poeta. Tanto Heberto como yo habíamos sido torturados en la prisión de la Seguridad del Estado, al extremo de que los últimos días de su encarcelamiento los pasó en el Hospital Militar, con problemas renales, producto de las inyecciones de pentotal que le administraban en las venas para lograr que confesara.
Sin embargo, Heberto logró convertir la autocrítica en una acusación contra el régimen, como hemos visto. Cualquier persona con dos dedos de frente sabe que una declaración como aquella dejaba muy a las claras su parentesco con los procesos de Moscú. Sentados allí entre el público, los policías de la Seguridad del Estado, vestidos de civil, vigilaban atentamente la escena, mientras las cámaras del ICAIC grababan aquel degradante espectáculo, que luego iba a ser mostrado al Comandante en Jefe.
Edwards no entendió nunca a Heberto, como se puede ver por la forma en que escribió sobre él en su Persona non grata. Y es triste que al cabo de 14 años de su fallecimiento quiera seguir mostrándolo como un enloquecido, o un tonto, cuando fue sin duda uno de los intelectuales cubanos más lúcidos de los últimos 50 años, y con una cultura política superior a muchos que se consideran especialistas en la materia.
En su autobiografía La mala memoria (que escribió a regañadientes, pues el tema le producía náuseas) no quiso ahondar en detalles, y prefirió enfocarla desde la experiencia más bien literaria del que se mira a sí mismo como si se tratase de otro. De ahi que en inglés el título se acerque más a su intención: Self-Portrait of the Other (Autorretrato del otro). Pasados los años, y como soy la otra parte del llamado ''Caso Padilla'', he escrito mi propia versión de los hechos (ya en proceso final), de todo lo que vivimos y padecimos juntos, y la he titulado La buena memoria, porque es hora de que se sepa toda la verdad sobre Heberto Padilla y esos años de enfrentamiento contra el régimen totalitario de Cuba.
Lástima que el amigo Edwards haya contribuido a mostrar un Heberto Padilla muy diferente al que realmente existió, al gran poeta de El justo tiempo humano, Fuera del juego y otros. Lástima, repito, que se opaque su figura de hombre honesto, sincero e inteligente, que no buscó nunca la fama, aunque para algunos, entre ellos Edwards, haya quedado en la historia por su ''mala fama'', no por su talento y su disidencia.