Cuando veo los cielos, obra de tus dedos,
la luna y las estrellas que tú formaste.
Digo: ¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria…?
(Salmo 8:3-4)
Las hermosas palabras del Salmo 8 —convocándonos a la humildad frente a la vastedad del universo— resonaban en toda la tierra aquel 20 de julio de labios de Buzz Aldrin que, junto con Neil Armstrong, acababa de poner pie en el desolado paisaje de la Luna. El exitoso viaje del Apolo 11, del que se cumple este año medio siglo, era sin duda una de las proezas más espectaculares de la Historia, como lo definiera el propio Armstrong: "un salto gigantesco para la humanidad".
El satélite que siempre había sido testigo de nuestra peripecia —objeto de culto, inspiración de poetas y motivo de siniestras leyendas— dejaba de ser la metáfora de lo inalcanzable. Los seres humanos hollaban su suelo —mucho más ingrávido que el nuestro— haciendo realidad una aspiración milenaria. La humanidad en pleno, más allá de ideologías, religiones, lenguas y razas, estaba presente en aquellos dos astronautas.
Podemos imaginarnos enfundados en aquellos trajes espaciales y andando por esa enorme roca —sin agua y sin aire— en que el sol se refleja; y allá, en el horizonte, en medio de la oscuridad del espacio sideral, ver destacarse nuestro grácil planeta azul, principio y fin de nuestra existencia como especie, en toda su finitud y vulnerabilidad. Por primera vez, la Tierra era vista y fotografiada a la misma distancia en que para nosotros se muestra la Luna. Esa esfera rodante era nuestra totalidad, contenido de nuestra trayectoria y de nuestros saberes, hábitat de la única vida conocida.
En la Tierra vivíamos entonces en medio de la polarización de la llamada "Guerra Fría" y del conflicto bastante caliente de Vietnam. En las calles de las ciudades de Estados Unidos, que acababa de ponerse a la cabeza de la carrera espacial, tenían lugar gigantescas protestas por su intervención en Indochina que, de alguna manera, era una continuación de la lucha en pro de los derechos civiles que encabezara Martin Luther King Jr., asesinado un año antes. Europa apenas se reponía de los sacudimientos del 68, tanto en el ámbito capitalista (el mayo francés) como en el comunista (la "primavera de Praga", que terminó abruptamente con los tanques soviéticos el 20 de agosto).
De repente, la llegada de estos astronautas americanos a la Luna empequeñecía y ridiculizaba nuestras disputas y, con nuevos ojos, veíamos por primera vez la Tierra tal vez como la veía Dios. El movimiento ecológico, que en ese momento todavía estaba en ciernes, encontraría en esa foto un icono y un punto de partida; había en verdad una razón superior a las que debían supeditarse todas las querellas fronterizas y las esferas de influencia: el hogar de la raza humana era uno solo y nuestras insensatas disputas lo estaban poniendo en peligro.
Las misiones a la Luna no se extendieron por mucho tiempo. Con el viaje del Apolo 17, en diciembre de 1972, tendría lugar la última de esas aventuras. La NASA canceló el programa que ha permanecido abandonado por todos estos años. Eugene Cernan, fallecido en 2017, fue el último hombre en dejar sus huellas en la superficie lunar.
Muchos han cuestionado la utilidad de las misiones a la Luna —más allá del triunfo propagandístico de Estados Unidos frente a la rivalidad de la URSS— y muchos han criticado el dispendio que significo todo el programa cuando había "tantas cosas que arreglar en la Tierra".
Yo creo, sin embargo, que, pasando por alto cualquier gesto de supremacía, esa sola foto de la Tierra tomada desde nuestro satélite justificó el gasto y la aventura. Nos impuso a todos la conciencia de nuestra finitud, sirvió para doblegar nuestra fatuidad y nuestro orgullo, nos enfrentó con nuestra entrañable pequeñez. De pronto, ante a ese único hogar que compartíamos, todas las religiones, las ideologías y los odios resultaban patéticos.
Han pasado 50 años y nuestros conflictos no parece que se atenúan. Algunos órdenes —como el comunismo soviético— se desmoronaron, pero han surgido otros —como el islamismo fundamentalista— que insisten en imponer su visión segmentada y fanática.
Frente a esos brotes de barbarie deben alzarse siempre los marcos mayores de nuestra supervivencia colectiva: la Tierra es un todo en el que estamos obligados a convivir y a la que todos debemos cuidar y proteger, puesto que, al menos de momento, no tenemos alternativa.