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Sociedad

La extinción de la raza cubana

El 20% de la población de la Isla tiene hoy más de 60 años, mientras los jóvenes disminuyen. Si no se cambia la estructura política y económica, pronto se habrá consumado un genocidio a cámara lenta.

Málaga

El título de esta columna puede sorprender y quizá ofender a algunos lectores. ¿Existe una raza cubana? El problema no radica en el gentilicio, sino en el sustantivo "raza", que ha asumido significados muy diversos a lo largo de la historia. Es cuestión de polisemia.

En la escuela primaria de la década de 1950, los manuales de Geografía explicaban que en el mundo había cinco o seis razas: blanca, negra, amarilla, etc. Raza era entonces sinónimo de biotipo, es decir, de un conjunto de características hereditarias compartidas por determinado grupo humano. 

Esa clasificación ya estaba un poco en desuso, tras el descrédito de la política de exterminio practicada por el nazismo en la Segunda Guerra Mundial, que se fundamentaba en la creencia de la superioridad de la "raza aria". Poco después, la UNESCO decidió que era preferible dejar de usar la palabra raza y recomendó el empleo del término "etnia", que tenía un empaque más científico.

Hasta hace poco, en algunas zonas de España los ancianos solían emplear el término "raza" para referirse a los demás grupos nacionales europeos. Para ellos existía una "raza húngara" o una "raza italiana", como para mi profesor de Geografía hubo una raza amarilla y otra cobriza. En la España de posguerra "raza" había sido sinónimo de nacionalidad.

En cambio, a finales del siglo XIX, en el mundo hispanoamericano había prosperado la idea de que la lengua y la religión de los colonizadores, mezcladas con el sustrato indígena, dieron origen a una "raza hispana". Así, desde principios del siglo XX empezó a celebrarse el 12 de octubre, fecha del Descubrimiento, como Día de la Raza, fiesta que todavía se conmemora hoy bajo el rótulo de Día de la Hispanidad. Por entonces se hablaba también de "raza latina", casi siempre por oposición a la "germánica". En ese contexto, raza era sinónimo de cultura.

Pero mucho antes, en la Edad Media, era frecuente que los cronistas se refirieran a la "raza cristiana", la "raza judía" o la "raza mahometana o sarracena". Así reza en los epitafios de innumerables reyes y príncipes que yacen enterrados por toda la Península. Raza era entonces sinónimo de religión.

De manera que en lengua española y a lo largo de la historia el término raza ha servido para designar la religión, la cultura, la nacionalidad o el biotipo, de manera sucesiva o incluso a veces simultánea.

Me acojo, pues, a esa labilidad del concepto para afirmar que existe una raza cubana y que está en vías de extinción. Alguien preguntará, ¿y por qué no llamarle nación en vez de raza? Pues porque el término nación entraña un sentido de proyecto colectivo ampliamente compartido, capaz de situarse por encima de las divergencias políticas, étnicas, religiosas o culturales, y de agrupar a la gran mayoría de la población de determinado territorio en un empeño común de concordia y progreso. De ahí que Ernest Renan definiera a la nación como "un plebiscito cotidiano". Ese es también el sentido del apotegma martiano que reclamaba una República "con todos y para el bien de todos", principio tan incómodo de interpretar para los medios propagandísticos del castrismo.

Ese plebiscito diario o proyecto común, que quizá existió en Cuba al inicio de la República, empezó a resquebrajarse a mediados del siglo pasado y ahora se ha desmoronado del todo. Es precisamente ese fracaso colectivo lo que está en la base de la extinción de la cubanidad y de sus portadores, los cubanos de carne y hueso, los de dentro y los de fuera, amnésicos y memoriosos por igual.

Los estudios demográficos de los últimos años contribuyen a esclarecer el fenómeno y aportan proyecciones poco optimistas de cara el futuro. El desplome de la fecundidad, el auge de la emigración y la prolongación de la esperanza de vida, combinados con la evolución de la economía nacional, componen un cuadro de envejecimiento y pauperización realmente siniestro. Los índices de abortos y suicidios, cuyo monto real el Gobierno maquilla celosamente, no contribuyen a mejorar el panorama.

El 20% de la población de la Isla tiene hoy más de 60 años y la proporción de jóvenes sigue disminuyendo. El número de hijos por mujer (1,6) está muy por debajo de la tasa de remplazo y la emigración no cesa. 

