Los hombres nos acostumbramos, con demasiada facilidad, a conceder a nuestros buenos tiempos una longevidad inmerecida y una inmortalidad improbable.
Nos ocurre hoy a quienes estudiamos, trabajamos y participamos de las repúblicas liberales de masas que en el último cuarto de siglo se irradiaron, desde Occidente y más allá, como modos virtuosos de convivencia política. Hoy, amenazadas por el expansionismo de las autocracias globales, el auge del terrorismo y las desafecciones de populistas, xenófobos y extremistas —hijos bastardos de la democracia—, nuestro mundo democrático se tambalea. Y emerge, acechante y silencioso, el fantasma totalitario.
Podemos reconocer su presencia en las tácticas desplegadas por los enemigos de la democracia en los tableros mundiales y nacionales. Karl Mannheim, en un texto de hace 75 años, anunciaba algunos rasgos de dicho proceder. La desorganización, rápida y violenta, de las formas de pertenencia tradicionales del individuo, llevándolo al aislamiento y a la consiguiente sensación de fragilidad personal. La penetración y desmoralización de los enemigos, sean estos naciones asediadas o activistas democráticos bajo una dictadura. El fomento de nuevas relaciones y agrupamientos —basados en la afectividad infantil y la sumisión ciega— que cimientan, junto a la disciplina militar y mafiosa, el culto al Jefe y la Causa.
Miremos en derredor. La disyuntiva central ya no es entre capitalismo y socialismo, entendidos como modos de producción claramente diferenciados, pues solo hay un tipo de economía imperante (la capitalista, de mercado) que se desarrolla bajo modelos diferentes (social, neoliberal, estatista) y coexiste con formas subsidiarias de producción, distribución y consumo poco o nada mercantiles. Tampoco es entre izquierda y derecha, en el sentido clásico que le dimos en nuestro "corto siglo XX" —como formas diferenciadas de gozar y promover, individual y colectivamente, la derechos y libertades—, en tanto no pocos gobiernos promercado desarrollan hoy políticas sociales incluyentes y sus pares progresistas cuidan con celo la macroeconomía.
El conflicto schmittiano de nuestro tiempo es el que contrapone democracia y autocracia. El que enfrenta al gobierno de muchos —jamás de todos—, limitado en el tiempo y regulado por la ley con el poder concentrado e irreductible de un caudillo o camarilla. El que cree en la pluralidad constitutiva de una imperfecta humanidad o la primacía de una moral, una persona, una idea suprema y redentora. Ese combate ya está aquí. En las elecciones de México y las votaciones de Venezuela. En la sucesión postergada de Vladimir Putin o el relevo bloqueado de Xi Jinping. En las marchas ciudadanas en EEUU y en Irán.
De la postura —cómplice, indiferente, militante—que adoptemos, dependerá que nuestra vejez —y el mundo de nuestros hijos— transcurra bajo la férula de un Gran Hermano o en las indeterminaciones de la libertad. Si los rasgos del actuar totalitario, anunciados por el sociólogo alemán, se repiten en nuestro derredor, dependerá de nosotros atajarlos en una fase temprana de su desarrollo o permitir que la bestia crezca y, con ello, convertirnos en sus presas y súbditos.
Este artículo apareció en el diario mexicano La Razón. Se reproduce con autorización del autor.