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Política

La Cumbre de Lima, ¿una ocasión para afianzar la democracia?

La lucha contra la corrupción exige una estrategia ambiciosa y consecuente en los planos jurídico, social y económico.

Madrid

La VIII Cumbre de las Américas tiene como eje principal la "Gobernabilidad democrática frente a la corrupción". Una elección atinada, puesto que el tema es ciertamente una prioridad.

Y es que la magnitud de la corrupción en América Latina bien podría ejemplificarse con una simple lista, la de los escándalos con ramificaciones innumerables como los Papeles de Panamá o la trama de Odebrecht. 

O bien la de los presidentes, en funciones o retirados, procesados a lo largo y ancho del continente: Lula Da Silva y Michel Temer en Brasil; Cristina Fernández de Kirchner en Argentina; Alejandro Toledo, Ollanta Humala, Alan García y Pedro Pablo Kuczynski en Perú; Ricardo Martinelli en Panamá; Otto Pérez Molina en Guatemala; Francisco Flores y Elías Antonio Saca en El Salvador; Rafael Callejas en Honduras...

La corrupción sigue siendo así un mal endémico en las sociedades latinoamericanas. No es de sorprender que, en un sondeo publicado en octubre pasado, la ONG Transparencia Internacional haya constatado que, en el conjunto del continente, los encuestados afirman que el fenómeno ha aumentado durante el último año.

El estudio de la organización, que esta vez ha abanicado 22.000 personas en 20 países, constituye uno de los parámetros más socorridos para perfilar la dimensión del problema en la región.

El asunto no es de poca importancia, pues representa un lastre para el desarrollo económico. Según el Fondo Monetario Internacional (FMI), la corrupción atrofia las posibilidades de crecimiento sostenible e inclusivo y genera un clima desfavorable para las inversiones (tanto privadas como extranjeras). 

Todo esto no hace sino acentuar las desigualdades, ya que, al mermar la capacidad de los Estados para cumplir sus funciones básicas, se reduce el suministro de bienes públicos, afectando especialmente a los más pobres.

Se trata pues de un círculo vicioso. Al incidir negativamente en la economía, perjudica las facultades del Estado, lo cual repercute en el mantenimiento (o aumento) de la desigualdad, que a su vez perpetúa un ambiente poco propicio (inseguridad, escasez de mano de obra cualificada, etc.) para un desempeño económico óptimo.

Déficit democrático

Peor aún, dicha espiral pone en jaque los cimientos mismos de la democracia. Es decir, el derecho de los ciudadanos, independientemente del estatuto socio-económico, a acceder en igualdad de condiciones a las prestaciones públicas.

Así, Transparencia Internacional señala que el 29% de los entrevistados afirma haber tenido que pagar un soborno para poder beneficiarse de un servicio público. Sin embargo, solo el 9% declara haber denunciado la situación a las autoridades. Una proporción irrisoria que se explica, hasta cierto punto, por las represalias sufridas por un 28% de los denunciantes.

Semejantes cifras revelan que parte considerable de la ciudadanía en el continente se enfrenta en su cotidiano con instituciones en las que el déficit democrático es patente.

Este hecho se remite a causas que encuentran su origen, en cierta medida, en los procesos históricos que han moldeado la realidad latinoamericana.

En efecto, esta institucionalidad relativamente frágil, pese a las mejoras de las últimas décadas, se enraíza en unas democracias sistemáticamente puestas a prueba mediante ya sea intentonas golpistas (militares o cívicas) o las derivas autoritarias propias del caudillismo.

Es justamente esa tradición caudillista la que propicia, a niveles provinciales y municipales, la apropiación de facto de la maquinaria estatal y la instauración de redes clientelares. A lo cual se suman los altos índices de pobreza que ostenta el continente y que convierten el desvío de los recursos públicos en un modo de subsistencia.

Retos pendientes

Aun así, no todo es sombrío en el panorama actual. En primer lugar, porque la heterogeneidad de la región tiende a atenuar el diagnóstico trazado. Uruguay y Chile, por ejemplo, presentan una realidad diametralmente opuesta a la de Venezuela y Haití, que cuentan entre los países más corruptos del mundo.

Además, el reforzamiento del Estado de Derecho, que ha venido profundizándose desde los 90, se ha traducido en varios países en una disminución de la tolerancia hacia la corrupción. A ello no son ajenas las manifestaciones multitudinarias de los últimos años en Brasil, Guatemala o República Dominicana, por solo citar unos casos.

Una evolución que se ha visto también acompañada por la modernización (y mayor autonomía) de las instancias judiciales —factor clave para explicar el creciente procesamiento de miembros de las élites políticas y económicas—. 

En este sentido se marcó un hito, en 1996, con la adopción de la Convención Interamericana Contra la Corrupción (CICC), en la que los países firmantes se comprometían a promulgar diversas leyes, con especial acápite en la extradición para los casos de corrupción.

No obstante, aún queda mucho por hacer. El tema es complejo y, por lo tanto, necesita ser abordado desde distintos ángulos. Transparencia Internacional, por ejemplo, recomienda a los gobiernos tomar medidas que reduzcan los sobornos en los servicios públicos, publicitando claramente las tarifas de los servicios y optimizando los procedimientos burocráticos con el fin de evitar que la toma de decisiones se dilate o permita la arbitrariedad.

También hace hincapié en la necesidad de fortalecer las instancias judiciales, asegurando una mayor transparencia en el nombramiento de los jueces y en la asignación de causas o, incluso, eliminando la inmunidad política en los hechos de corrupción. No menos importante es el saneamiento de las fuerzas del orden y la protección de los denunciantes de las irregularidades.

Por último, la lucha contra la corrupción no puede obviar los problemas socio-económicos. La situación de Uruguay y Chile da a pensar que también se necesita nivelar hacia arriba las condiciones de vida de la población y, en particular, de los más desfavorecidos. Lo cual supone ambiciosas políticas sociales y de redistribución de riquezas. Todo esto con un objetivo preciso, la consolidación de las instituciones democráticas.  

De no lograrse en Lima acuerdos en ese sentido, la Cumbre será sencillamente una ocasión perdida más. 

 

 

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