La guerra de Angola, y sus víctimas civiles y militares, sigue siendo un tema pendiente para los historiadores y narradores cubanos. Salvo algunos documentales y películas de ficción hechas en la Isla para ennoblecer una contienda que tuvo mucho de fratricida, los escritores en general y los periodistas en particular han esquivado las consecuencias negativas de la guerra —que no fue la única en que Cuba participó— en África. El régimen ha preferido la narrativa de la victoria global sobre el apartheid —discutible— a enfocarse en el drama humano del postconflicto, con miles de mutilados, heridos, enfermos mentales y familias cubanas destrozadas para siempre.
Las excepciones al tocar las desgarradoras aristas del conflicto, como no podía ser de otro modo, han sido los creadores en el exilio, donde Lichi, Eliseo Alberto Diego (1951–2011) fue uno de los más notables. Su novela Caracol Beach (Premio Alfaguara en su primera edición), trata el tema de las secuelas más que de las causas, más centrada en lo humano y menos en una épica encubridora. Es la historia del soldado que regresa de la guerra, con sus demonios y sus fantasmas, y que ya no encuentra lugar en la paz de las cosas.
Estas líneas vienen a tono con la entrevista que Leonardo Padura diera al líder de Podemos, Pablo Iglesias, y que recientemente ha publicado este diario. Más allá de la necesaria politización que hacen del tema, uno porque quiere regresar y seguir escribiendo en su Mantilla sin que lo molesten, y el otro, porque debe limpiar la cara del espejo donde se mira a diario, ambos banalizan lo que fue uno de los conflictos más controvertidos del siglo XX.
Padura no se sale una coma de la narrativa oficial: la cifra de muertos es ridículamente baja, sobre todo por accidentes y enfermedades. Iglesias hace el puente para dar paso a la alevosía: ¿y Vietnam? Y Leonardo, lejos del renacentista a quién quizás deba su nombre, da una respuesta para campeonato de la infamia: no se puede comparar una victoria con una derrota.
Es en ese momento donde habría que recordar cuánto dolor material y espiritual costó a Cuba la aventura angolana. Para empezar, la cifra —conservadora— de cubanos que pasaron por allí en misiones militares y civiles pasan de 400.000 en 16 años. Eso significó alejar por dos años o más de la producción nacional y los servicios sanitarios y educativos a un porciento no despreciable de la población. No vale en estos casos la justificación de la "voluntariedad". Ser "seleccionado" para cumplir misión y negarse no era una buena opción a futuro.
En cuanto a la presencia militar, hasta hoy la Operación Carlota, como se hizo llamar la intervención cubana en Angola, ha sido el mayor despliegue de fuerzas de un país del Tercer Mundo en tierras africanas. En la época de mayor conflictividad, Cuba tuvo destacados más de 70.000 soldados, 1.000 carros de combate y decenas de aviones en ese territorio. Es como si EEUU, con una población de 300 millones, hubiera puesto sobre el terreno cerca de un millón de combatientes. No vale que los soviéticos pagaran los gastos: eran jovencitos cubanos, no rusos, quienes entregaban sus vidas a miles de kilómetros de sus hogares.
Es en el aspecto humano del posconflicto donde entrevistado y entrevistador se enredan, o prefieren no entrar. Es seguro para ellos quedarse en el pasado, contrastar Angola y Vietnam, dos trances que nada tienen en común, salvo la presencia de extranjeros combatiendo a nombre de unos de los dos contendientes nativos. Es seguro para ellos continuar con la terrible —y de inferioridad psicoanalítica— obsesión de compararse siempre con los "americanos".
Pero si hubieran querido hablar en serio de Vietnam y hacer semejanzas con Angola —elevar a La Habana a nivel de imperio militar global—, entonces valdría la pena recordarles que la guerra en el sudeste asiático convocó toda una generación de pacifistas en las calles estadounidenses. Hay miles de libros, filmes, arte que criticaba y aún hoy lo hace, la intervención gringa a favor del régimen de Saigón.
En cambio, entrevistado y entrevistador ni por asomo se preguntan por qué no hubo pacifistas insulares durante las intervenciones militares en Angola y Etiopía. Por qué apoyaron al doctor Agostinho Neto, y no al guerrillero Jonas Savimbi. Por qué José Eduardo dos Santos gobernó por 38 años, y su hija es considerada la mujer más rica del continente africano. Por qué no dicen que ambos están parados sobre la "victoria" que Padura adjudica a una causa mercenaria.
Hay todavía un tema más escabroso y que eluden los dos como si se tratara de un acuerdo telepático: ¿qué ha sido de los soldados y los civiles cubanos después de la guerra? Mientras la prensa cubana se ceba con los suicidios, las adicciones y los actos violentos de excombatientes estadounidenses en Vietnam, Afganistán e Iraq, no hay una sola nota sobre el síndrome de estrés postraumático de los veteranos cubanos de Angola, Etiopía, Nicaragua o la Venezuela que vive una guerra delincuencial en sus calles. ¿Somos los cubiches inmunes al estrés y a la muerte?
De modo que el "tema Angola" no está cerrado, ni siquiera ha comenzado una discusión seria sobre el asunto. El peligro para la humanidad, como advirtiera Hannah Arendt es cuando cosas tan serias, tan graves, se banalizan, y se les resta la importancia y la complejidad que encierran. A eso juegan plácidamente Iglesias y Padura: la guerra de Angola fue casi nada, una "victoria". La entrevista esclarece lo que andaba en sombras: la deuda impagable de los políticos y los intelectuales cubanos con quienes, engañados o no, participaron en la aventura militar y civil más desgarradora de la época castrista.