Salvo alguna que otra excepción, los diferentes sistemas de socialismo en el mundo enfrentan un problema insalvable: se gasta más de lo que se produce y no se produce más por la falta de estímulo que genera la búsqueda del Estado de bienestar, el Santo Grial de los socialistas.
Cuba, por supuesto, no cuenta entre las excepciones. Quizás para desgracia de los cubanos, el socialismo se ha quedado en Cuba para servir como el faro que anuncia los arrecifes que pueden echar a pique la más boyante de las economías.
El socialismo se debate en estos momentos en una crisis, no solo por su falta de resultados concretos en la búsqueda del llamado Estado de bienestar, sino por la carencia de principios éticos que lo justifiquen ante sus seguidores.
En su origen, hace ya dos siglos, podían aceptarse las ideas socialistas en un mundo donde ciertamente el estado natural de la humanidad era ser pobre y el sistema capitalista pugnaba por establecerse en medio de hambrunas crónicas, pandemias y guerras. Ese era el panorama que los pioneros del socialismo presenciaban cuando abogaron por la intromisión del Estado para garantizar la satisfacción de una serie de necesidades sociales consideradas básicas.
Desde entonces, la educación y la salud pasaron a formar parte de lo que serían obligaciones del Estado, además de las ya reconocidas responsabilidades de facilitar infraestructuras, legislar, impartir justicia, la defensa y el orden interior. Pero para llevar a término estas tareas cualquier Estado necesita dinero y un aparato burocrático que las implemente, lo cual significa que mientras más ambiciosos sean los planes benefactores mayor será la burocracia y más el dinero a gastar.
Como el Estado no produce, el dinero que utiliza proviene de la actividad económica que se desarrolla en la sociedad con independencia de si el Gobierno es bueno o no y de su color politico. Productores-consumidores, comerciantes-consumidores, consumidores en general, se encargan de generar ganancias de las que el Estado extrae una parte —impuestos— para ser utilizada con más o menos eficiencia en la satisfacción de necesidades públicas.
Caprichosamente, los gobiernos socialistas de corte estalinista consideran que es demasiada la ganancia generada durante el proceso de producción y comercialización y no les basta con cobrar impuestos, sino que se convierten en productores y comercializadores con la intención manifiesta de quedarse con todo y distribuir los beneficios a su antojo sin arreglo a las leyes del mercado.
En la actualidad, los pobres en el mundo rondan un tercio de la población mundial gracias a que el capitalismo provocó el aumento incesante de la producción de bienes y servicios. Incluso ese tercio pobre de la humanidad —exceptuando tal vez los que se consideran en pobreza extrema— vive en términos generales con mayores índices de consumo y comodidades que los habitantes no pobres de la Europa del siglo XIX. Vista en perspectiva, la Europa previa al capitalismo era una enorme favela.
El desarrollo actual de la humanidad se debe a la aplicación del sistema de producción capitalista o economía de mercado con sus incentivos al crecimiento del individuo. Los socialistas, por su parte, insisten en ser ellos los más capacitados para distribuir las riquezas producidas por los capitalistas en virtud de cierta investidura divina.
Pero como es sabido en este plano terrenal, a más socialismo, menos riquezas producidas y, en consecuencia, menos riquezas a distribuir. Ese es el pequeño detalle que los fanáticos del socialismo (de cualquier tipo) no toman en cuenta. Los individuos son más productivos en la medida que sus intereses personales van a ser recompensados. El hombre actual funciona con las mismas motivaciones que el hombre de las cavernas —gracias a ello dejó las cavernas—; no existe el hombre socialista incapaz de pensar en su propio beneficio y en el de su familia. Ni siquiera entre los líderes y gente de fila más comprometidos con las ideas socialistas se puede encontrar uno capaz de despojarse de sus pertenencias, para compartirlas con un semejante. El objetivo de los ideólogos socialistas es arrebatar lo que por derecho le pertenece a otro, y convertirse a sí mismos en magnánimos distribuidores de lo ajeno.
En el siglo XIX podían ser bien vistas las ideas socialistas y generar simpatías entre los trabajadores e intelectuales de la época. A estas alturas, el apoyo a las ideas socialistas puede encontrarse principalmente entre personas que prefieren ser mantenidas con precariedad por el Estado, antes que esforzarse personalmente, así como entre intelectuales trasnochados y políticos hipócritas que buscan hacerse con la bolsa del erario público el mayor tiempo posible.