No había clases sociales definidas, y en cambio se manejaba entre la gente lo de "ricos" y "pobres". Claro, que un rico no lo era tanto y un pobre no podía serlo más. Los ricos disimulaban bien su fortuna, mientras los pobres se lamentaban en silencio, disimulando también su incómoda pobreza.
Al final del día, unos y otros tenían un plato de comida en la mesa, y ese plato, en ocasiones, hasta podía ser el mismo, sin importar que fueras rico o pobre. Eso sí, se disfrutaba igual. Aunque la diferencia se hacía luego, a la hora de irse a dormir.
Aquellas personas se morían pensando que eran libres e iguales. Y cómo no hacerlo, si por todas partes aparecían esos mensajes de libertad e igualdad.
La libertad, por otra parte, dejó de existir como significado. Un plato de comida para los pobres, y un hotel cada verano para los ricos, era, en todo caso, su ilusión de libertad.
Y tú, ¿a cuál de esos "bandos" —porque no son oficialmente clases— pertenecías?
A los pobres, sin duda. Aunque me temo que dicho así le falto un poco a la verdad. Es algo subjetivo definirse desde mi posición. Era un aspirante a intelectual, y esa gente allí, como en cualquier parte, son en su mayoría miserables. Y algo peor: son miserables angustiados. Padecen terriblemente la escasez de espíritu a que conduce la falta de libertades.
Justo ahí, en ese trauma, la ética se hace cosa de dos caminos: o te vuelves un cínico tolerante y finges estar a tono, o pasas a ser un disidente, quedas excomulgado y te conviertes en el enemigo.
Solía situarme, perfectamente, entre esas dos aguas. Las necesitaba.
A los ricos para legitimar mis ideas, a los pobres para describirlas. Los pobres eran mi metáfora.