"Es retomar la narrativa de nuestra historia. Orgullo brasileño", así justificó Joice Hasselman, una de las principales voces del oficialismo, la decisión del presidente brasileño, Jair Bolsonaro, de disponer la semana pasada que se conmemorara en los cuarteles "como es debido" los 55 años del golpe de Estado que instauró la instauró la dictadura militar que gobernó al país durante dos décadas (1964-1985).
El saldo de la represión durante ese periodo fue de al menos 8.000 indígenas masacrados y más de 400 muertos o desaparecidos por motivos políticos.
A fines de febrero, el mandatario también rindió homenaje en un acto público "a nuestro general Alfredo Stroessner", el dictador que gobernó con mano de hierro Paraguay de 1954 a 1989.
Los exabruptos castrenses de Bolsonaro dan la impresión de que el capitán retirado sigue comportándose como el candidato polémico que fue durante la campaña presidencial y no como el jefe de Estado de la democracia más grande de América Latina.
Un Gobierno de excéntricos
Este desfase se aviene con el amateurismo, la incompetencia y las rencillas internas que han caracterizado a su gabinete durante los tres primeros meses de mandato.
Así, la ministra de Derechos Humanos, la pastora evangélica Damares Alves, ha destacado por sus declaraciones estrambóticas afirmando que el Gobierno enseñaría a los niños a llevar flores a las niñas y a abrirles las puertas o que los niños deben vestirse de azul y las niñas de color rosa.
También sostiene que revisará las indemnizaciones a las víctimas de la dictadura, evita deliberadamente defender los derechos de la comunidad LGTBIQ y enarbola un proyecto de ley que criminaliza el aborto aún en las modalidades permitidas en Brasil (entre ellas, el embarazo por violación).
A su vez, el ministro de Educación, Ricardo Vélez, ha declarado que el sistema educativo brasileño está corrompido por "un adoctrinamiento de índole científica" y por la "ideología de género", cuyo objetivo es destruir valores como la familia y la religión.
Y, para poner al orden del día el patriotismo, envió a los directores de miles de escuelas (privadas y públicas) de todo el país una misiva en la que exigía que los alumnos se dispusieran en fila ante la bandera para cantar el himno nacional y que dicho acto fuese grabado y enviado al Ministerio de Educación.
Algo que puso en evidencia que Vélez desconoce los límites de su función, pues la gestión de las escuelas no depende directamente del Ministerio de Educación, sino de sus distintas instancias (federal, estatal, municipal). Además, es ilegal filmar a los niños sin el consentimiento de los padres.
Por su parte, el ministro de Medioambiente, Ricardo Salles, insiste en que las organizaciones de defensa del medioambiente usan la protección de la Amazonía como pretexto para impedir la producción nacional.
En el pasado, durante su paso por la secretaría de Medioambiente de San Pablo, Salles fue condenado judicialmente por manipular mapas ambientales del río Tieté con el fin de reducir áreas protegidas para permitir la explotación minera.
Igual de escéptico ante el cambio climático se muestra el canciller Ernesto Araújo, quien además considera que la globalización económica está "piloteada por el marxismo cultural".
¿Lucha entre inconciliables?
Más allá de las excentricidades de los ministros, sus declaraciones han dejado en evidencia fuertes tensiones en el Gobierno entre los militares, agrupados tras el vicepresidente Hamilton Mourão, y un sector mucho más radical de derechistas y religiosos bajo la tutela de Olavo de Carvalho, un profesor radicado en Estados Unidos y uno de los principales ideólogos de la extrema derecha brasileña.
La disputa entre estas dos alas se ha traducido, por ejemplo, en la destitución de siete altos cargos del Ministerio de Educación pertenecientes a ambas partes.
Aquí el grupo vinculado a los militares sostiene que el ministro ha de abandonar el discurso ideológico más duro, propio de la campaña electoral, y centrarse en políticas realmente eficaces para apuntalar el sistema de educación brasileño.
Algo que contrasta con la insistencia de los evangélicos de colocar la Biblia en el centro de la enseñanza. Y ello pese a que la Constitución reconoce la laicidad del Estado.
En política exterior también se han hecho visibles los encontronazos. La decisión del canciller Araújo de cortar los puentes con el Ejército venezolano fue criticada por los generales brasileños, ya que la conexión con los militares venezolanos proveía al país de informaciones y contactos valiosos para mantener bajo control la situación en la zona fronteriza entre ambos países.
Además, el tono belicista adoptado por Araújo obligó al vicepresidente Mourão a insistir en repetidas ocasiones en que Brasil no participaría en una intervención armada en Venezuela.
De igual modo, el choque entre radicalismo y pragmatismo se ha dado en la reciente visita de Jair Bolsonaro a Israel. Pese a la promesa hecha los primeros días de su mandato de trasladar la sede de la embajada brasileña de Tel Aviv a Jerusalén, Bolsonaro se ha limitado a abrir una oficina de negocios en la Ciudad Santa.
Esta es una decisión que busca contentar a los evangélicos, quienes respaldan incondicionalmente a Israel, convencidos de que la resurrección de Jesús es solo posible si Jerusalén está bajo dominio judío. Pero a la vez intenta contemplar los intereses del sector ganadero que exporta anualmente al mundo islámico carne halal (con aprobación religiosa) por un monto cercano a los 5.000 millones de dólares.
La influencia de los generales es también decisiva en este episodio, como en el caso venezolano, ya que los militares intentan preservar la tradición diplomática brasileña que consiste en no enrolarse como aliado incondicional de ningún país y mantener contacto con todos los bandos de un conflicto.
Paradójicamente, tal como señala Natalia Viana en The New York Times, "mientras Bolsonaro y sus ministros juegan a radicalismos poco prácticos, los militares se han posicionado cada vez más como las voces moderadas" del Gobierno.
La falta de coordinación en el Gabinete se hizo notoria cuando, a mediados de febrero, el mandatario cesó a Gustavo Bebianno como ministro de la Secretaría General de la Presidencia.
Este se había enzarzado en una polémica con uno de los hijos de Bolsonaro respecto a un escándalo por uso fraudulento de fondos electorales que concierne, entre otros, a la formación política del presidente, el Partido Social Liberal.
La destitución de Bebianno, a la que se oponía el núcleo de los militares en el Ejecutivo, dejó en evidencia el poder de injerencia de los hijos de Bolsonaro en los asuntos del Gobierno.
Estas fisuras debilitan aún más al oficialismo, que solo cuenta con 53 escaños de un total de 513 en la Cámara de Diputados y necesita aglutinar un amplio bloque para aprobar los proyectos de ley destinados a sacar al país del marasmo económico, empezando por la reforma de las pensiones. Por lo pronto, no hay una hoja de ruta clara en cuanto a los planes gubernamentales.
Las pugnas en el seno del Gobierno apuntan así a una ausencia de liderazgo. Como indica el semanario británico The Economist, "el gran problema es que Bolsonaro tiene todavía que demostrar que entiende su nuevo cargo".