¿Cómo funcionan los mecanismos de dominación del régimen cubano? ¿Cuáles son los resortes de su perpetuación en el poder? Estas interrogantes constituyen el eje central de la obra del sociólogo francés Vincent Bloch.
Investigador asociado del Centro de Estudios Sociológicos y Políticos Raymond Aron, de París, Bloch es autor de Cuba, une révolution (Cuba, una revolución), publicado en 2016, y de La lutte. Cuba après l'effondrement de l’URSS (La lucha, Cuba después del derrumbe de la URSS), publicado este mismo año.
La descripción de la sociedad cubana actual está atrapada en dos narrativas: el "enchusmecimiento" y el "empoderamiento", afirma Bloch en un bosquejo para DIARIO DE CUBA de sus estudios de la realidad cubana.
En su libro La lutte, Cuba après l'effondrement de l’URSS, usted habla de la peculiaridad de la lucha cubana en relación con otros modos de supervivencia como el rebusque colombiano, por ejemplo. ¿Cuál sería esa especificidad?
En Cuba, la manera en que la gente se busca la vida pone de relieve un conjunto de ardides que recuerdan otros modos de "desenredo material", desde el rebusque colombiano hasta el jeitinho brasileiro, pasando por el trabendo argelino o el goorgorlou senegalés. Sin embargo, en Cuba, luchar no es un término que remita solamente a un modo de supervivencia, y mucho menos a una variante local de economía informal o subterránea.
En primer lugar, porque la centralidad del mercado negro como fuente de abastecimiento y la magnitud del robo en todas las escalas dentro de las empresas estatales se suman a la opacidad de los cálculos que le permiten al Gobierno medir el estado de la economía.
La lucha es el síntoma del empantanamiento de la economía en la penuria y pone de relieve la aceptación rutinaria de vivir en un universo donde todos los indicadores económicos oficiales están pervertidos.
En segundo lugar, la criminalización inevitable de todos los modos de supervivencia perpetúa el uso de la arbitrariedad por parte de las autoridades como modo de administración del poder.
La lucha indica una forma peculiar de igualdad o de igualación de las condiciones: todos se ven sometidos a la misma imprevisibilidad, a la misma vulnerabilidad frente a las leyes.
¿Esto quiere decir que la lucha es una práctica que condiciona al conjunto de la sociedad?
Luchar es una disposición, sin que por ello se aclare quién o quiénes son los adversarios ni la naturaleza del conflicto que obliga a luchar. En todos los países latinoamericanos, uno "se defiende", "lucha", "se desempeña", pero caer en la explicación folklórica no permite entender el carácter elusivo del término en Cuba.
Una madre de familia en Cuba, refiriéndose a su sentido de responsabilidad o a valores morales como "el decoro", puede decir que lucha para que su hija no "coja calle" o para que su hijo "no se empate con los delincuentes del barrio". Uno puede pensar de un bodeguero, que dice que tiene que "luchar su yuca", y hace uso del término como pretexto para justificar el robo de bienes destinados a la gente del barrio.
Ahora bien, para los líderes cubanos, la lucha se ha convertido, a falta de objetivos claros, en la forma residual del proceso revolucionario. Por consiguiente, la lucha es también el principio de acción y el horizonte de inteligibilidad de la cúpula dirigente. Ningún otro régimen político reivindica "el rebusque" o "la brega" como principio de acción. Lo que confirma, una vez más, que la supervivencia material es solo un aspecto de la lucha.
La amplitud del campo lexical de lucha, por tanto, refleja menos una subversión o una recuperación del lenguaje revolucionario que la existencia de un saber práctico común, una interpenetración de los imaginarios y un sentido compartido de la realidad. La lucha tiene el efecto de hacer borrosas las fronteras entre lo cotidiano y lo simbólico, entre las normas oficiales y los comportamientos oficiosos, entre desenvolverse y delinquir.
Sus registros difícilmente llevan a formas de acción colectiva y más bien se asemejan a un conjunto de respuestas individuales a coacciones que no se pueden evadir en la práctica, y a las cuales es necesario acomodarse en el transcurso del tiempo.
Luchar es actuar al margen, aceptar la indecisión crónica y, en este sentido, es el indicio de una forma de vida.
