"Yo exijo lealtad absoluta, porque yo no soy yo, no soy un individuo, yo soy un pueblo", dijo una vez Hugo Chávez. Esta supuesta infalibilidad del pueblo es clave en el populismo, uno de los fenómenos políticos más recurrente desde inicios de siglo.
Así, al auge de los populismos de izquierda latinoamericanos durante la década pasada, le sigue ahora una oleada de populismos de derecha tanto en América (EEUU, Brasil) como en Europa (Italia, Hungría, Polonia, Austria) —por solo mencionar los casos más sonados—.
El populismo (ya sea de izquierda o de derecha) se caracteriza por el hecho de concebir el campo político dividido entre dos antagonistas (con frecuencia irreconciliables): el pueblo y la elite.
Es la configuración que se les da a estas categorías lo que determina si se trata de un populismo de derecha o de izquierda.
Este último, por ejemplo, tiende a dibujar un enfrentamiento entre los desposeídos y la oligarquía o, en el caso de Podemos en España, entre la gente y la casta. Esta línea divisoria puede acompañarse o no de un cuestionamiento del capitalismo, pero en todo caso plantea la necesidad de una redistribución de las riquezas, haciendo de la justicia social su leitmotiv.
En cuanto a la derecha, el antagonismo suele concentrarse en las consecuencias acarreadas por la indolencia de la elite: la inmigración y la pérdida de los valores tradicionales en detrimento de la cohesión del cuerpo social.
En ambos populismos es frecuente la desconfianza hacia el engranaje institucional y el voluntarismo, cuando no la oferta de soluciones que pasan por alto las complejidades de la realidad.
Crisis de la representación política
Por lo general, la emergencia del populismo es sintomática de una crisis de la representación política, es decir, cuando en buena parte de la sociedad se considera que la clase política da la espalda al interés general.
En Europa y EEUU, por ejemplo, el catalizador de los movimientos populistas fue la crisis financiera de 2008. La urgencia de los gobiernos (independientemente de su signo político) por salvar a los bancos, a la vez que se implementaban duras políticas de austeridad que afectaban al ciudadano común, fue ampliamente percibida como una injusticia.
No era difícil pues mostrar esta connivencia entre las esferas financiera y política como la prueba misma de la existencia de una elite ajena a las preocupaciones del conjunto de la ciudadanía.
Es justamente el trasfondo de descreimiento y hartazgo de los cauces políticos tradicionales lo que propicia la aparición de "hombres fuertes" con un discurso que choca con la corrección política.
Una vez en el poder, a diferencia de los partidos al uso, los populistas se ven obligados a mantener la puja en el cumplimiento de sus promesas o al menos a mantener la apariencia de que impera la confrontación y no la negociación. De otro modo, corren el riesgo de que el electorado los asimile rápidamente a las elites.
El caso brasileño
En Brasil la irrupción de Jair Bolsonaro se enmarca en el reciente auge del populismo de derechas en un buen número de democracias occidentales. Por ende, representa un fortísimo rechazo a la clase política tradicional brasileña, considerada por la ciudadanía como la responsable de una cotidianidad marcada por la precariedad y la violencia. Y, en particular, al emblema del poder en lo que va de siglo, el Partido de los Trabajadores (PT).
Y es que en apenas unos años el país suramericano pasó de modelo de estabilidad y desarrollo a símbolo de marasmo.
Así, el crecimiento económico es endeble, la tasa de desempleo ronda el 12% y el trabajo informal concierne al 37% de la población ocupada. Algo que se ha traducido en una caída de la renta per cápita del 7,5% en los últimos cuatro años, mientras que la pobreza ha aumentado un 33%, afectando actualmente a más de 23 millones de personas.
De igual modo, la violencia se ha convertido en una pesadilla diaria. En 2017, por ejemplo, se registraron 63.880 homicidios, es decir un promedio de 175 asesinatos por día, y alrededor de 60.000 violaciones.
Por si fuera poco, los sucesivos escándalos de corrupción han dejado al desnudo las prácticas ilícitas del conjunto de la clase política y ha fisurado por completo la credibilidad moral del PT.
Los exabruptos de Bolsonaro contra los pobres, los negros, los homosexuales y las mujeres, más allá de sus convicciones, se insertan en una estrategia de configuración del conflicto populista entre, por una parte, el pueblo y, por otra, la elite corrupta del PT y su clientela.
Bien se puede decir que los ejes sobre los que gravitó la campaña de Bolsonaro (agenda social reaccionaria, programa económico neoliberal, propuestas radicales en el plano de la seguridad, promesas de lucha contra la corrupción, giro en la política exterior) son el negativo de lo que significa el PT.
Ahora bien, el gran riesgo del populismo es la continua polarización que alimenta, puesto que el funcionamiento de la democracia supone el reconocimiento del rival político como opositor y no como enemigo.
El candidato Bolsonaro no dudó en prometer que barrería del mapa a "los bandidos rojos", dejándolos ante esta disyuntiva: "o se van presos o marchan al exilio". Que como presidente pase a otro lenguaje sería una buena noticia para Brasil. Pero la dinámica del populismo suele ser otra.