Hacia mediados de siglo, Cuba será uno de los países más envejecidos del mundo y solo tendrá dos adultos activos por cada jubilado. Con la esperanza media de vida situada en torno a los 80 años y la jubilación a los 65 (60 para las mujeres), a los viejos les aguardan entre 15 y 20 años de existencia miserable: a los achaques propios de la edad se sumarán pensiones de 10 ó 12 dólares mensuales, viviendas deterioradas y pésima alimentación. El sistema actual no ofrece ninguna esperanza razonable de que esta situación vaya a mejorar.

Según los expertos, el fenómeno se acelera. En fecha reciente varios organismos internacionales señalaron que hoy se han alcanzado ya cifras inicialmente previstas para 2020 o 2025. En realidad, la demografía no ha hecho más que empeorar a partir de 1972, cuando la tasa de natalidad se desplomó de manera espectacular y en solo nueve años pasó de 28 a 14 nacidos vivos por cada mil habitantes, índices jamás registrados en ninguna parte, salvo en épocas de guerras o grandes epidemias. 

Es preciso subrayar la fecha inicial de la crisis, porque entonces todavía no se había derrumbado el socialismo en Europa ni había desaparecido la Unión Soviética. Pero en el ánimo de la mitad de los cubanos germinaba ya la convicción de que el régimen castrista había fracasado y que la única vía de salvación era escapar del país. Solo que en esos años el Gobierno multiplicaba las trabas para impedir una oleada migratoria que lesionaría la imagen del nuevo paraíso proletario del Caribe.

El pistoletazo de salida lo dio en abril de 1980 un policía cubano que montaba guardia ante la embajada del Perú en La Habana, al disparar contra un autobús lleno de candidatos al asilo político que trataban de forzar las verjas del recinto. Desde entonces, 900.000 marielitos, balseros, pies secos y mojados, nietos putativos o reales de abuelos españoles exhumados a toda prisa, jineteras y pingueros con parejas de la tercera edad, militares condecorados, atletas raudos, médicos exhaustos, espías bizcos, músicos errantes, escritores trémulos y miembros de cualquier otra categoría social imaginable han huido de la Isla, en una estampida solo comparable al éxodo que suele generar un conflicto bélico particularmente cruel y prolongado. En efecto, era la guerra de todo el pueblo, como vaticinaba la propaganda castrista que ocurriría tras la siempre inminente invasión yanqui. Aunque, en realidad, se trataba de la guerra que libraba una mitad de la población, la que apoyaba al régimen, contra la otra mitad, que solo trataba de fugarse. Era una guerra civil decidida de antemano.

Hoy es evidente que los ganadores de esa contienda incivil lograron una victoria pírrica. Expulsaron del país al enemigo, confiscaron sus propiedades, humillaron a los parientes que se quedaron y condenaron a los prófugos al ostracismo y el olvido. Con ejemplar maniqueísmo, estaban seguros de que la Historia tenía un sentido ascendente y que ellos, los ganadores, se hallaban en el lado correcto, en el bando de quienes harían posibles los amaneceres gloriosos del socialismo triunfante, que se extendía inexorablemente por el Tercer Mundo: Angola, Etiopía, Nicaragua, Yemen, Vietnam. El comunismo parecía una fuerza irresistible y Cuba, bajo la clarividente orientación del Comandante en Jefe, era la punta de lanza de la expansión soviética por "los cinco puntos cardinales", como diría años después Nicolás Maduro. 

Pero la ilusión apenas duró una década. En 1989 los alemanes derrumbaron el Muro de Berlín y en 1991 desapareció la Unión Soviética. Precisamente en esos diez años terminó de instalarse en Cuba la sequía de natalidad que preludiaba la crisis demográfica actual. Combinada con la estampida migratoria, esa extraordinaria "huelga de vientres vacíos" avisa hoy al régimen de que es urgente cambiar la estructura política y económica del país. 

Algunos especialistas vaticinan que, de mantenerse la tendencia actual, hacia 2100 la población cubana habrá pasado de 11 a algo menos de cuatro millones de habitantes. En ausencia de inmigración (pocos quieren irse a vivir a un país que se empobrece a ojos vista), será cada vez más difícil revertir esa espiral de envejecimiento, pauperización y muerte. Es decir, que en algo menos de un siglo la Isla tendrá una población similar a la que había en la década de 1920, pero sujeta a un decrecimiento demográfico irremediable y con una productividad inferior aún a la que muestra ahora.

Si no ocurre un milagro (léase: el cambio antes mencionado) que frene pronto esa decadencia y permita la repoblación, la raza cubana se extinguirá, tanto en términos físicos como culturales. Se habrá consumado un genocidio a cámara lenta, con impunidad, a la vista de todo el planeta. (Genocidio: "Exterminio o eliminación sistemática de un grupo humano por motivo de raza, etnia, religión, política o nacionalidad". RAE)

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