¿Qué quiere decir usted cuando escribe que la lucha perpetúa las normas de funcionamiento del régimen político?
Si se reúnen los fragmentos que se repiten con más recurrencia en la jerga de la calle, surge una descripción de la experiencia social que se expresa de la siguiente manera: "Te sofocas, entonces te pones a inventar, y entonces te marcas y te tienes que limpiar, y ya, caes en la mecánica de ellos [de la cúpula dirigente]".
A diario la precariedad de las condiciones de vida materiales y los límites impuestos por el Estado sobre las actividades económicas privadas se suman a la imposibilidad de respetar al pie de la letra la legalidad socialista, pero también a la irracionalidad de las normas de trabajo y de producción.
En tal contexto, todos o casi todos se ven obligados a inventar. En los barrios o en las empresas, todos los miembros de los comités de base de las organizaciones de masas están marcados. Todos están a merced de los cambios repentinos de las leyes y de las directrices decididas en las más altas esferas del Estado.
Al no poder ser conocidas con certeza las reglas de juego ni la línea política —sujetas a cambios frecuentes para contener el surgimiento de conductas y discursos potencialmente subversivos—, la imprevisibilidad constituye la dimensión central de la lucha, y los luchadores se esfuerzan permanentemente por limpiarse. De ahí que las formas de limpiarse sean cambiantes y múltiples.
Desde los años 60, este imperativo práctico consiste sobre todo en "no hablar basura de la Revolución" o de los dirigentes y en participar en las "actividades" de base de la Revolución.
Los motivos de unos y otros son diferentes —mantener las apariencias, no exponerse a la "Ley de peligrosidad", reducir los perjuicios en caso de que un delito sea castigado repentinamente, escalar socialmente, entrar y salir libremente del país—, pero, en su conjunto, estas operaciones perpetúan los signos de la existencia de la sociedad revolucionaria y el funcionamiento social del régimen.
Es a este círculo vicioso que los cubanos parecen hacer alusión al evocar "la mecánica de ellos", para designar la renovación continua de un sistema de producción de "méritos" y de limpiezas. Esto remite a las lógicas inextricables de la lucha: las estrategias usadas para evitar sanciones son al mismo tiempo maneras de empoderarse, sin lograr sustraerse de situaciones riesgosas e imprevisibles, las cuales se perpetúan incluso para la gente de la "diáspora" —un concepto que, desde el derrumbe del bloque soviético, va definiéndose en oposición al "exilio"—.
Todo esto contradice la percepción de la lucha como una forma de resistencia. Pero también supone repensar la naturaleza misma del régimen cubano y su evolución, un aspecto que es un tema central en su primer libro, Cuba, une révolution.
La concepción castrista de la política —el pueblo unánime, la justicia radical, la misma educación para todos y la metamorfosis de la realidad social gracias al trabajo y a la erradicación de "los vicios"— pretendía sentar las bases de un orden nuevo, continuamente moldeado por el Estado y la vanguardia revolucionaria, donde la afirmación de la unidad absoluta del cuerpo político de la nación suponía la supresión del "otro", del elemento disonante.
No obstante, la referencia al concepto de lucha por parte del régimen —que se hace patente a fines de los 60 con el eslogan "100 años de lucha"— señala un fenómeno de fluctuación entre los imperativos de la ideología y las limitaciones de la realidad: el régimen se ve condenado a oscilar entre los bandazos revolucionarios y la lógica de estabilización institucional.
El concepto de totalitarismo ha sido denigrado por ciertos historiadores como un cliché de las ciencias políticas: un régimen de partido único en el cual el Estado aplasta mediante el uso del terror, del control policíaco y del monopolio de la economía y de los medios de comunicación a una sociedad embrutecida por la ideología y condenada a obedecer sin chistar, si quiere sobrevivir.
Sin embargo, sigue siendo un concepto suficientemente flexible para sondear la singularidad del tipo de dominación que les permitió a estos regímenes perdurar en el tiempo.
Siguiendo el ejemplo de la lucha, puede comprobarse empíricamente que todas las conductas rutinarias y hasta contestatarias que, en un primer momento, se apartan de la legalidad socialista terminan estableciendo una simbiosis con las reglas fuertes en las que estriba el funcionamiento social del régimen.
