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México

México: el cóctel iliberal

Un líder carismático, un partido forjado para él, un contrapeso opositor mínimo y otros dos factores socioculturales: López Obrador en el poder.

Madrid

De imponerse el 1 de julio la fórmula encabezada por Andrés Manuel López Obrador, el orden político mexicano cambiará radicalmente. Pues se mezclan, dentro de una misma alianza y proyecto de gobierno, varios factores que —en lo individual y sobre todo en su conjunto— tensionan profundamente la precaria poliarquía construida en las últimas décadas.

El primero es el viejo liderazgo carismático de López Obrador. Su decisionismo personalista lo demostró cuando gobernó, por encima de su propia Asamblea Legislativa, en la Ciudad de México. Ni siquiera la deliberación de una fuerza políticamente leal e ideológicamente afín le pareció entonces aceptable. Si eso fue así en una coyuntura donde él era objeto de vigilancia y presión del Gobierno Federal, ¿como será cuando sea él mismo titular del Ejecutivo?

En segundo lugar, tenemos un partido forjado alrededor del líder, donde el verticalismo decisorio y la lealtad al jefe máximo aparecen, por encima de lo programático, como ejes principales de la acción política. La sustitución de candidatos históricamente comprometidos con el movimiento y la alianza reciente con los peores exponentes de la mafia del poder, confirman el carácter atrapalotodo del Movimiento de Regeneración Nacional (Morena). Y las incoherencias de lo que alguna vez fue una organización comprometida con una transformación progresista de México.

En tercer orden aparece el logro de una eventual mayoría en el Legislativo y en buena parte de los gobiernos territoriales, que reduciría a la mínima expresión el contrapeso opositor. Factor agravado por la difícil posibilidad —en un clima de polarización política— de reconducir por la vía pactista las nuevas reformas que el país necesita. Y por el previsible deslave y desmoralización que se producirán en los partidos rivales —PAN, PRI, PRD— ante una eventual hegemonía morenista.

A esos tres factores político-institucionales sumemos otros dos socioculturales. Una cultura política proclive a privilegiar el orden y jerarquía, poco dada al respeto a la ley y el pluralismo democrático. Cosmovisión en la que coinciden representantes radicales de la izquierda marxista, el nacionalismo revolucionario, junto a conservadores del mundo empresarial y (viejos y nuevos) fundamentalistas religiosos. Que se articula con una opinión pública esperanzada de cambios radicales y rápidos, la cual previsiblemente toleraría el decisionismo como vía para avanzar la "agenda de cambios".

No todo son malos augurios ante el eventual nuevo gobierno. Un realineamiento de segmentos de elite, capas medias y trabajadores —con López Obrador como árbitro y Morena como pivote— podría tal vez reimpulsar cierto capitalismo nacional y expandir la (hoy miserable) redistribución de riqueza. Una suerte de nuevo "viejo PRI", más personalista.

Sin embargo, el cóctel resultante de la suma de los factores arriba mencionados tiende a la democracia delegativa. En un entorno global fértil para los iliberalismos, de izquierda y derecha, en Occidente y más allá. Modelo que, en dependencia de las resistencias sociales, reacomodos internos y presiones foráneas que caigan sobre el nuevo bloque hegemónico, podrá conducir en un mediano plazo —2024— a una alternancia democrática o, en el peor escenario, a un autoritarismo competitivo.


Este artículo apareció en el diario mexicano La Razón. Se reproduce con autorización del autor.

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