Hubo un tiempo en que La Habana no sabía o no tenía cómo olvidar. Era una ciudad secuestrada por dos canales de televisión, un par de libelos estatales y las cartas y fotos que llegaban a destiempo de familiares exiliados en alguna parte del mundo. Un desierto colonizado por discursos políticos y propaganda anticapitalista, a salvo del espacio-tiempo tecnológico del cual escuchábamos como si se tratase de vida extraterrestre.
Aquel sitio y sus "atrasadas" costumbres, en cierto modo, se van esfumando ahora de la memoria. Mis hijos, supongo, no darán crédito a las historias de quienes todavía lidiamos con la patética experiencia de un Joven Club municipal, de un amigo con ordenador y una reducida cuota de internet —privilegio de doctores—, de leer impresas las últimas noticias en torno al deporte extranjero que descarga la madre de algún socio en el trabajo (esos papeles viajaban de mano en mano durante meses).
Por suerte, todavía suceden esos momentos pre-androides. Se dan en la calle sin un lugar específico, no exigen crédito o señal 4G. Eso sí, te dejan atrapados en su finitud, y cuando piensas que sigues de largo en realidad te quedaste allí, o al menos algo de ti se quedó.
Algo así me ocurrió hace poco. Me movía aprisa, huyendo del sol, y me topé en la acera con unos niños de unos ocho o nueve años, rodeando un árbol, la mirada clavada en lo alto, buscando no sé qué en la copa, y en las manos de cada uno un rústico tirapiedras, como esos que confeccionaba de niño con ligas médicas y lengüetas de zapatos Lovers.
Uno de ellos hasta tenía mi expresión sofocada, esa eterna energía del que no se cansa nunca y siempre inventa algún pretexto para seguir, para no dejar que la pandilla merme. Me vi allí, cazando gorriones, lagartijas, o simplemente impactando cualquier blanco.
"Ya lo vi", gritó el más pequeño de los tres y se apuró a sacar una piedra de su bolsillo. Alguien, entre el regaño y la persuasión, dijo: "Váyanse a joder con eso pa otra parte". Pero era tarde, como siempre. Porque una vez decides tirar la piedra ya no puedes retroceder. Es un gesto marcial que dura unos segundos. Lo contrario a un disparo telescópico que no te permita fallar. En todo caso, hay piedras de sobra. Hay toda una tarde para seguir buscando gorriones y lagartijas.
Quiero tomar una foto, aunque siento que es inútil. La pantalla del Samsung se enciende ahora y pone un cartel de notificación. Deslizo, leo y apago. Cuando levanto la mirada ya no están ahí. Yo tampoco estoy.