Obviamente, ningún régimen es inmóvil o inmune frente al desgaste del tiempo. De ahí la existencia de ciclos normativos y reajustes de la línea política que el poder totalitario, encarnado en el partido único, trata de controlar desde una posición siempre frágil. La elaboración y la aplicación arbitraria de las normas jurídicas, así como la coacción ideológica como prerrogativas del partido único, son las herramientas esenciales de las que sigue disponiendo la cúpula dirigente en Cuba.
En este sentido, aún cuando la ideología no remita ya a una creencia —en "la amenaza yanqui" o en la Revolución como régimen de igualdad y de justicia social, por ejemplo–, sigue siendo efectiva como constricción: ninguna realidad nueva, ningún hecho social ni ninguna forma de conducta, desde el uso del internet hasta el reguetón, escapa al razonamiento impuesto desde las altas esferas del Partido, el cual traza perpetuamente una línea contingente entre revolucionarios y contrarrevolucionarios.
Después de la salida de Raúl Castro de la presidencia del país, ¿cómo ve la situación del régimen cubano?
La descripción de la sociedad cubana actual está atrapada en dos narrativas: el "enchusmecimiento" y el "empoderamiento". Me explico.
Refiriéndose a la Cuba posmachadista, el escritor Lorenzo García Vega deploraba el "enchusmecimiento" traído por la revolución. Este desconcierto ha vuelto a surgir ahora, tanto en el exilio como en la Isla, como una duda todavía más radical sobre la capacidad de los cubanos de comportarse de manera "civilizada".
Así, no pronunciar la erre o la ese, decir luchar en vez de esforzarse, escuchar reguetón en vez de bolero o ir desde Miami a gozar un fin de semana en La Habana, se habrían vuelto señales inconfundibles del naufragio de una civilización multisecular.
Este asco a "la chusma" refleja una concepción autoritaria de la cultura. Pero, sobre todo, podría ser interpretado como una manifestación de despecho frente a las "lesiones antropológicas" que resultan de casi seis décadas de experiencia revolucionaria.
El problema no es cultural, sino político: la lucha es envilecedora y no deja vislumbrar nuevos ideales políticos. Es muy poco probable que dirigentes como Raúl Castro, Ramiro Valdés o Abelardo Colomé Ibarra comparezcan un día ante un tribunal para responder por los crímenes de los que se les acusa, lo cual permitiría sentar las bases de un orden nuevo.
En su inmensa mayoría, los cubanos siguen siendo rehenes de un relato histórico tergiversado, no disponen de las herramientas que les permitan diferenciar lo exacto de lo erróneo o la verdad de los rumores, y compensan esa imposibilidad de definir criterios de exactitud apegándose al orden y a los prejuicios raciales.
Por otra parte, los observadores que describen "el empoderamiento" de la sociedad civil en Cuba hacen hincapié en la capacidad de ciertos grupos (artistas, emigrantes que van y vienen, cuentapropistas) de "negociar" un nuevo "contrato" con el Estado.
Respecto a esto, es cierto que las autoridades cubanas se ven obligadas a actuar caso por caso y a manipular hábilmente el garrote y la zanahoria. Pero, aun así, logran perpetuar el encerramiento de los comportamientos y de los derechos en la lógica política que impera desde siempre. Disponen para ello de recursos de poder desproporcionados, que hacen difícil hablar de negociación o de contrato.
En cierta medida, la "diáspora" y los artistas insertados en el mercado internacional de la cultura sirvieron de campo de experimento para el castrismo de mercado. En vez de constituirse en vectores del contagio democrático, como lo esperaba Barack Obama, los cubanos que entran y salen de la Isla renuncian a sus derechos políticos a cambio de una mayor libertad de circular, consumir y emprender. Viven divididos entre varias formas de anclajes territoriales, sociales, profesionales, familiares, y cuya incompatibilidad es aceptada sin mayor resistencia.
Por tanto, el régimen cubano sigue beneficiándose de la convergencia entre actores heterogéneos (los nuevos ricos, la diáspora, los dirigentes) a la vez que sigue recibiendo el respaldo de amplios sectores sociales que le temen al desorden, a la inseguridad y a lo desconocido.