A Mabel Cuesta
Hija, justo cuando terminaba de escribirte ayer, leía la etiqueta de Mabel en una crónica de la escritora estadounidense Leslie Jaminson. Abrí en enlace porque todo lo que viene de Mabel es, mínimo, muy interesante. No conocía a Jaminson ni de oídas. No sabía qué tipo de literatura escribía. Solo, que estaba afectada por el coronavirus y vivía su confinamiento con su hija de dos años, como anunciaba el epígrafe del artículo traducido al castellano, publicado por el diario español El País. Abrí el enlace y me leí todo el texto retorciéndome de un miedo que duele.
El coronavirus es otra cosa, Nina. Tengo la impresión de que nadie sabe mucho de ese bichito malo, muy malo. (Me siento como cuando comenzó la pandemia del siglo XX, el VIH, y había una suerte de histeria colectiva que luego se trocó en más homofobia hasta hoy). Cada día reenvían un audio, un post, un artículo no científico con los que aumenta mi alarma.
Hay, eso sí, pocas historias contadas por quienes viven el Covid-19, como la de Jamison, siete años más joven que Mamá, y su hija, apenas unos meses mayor que tú, nacida de su unión con el también novelista gringo Charles Bock. Si bien, es la historia de una familia monomarental, de una madre y su bebé solas en un apartamento de Nueva York, como confiesa la autora en el relato que me resulta tan familiar.
Hace unos meses fui contagiada de gripe común por una persona sin percepción de riesgo alguno que, tras pasarse la tarde en casa, me confesó que se había sentido mal todo el día. A la mañana siguiente, una agüita salía de tu nariz y yo no me podía mover. Hice todos nuestros juegos desde el suelo, cubierta con un saco de dormir. Solo me levanté para darte de comer y bañarte, unas seis veces, y volví a la única posición que podía. Por suerte me duró una jornada. Y entre el uso del nasobuco hasta para dormir, demás reglas básicas de higiene, un humidificador encendido toda la noche, y la teta, saliste ilesa. No estoy ni cerca de imaginar cómo un bebé puede lidiar con semejante malestar.
No quiero imaginar cómo sería lidiar con el coronavirus. ¿Cómo hacen las madres solas de aquí, donde no solo no se compra lo básico para sobrevivir por Internet, sino que hay que hacer largas colas, dónde una separación implica, a veces, solo la entrega de una mensualidad paterna que da vergüenza? ¿Cómo hacen las madres solas, sin amigos por los que teme se contagien haciendo la cola por ella, por sus hijos? ¿Cómo hacen las madres que no tienen ahorros, las que no les pagarán la cuarentena? ¿Qué mundo es este que se olvida de las madres, de sus criaturas? ¿De dónde sale tanta complicidad? ¿Por qué? El desamor tiene que ser legislado, hija. Mamá trabaja para eso también.
Mabel, a propósito del texto de la estadounidense, se pregunta también por las personas de la tercera edad, con capacidades disminuidas, las que están solas, atrapadas en un confinamiento que parece no tener fin. Yo la respaldo en sus cuestionamientos. Y te prometo que no dejaré de pelear porque legislen el desamor. Con suerte, en menos de dos años y muchas batallas tendremos un Código de Familias que se parezca a nosotras y a tantas personas que hoy estamos fuera. Con suerte, sobreviviremos para contar cómo personas y estados, gobiernos, partidos o cómo se llamen los poderes machos, se han olvidado de nosotros.
Alguien decía en redes que el coronavirus no distinguía clases sociales ni color de la piel ni nada. Parece ser cierto que es implacable por la lista de infectados, muertos incluso famosos. El coronavirus parece no discrimina, nuestras sociedades, sí.
Hoy murió el Luis Eduardo Aute de mi banda sonora, de mi biblioteca, de mis películas. También, la salamandra pequeñita con la que recién descubriste que esos reptiles no eran ficción. He estado triste. Todavía no sé cómo explicarte la muerte. Yo que he perdido todo lo que amé antes de ti y he seguido perdiendo, tengo miedo. Por primera vez, siento miedo a la enfermedad y a la muerte.