El circuito de cines de la capital acaba de estrenar el filme Conducta, del director Ernesto Daranas. Y como sucede con cada película cubana, el público abarrota las salas. El Yara ha sumado una tanda a las habituales, y en cada una la sala se ha llenado más que en la anterior.
Meses atrás, cuando publiqué un texto de opinión sobre el filme Melaza, un lector reprochaba haber dedicado más espacio a la crítica social a partir del filme, que a la propiamente cinematográfica. No hablé lo suficiente de elementos como la fotografía, la edición, la banda sonora, etc. Ese lector tenía razón. Es difícil detenerse en los aspectos técnicos y artísticos de una película cuando en la pantalla está esa parte de nuestra realidad que nuestros medios oficiales excluyen. Es esa parte de la realidad lo que el espectador cubano persigue en los filmes de producción nacional.
Conducta nos cuenta la historia de Chala (Armando Valdés Freyre), un niño de once años cuya vida transcurre en un ambiente de violencia, con una madre adicta a las drogas y al alcohol, y perros de pelea que entrena para sostener su casa. Este niño que entra a la escuela sin despojarse de su marginalidad y su violencia, tiene una relación especial con su maestra Carmela (Alina Rodríguez).
En un artículo del periódico Granma, se reseña que el filme, como el anterior de Daranas, Los dioses rotos, aborda el tema de la marginalidad. Pero no es solo Chala, el hijo de una drogadicta, el marginal en el filme. Conducta demuestra que incluso un hombre trabajador, honrado, gran padre —digno y convincente Héctor Noas en su interpretación— preocupado porque su hija se supere con clases de canto y de baile español, y una alumna ejemplar en la escuela, clasifican dentro del adjetivo marginal. Basta haber nacido en el oriente del país, estar un poco más jodido por el fatalismo geográfico que los habaneros. Un fatalismo medio parecido al que hace emigrar a latinos, haitianos y africanos en pos del sueño primermundista.
Nuestra prensa oficial suele publicar artículos sobre el hostigamiento de que son víctimas los emigrantes ilegales en Estados Unidos por parte de la policía, la falta de acceso a la educación que sufren sus hijos. Los ilegales de Conducta han emigrado a La Habana, no en pos de un sueño primermundista, sino de una supervivencia menos difícil. Y es en La Habana, la capital de su propio y socialista país, donde son tratados como delincuentes.
La película nos coloca ante una intersección de realidades duras que para nada resultan caricaturescas ni excesivas. Aún cuando algunos personajes tienen apariciones muy cortas, no hay estereotipos. Sorprende poco que el director se haya inspirado en historias reales, porque de alguna forma, todos conocemos que las situaciones mostradas en la película existen.
Se sabe que hay peleas de perros, orientales que viven en los "llega y pon" que rodean La Habana, drogadictos, niños que se tiran al mar en La Punta para ganar una apuesta o para que un turista tome fotos; se sabe que hubo incluso un niño ahogado. Pero hay una diferencia entre saber de esas realidades y meterse hasta el fondo de ellas, para entenderlas y mostrarlas. Eso hizo Ernesto Daranas, según contó en una entrevista. Solo así puede lograrse que un filme de ficción resulte tan certero, verosímil y conmovedor, al punto de arrancar varias ovaciones al público, mucho antes del final de la película.
Imposible dejar de mencionar la escena en que la especialista del municipio (Silvia Águila), dice a Carmela (Alina Rodríguez) que quizás su problema sea haber estado frente al aula por demasiado tiempo, a lo que Carmela responde: "¿Y quienes gobiernan este país, también crees que han estado demasiado tiempo?" Los aplausos casi impidieron escuchar el final del diálogo.
¿Será casual esa escena? Resulta difícil creerlo tras leer la respuesta de Daranas al preguntársele en qué se inspiró para realizar el filme: "En la realidad, en las consecuencias de un cuarto de siglo de período especial (o sea, para él no ha terminado) y el impacto de un grupo de medidas que no han logrado repercutir en la vida real de nuestros sectores más humildes…".
La Conducta de Daranas es sin dudas valiente y necesaria. Pero pienso en ese lector que demandaba una crítica cinematográfica, y me pregunto si le bastará a un filme ser valiente, e incluso necesario, para ser bueno, para ser, sobre todo, una obra de arte.
¿Qué nos diría Conducta en un contexto en el que cine y literatura no deban llenar el vacío dejado por los medios oficiales? ¿Sería menos magistral la actuación de Alina Rodríguez, quien se mete hasta el tuétano en el personaje de Carmela, una de esas maestras a prueba de bajo salario, alumnos problemáticos, incomprensión e inspecciones de gente alejada de lo que sucede en un aula? ¿Serían menos meritorios los desempeños de Yuliet Cruz y Silvia Águila; los de los niños, salidos justo de las zonas reflejadas en la película, que debutan como actores en el filme?
Es inevitable entrar a ver Conducta con la esperanza de calmar esa sed que nos dejan los medios oficiales, pero al salir del cine el espectador tendrá la certeza de haber visto, sobre todo, una muy buena película.