Santa Isabel de las Lajas hubiese sido otro pueblo más, perdido en la geografía cubana, si aquel 24 de agosto de 1924 en el barrio de Pueblo Nuevo no hubiese venido al mundo un tal Bartolomé Maximiliano Moré.
El actual municipio de la provincia Cienfuegos hubiera seguido siendo una villa de cortadores de cañas y labradores. Un caserío con olor a guarapo, bellísimos parques y una fábrica de gofio.
Benny Moré puso a Santa Isabel de las Lajas en el mapa. De Cuba y del mundo. Ya se debería pensar en cambiarle el nombre. Decir El Benny es decir son y bolero. Música y bailes populares. Fiesta y alegría.
Fue el mayor de 18 hermanos de una familia afrocubana pobre a rabiar. Se dice que su tatarabuelo materno, Gundo, era descendiente de reyes en una tribu del Congo y a los nueve años fue capturado por traficantes de esclavos y vendido a un propietario en la Isla. Al pasar a pertenecer al Conde Moré, dueño del central azucarero Santísima Trinidad, al tatarabuelo del Benny le pusieron Ta Ramón Gundo Moré.
Con el tiempo, Gundo fue un hombre libre. Murió a los 94 años. El apellido del "tata" fue conservado por las mujeres de la familia: su bisabuela Julia, su abuela Patricia y su madre Virginia. El padre del Benny se llamaba Silvestre Gutiérrez.
Moré aprendió a tocar guitarra de oído a los seis años. Según contaba su madre, se fabricó su primer instrumento musical con una tabla de madera y un carrete de hilo. Abandonó la escuela a edad muy temprana para dedicarse a trabajar en el campo. En 1935, con 16 años, formó parte de su primer conjunto musical, que los fines de semana animaba con guateques a los lajeros.
Al año siguiente viajó a La Habana. En la urbe se ganaba unas pesetas vendiendo verduras y hierbas medicinales. Seis meses después regresó a Santa Isabel y se dedicó a cortar caña con su hermano Teodoro. Con los ahorros se compró su primera guitarra decente. En 1940 volvió a la capital. Sobrevivía precariamente, cantando sones en bares de la ciudad, donde casi nunca le pagaban con monedas.
Un almuerzo de cantina, una cerveza Hatuey o un doble a la roca de aguardiente: ese era el pago. Así andaba el guajiro de Lajas. Pasando el sombrero después de una tanda de boleros a gente de barrio, que entre vitrolas y músicos ambulantes mataban las tardes bebiendo como piratas y picando chicharrones y aceitunas. O comiéndose uno de esos panes con bistec de res que por 15 centavos se compraban en cualquier timbiriche de entonces.
Una Habana donde existía una competencia feroz entre agrupaciones soneras. En cartelera brillaban Arsenio Rodríguez, Abelardo Barroso o el Trío Matamoros. Rita Montaner ya era grande. Y el Septeto Nacional de Ignacio Piñeiro deleitaba. Todavía Celia Cruz vivía en un solar de Santos Suárez y estudiaba magisterio para complacer a su padre.
El genio del Benny aún andaba oculto dentro de una botella. No llamaba la atención a los que sabían de música. Su primer éxito llegó tras ganar un concurso radiofónico. En la CMQ, en un programa llamado "La Corte Suprema del Arte". Los ganadores eran contratados y se les daba la posibilidad de grabar sus canciones.
Fue cuando obtuvo su primer trabajo estable con el Conjunto Cauto liderado por Mozo Borguellá. También cantó en la emisora CMZ con el sexteto Fígaro de Lázaro Cordero. En 1944, mientras los aliados desembarcaban en Normandía, en plena Segunda Guerra Mundial, Benny Moré debutaba en la emisora Mil Diez, perteneciente al Partido Socialista Popular.
Todos tenemos una oportunidad en la vida. La suerte es saber aprovechar las oportunidades cuando ellas aparecen. Y el Benny la aprovechó. Siro Rodríguez, del fabuloso Trío Matamoros, una tarde lo escuchó cantar en el bar El Templete. Quedó cautivado.
Poco después, tras una indisposición de Miguel Matamoros antes de una actuación, Siro pidió que el Benny lo sustituyera. Y el Sonero Mayor llegó para quedarse. Durante varios años estuvo ligado al Trío Matamoros. Realizó numerosas grabaciones y giras por Cuba y México, donde cantó en dos famosos cabarets de la época, Montparnasse y Río Rosa.
A finales de los años 40, durante toda la década de 1950 y hasta el 19 de febrero de 1963, cuando falleció de una cirrosis hepática, en plena fama, el Bárbaro del Ritmo, fue —y sigue siendo— un ícono. En su patria y en muchos países del continente, que siguen escuchando sus canciones. Todavía no ha surgido nadie con una voz igual o mejor que la suya. Tampoco con su carisma y sabrosura.
En una crónica reciente publicada en El Mundo, Raúl Rivero escribía: "Bartolomé Maximiliano Moré, un negro santo, una leyenda de la música popular, que enseñó en América que el bolero es un poema que se deja bailar, llegó a ser tan informal a la hora de presentarse a trabajar con su banda gigante, que en Cuba, México y Venezuela se anunciaban sus actuaciones en los estadios y plazas públicas con este prodigio de la duda: ¿Vendrá o no vendrá el Benny?"
Sus boleros se inmortalizaron. Las guarachas, montunos y sones están a buen recaudo en un sitio privilegiado de la cultura nacional. En una nación donde la música es casi un estilo de vida, el talento autodidacta del Benny ha marcado a varias generaciones.
Ni el reguetón, la salsa, la timba o la trova. Ni ninguna fusión musical, ha podido relegar en la memoria al inmenso Benny Moré. Un hombre de la calle que hizo del Alí Bar, en Avenida Dolores y Carretera del Lucero, en la barriada habanera de Lawton, su trono y su cátedra.
Cincuenta años después de su muerte, los que seguimos en Cuba y también aquellos que duermen con el Malecón debajo de la almohada, no lo olvidamos. Genio y figura. Hasta la sepultura.