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Opinión

Díaz-Canel y la prensa occidental

El presidente está convencido de que el control de la información y las comunicaciones es indispensable para la supervivencia del régimen.

Málaga

El presidente subalterno de Cuba, Miguel Díaz-Canel es hombre de pocos viajes y escasas lecturas. A punto de cumplir  59 años de vida, no ha publicado nada reseñable. Si se exceptúan las visitas oficiales, tampoco ha estado muy expuesto a la dinámica de las sociedades modernas y eso se nota en su manera de expresarse. 

Cuando alguien así se convierte en alcalde o jefe del Partido Comunista en una zona rural de la Isla, esos atributos pasan inadvertidos. Pero cuando llega a detentar la primera magistratura del país, sus carencias saltan a la vista y lo hacen mucho más vulnerable al escrutinio y la crítica. Eso lo coloca con frecuencia en situaciones incómodas, de las que suele escabullirse mediante la descalificación del adversario o la reiteración de consignas añejas, del tipo "la revolución es indestructible"y cosas por el estilo. Así, en las últimas semanas Díaz-Canel llamó "mal nacidos" a los cubanos que critican a su Gobierno y ha exhortado a solucionar los problemas económicos del país "con más y mejor trabajo" o "con sensibilidad".

La penúltima pifia presidencial ocurrió estos días con motivo de un artículo publicado en el diario The New York Times (NYT), en el que 16 médicos cubanos contaban sus experiencias en el desempeño de "misiones internacionalistas", que es el eufemismo acuñado por el gobierno de La Habana para designar el negocio de la explotación de mano de obra en el extranjero, en condiciones de semiesclavitud. 

Los médicos coincidieron en que sus superiores les habían dado instrucciones para que usaran las prestaciones sanitarias como medio de presión sobre los pacientes, a fin de inducir el voto favorable a Maduro en Venezuela. "Médicos cubanos jamás podrán ser difamados", replicó Díaz-Canel en su cuenta de Twitter. "Su extraordinaria obra humana en tierras que el imperio llama 'oscuros rincones del mundo', desmienten al NYT y a su reportero".

Es fácil comprender la desazón del biennacido mandatario. La economía de la Isla va de mal en peor, el sistema de misiones internacionalistas ha sufrido graves reveses y su legalidad está en entredicho incluso en instancias de las Naciones Unidas, y para más inri, un icono de la prensa izquierdista les cede la palabra a unos médicos cimarrones que albergan la absurda pretensión de vivir y trabajar donde les apetezca y cobrar la totalidad de su salario. 

A Díaz-Canel le molesta que los siervos de la gleba internacionalistas se emancipen y, sobre todo, le ofende que la prensa relate libremente sus vivencias. Pero la infidelidad del NYT es aún más dolorosa, porque ese diario es un elemento prominente de la mitología castrista. A principios de 1957, Herbert Matthews, enviado especial del periódico, entrevistó a Fidel Castro en la Sierra Maestra. La crónica, trufada de falsedades, marcó el lanzamiento propagandístico del futuro dictador cubano a la escena mundial.

El presidente está convencido de que el control de la información y las comunicaciones es indispensable para la supervivencia del régimen. "A nosotros nos atacan constantemente otros medios de prensa" afirmaba en una entrevista hace unos años, "y yo tengo mucha confianza en el periodismo que hemos formado, en la tradición de periodismo que se ha activado en estos años, que es distinta a la del mundo, en condiciones discímiles [sic], con un modelo propio" (Cubadebate, 4 de julio de 2013). Es obvio que, seis años después, su ideal de prensa todavía lo encarnan el Granma, el Juventud Rebelde y la Mesa Redonda de la televisión nacional.

En un contexto de pluralismo y libre debate de ideas resulta sumamente difícil aplicar las medidas necesarias para mantener el monopolio político del partido único, llámese fascista o comunista. La libertad de información y expresión es un baluarte contra el despotismo y la arbitrariedad del poder absoluto. Por eso el derecho a ejercer esa libertad  figura de manera prominente en la Declaración Universal de Derechos Humanos, aprobada por las Naciones Unidas en 1948. El Artículo 19 de la Declaración estipula que "todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión".

De ahí que en Cuba, tras la victoria de 1959, el nuevo régimen revolucionario se aplicara de inmediato la tarea de someter a la densa red de prensa plana, radio y televisión del país. Primero a través de la censura, el chantaje, la presión de las turbas y la injerencia del sindicato único controlado por el gobierno, y más tarde mediante la confiscación directa, que en la jerga orwelliana del sistema se denominó "nacionalización". En menos de dos años, todos los medios de comunicación social estaban en manos del Estado, que además se había apoderado de imprentas, teatros, salas de cines y centros educativos privados. 

En ese contexto social creció y estudió El Biennacido. En su universo mental, el monopolio de la información y la comunicación sigue siendo indispensable para mantener la estabilidad del sistema. Aunque le gusta hablar del tema, le cuesta entender que  la revolución tecnológica de los últimos años ha transformado el mundo. La telefonía móvil, la televisión por satélite y el acceso a Internet, aunque limitados y costosos en la Isla, han abierto una brecha considerable en el muro de desinformación y adoctrinamiento que el gobierno levantó para preservar a sus súbditos de "la funesta manía de pensar", que ya denostaban los acólitos de Fernando VII a principios del siglo XIX.

Ahora, por primera vez en 60 años, el régimen cubano vuelve a verse expuesto a la circulación de información veraz, el contraste de opiniones y el debate de ideas sin censura ni cortapisas. La escala del fenómeno es todavía reducida, aunque las tendencias actuales indican que será muy difícil frenarlo. 

Por más que se haya incorporado a las redes sociales, Díaz-Canel muestra cierta dificultad para  manejarse con soltura en el nuevo contexto. No alcanza a comprender que, ante la realidad contemporánea, el relato nacional-revolucionario sobre el que se construyó el modelo castrista ha quedado ya tan obsoleto como su empeño totalitario de control del pensamiento. Si lo entendiera, no le echaría la bronca al NYT por un texto que da voz a los médicos cubanos que escogieron la libertad.

Después del traspaso de poder escenificado en abril de 2018, las condiciones en las que el presidente jaifenado tiene que ejercer el cargo y sus declaraciones sobre los problemas nacionales no brindan muchos motivos de optimismo. Sobre todo porque el nuevo mandatario se apresuró a proclamarse heredero acrítico de las ideas y continuador de los actos de sus patrocinadores. 

Pero la tarea pendiente de la nueva generación que ahora empieza a acceder (con cierto retraso) a las máximas responsabilidades de gobierno, es precisamente lo contrario: el reconocimiento del fracaso socialista y de la necesidad de cambiar de rumbo. Las reformas cosméticas y las medidas paliativas aplicadas a medias durante el decenio de "raulismo" apenas han modificado la situación que en 2006 dejara en herencia el inquilino del coprolito de Santa Ifigenia.

Cualquier esperanza de forjar un futuro mejor pasa ahora por revertir los errores de 1959: reconstruir el tejido social, reducir las funciones del Estado, privatizar la economía, desinflar el aparato militar, poner en manos de la sociedad civil los medios de comunicación, autorizar la enseñanza privada y religiosa, y devolver a los ciudadanos los derechos y las libertades confiscados desde hace 60 años.

La libertad de opinión y de expresión es un instrumento indispensable para acometer esa tarea. El ejercicio de esa libertad es condición sine qua non para restaurar la tolerancia, la concordia cívica y el respeto al derecho ajeno, y es también el fundamento de la prosperidad y el desarrollo integral.

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