A Matilde Serao le gustaba burlarse de mi retraimiento; de mi afición, que consideraba desmedida, a la soledad, y del temor que me inspiraban (y siguen inspirándome) los desconocidos. Solía decir que yo era más real en el escenario que en la vida cotidiana. Que era más verosímil, más creíble, al representar un personaje que cuando intentaba, de forma penosa y ardua, actuar como yo misma.
Con el paso de los años, comprendí que mi amiga estaba en lo cierto. El "papel" de Eleonora Duse no ha sido precisamente mi más afortunada creación.
Sin embargo, no se me debe atribuir toda la culpa. Eleonora, reconozcámoslo, es un personaje desvaído. Quien lo concibió lo hizo con desgano, no le insufló la vivacidad necesaria. Es verdad que en el prolongado drama de su vida hay algunas escenas fuertes, que exigen bravura a la actriz que la encarne; pero los momentos de emoción son solo eso: momentos aislados que se diluyen en una trama monótona y previsible.
Sin color ni simpatía, Eleonora carece de la aureola trágica de una Cleopatra, de la picardía de una Mirandolina o de las mutaciones psicológicas de una Nora o una Hedda. ¡Siempre enferma y quejumbrosa, huyéndoles a los periodistas, refugiada en sus libros! Es uno de esos caracteres aburridos y amorfos que ponen en peligro la reputación de cualquier actriz, por competente que este sea.
¿Qué clase de personaje es ese, que no ventila sus sentimientos, que prefiere callar y sufrir en vez de provocar una colisión de emociones? Sin pretender justificarme, debo aseverar que es muy difícil, casi una proeza, tratar de interpretarlo de modo que resulte soportable…
Me prefiero como las mujeres de Sardou, de Ibsen, de Gorki. Como la princesa Fedora, como Rebeca, como Basilisa. Mujeres atractivas, fuertes, admirables. ¿Qué es, a su lado, la frágil y escurridiza Eleonora? Nada, o casi nada. ¿Por qué perder el tiempo, entonces, ocupándose de ella? Podría decirse, exagerando un poco, que no existe, que esa mujercita únicamente merece alguna atención durante las horas en que se convierte en otra.
¿En qué pensaba Víctor Hugo al enviarle un anagrama de su apellido: Duse-Deus? Como tributo lírico, pasa; pero ¡qué homenaje tan alejado de la realidad!
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Mi familia se precia de ser, si no una de las más ricas de Bogotá (que no lo es, por desgracia), al menos una de las más ilustres, pues el apellido Belalcázar se remonta a la fundación de la ciudad y el Reyes también tiene sus años.
Otro orgullo del clan es que sus miembros son más conservadores que los caudillos que llegan a la Presidencia de la República en representación del Partido Conservador. Esto no es broma ni hipérbole. Sé de buena tinta que mi familia y otras igualmente egregias conspiraron, junto con el general Pedro León Acosta, contra el presidente Rafael Reyes e hicieron lo inimaginable para derrocarlo. A pesar de ser uno de los suyos, nunca le perdonaron la blandenguería de que entregara dos ministerios, el de Hacienda y el de Relaciones Exteriores, a los liberales. Incluso no me sorprendería que estuvieran mezclados en el criminal atentado que le hicieron a Reyes en 1906, mientras daba un paseo en coche por las afueras de Bogotá con su hija Sofía, y del que se salvó de milagro.
El fervor político de mi parentela es tal, que a los recién nacidos les endilgan pañales azules, dizque para que vayan relacionándose con el color de su partido. Y a mi padre lo protegían del frío y la humedad de nuestra casona de paredes de piedra en La Candelaria con cobijas teñidas de azul.
Mi madre, hija, sobrina y nieta de generales, esposa de un general y, por derecho propio, generala ella misma, tuvo que hacerse cargo, desde joven, de las riendas del hogar. Lo hizo, como cabía esperar de una mujer de carácter, con manos firmes: la izquierda, enfundada en un guante de encaje, y la derecha, en una manopla de hierro. Aunque bella, lo que se dice bella, nunca lo fue, en su mocedad poseía un aire principesco que la tornaba atractiva; astucia para los negocios, en cambio, siempre tuvo, y abundante, por lo que ha sabido administrar de forma sagaz el patrimonio de los Belalcázar Reyes, haciéndolo crecer con inversiones eficaces. Cuando, contra la voluntad de sus apoderados, compró unos lotes en los alrededores de Chapinero, mis tíos Melitón y Manolo le criticaron que dilapidara su patrimonio en terrenos áridos sin el menor porvenir; pero, pocos años después, la intelligensia bogotana, harta del ajetreo y del bullicio de la capital, descubrió que aquel cercano remanso de paz era un sitio idóneo para construir casas de campo y el precio de las propiedades se multiplicó.
Quasi viuda, pues de esa manera podía catalogársele en su condición de esposa de un hombre mucho mayor que ella, que a causa de una fiebre cerebral permaneció postrado durante casi veinte años y solo hablaba incoherencias, desde joven tuvo que asumir la obligación de velar con celo por el futuro de sus retoños. En especial, por cinco hijas a las que debía garantizar una dote suculenta si no quería que se quedaran para vestir santos. Ella admite, de mala gana, que la cuota de hermosura asignada por el Santísimo para su descendencia la acaparé yo, el primogénito y único varón. Ninguna de mis hermanas tiene los ojos negros de pestañas tupidas que me tocaron en suerte, tampoco mi piel sonrosada ni, mucho menos, mi galanura. ¡Injusticias de la vida! Cualquiera diría que, al hacerme, mis padres hubieran echado mano a sus más selectos ingredientes, mientras que a mis pobres hermanas las terminaron de fabricar, mal que bien, con los materiales de segunda calidad que encontraron a su alcance. Feítas y de tez trigueña, parecidas a la rama de los Belalcázar asentada en Antioquia, magras y desgarbadas, las cinco son, sin embargo, alegres, bromistas y dueñas de una gracia innata que las hace invitadas especiales de innumerables bailes y paseos. Consciente de que la simpatía rara vez conduce a una pollita al altar, la Generala puso desde siempre su máximo empeño en labrar, para cada una de ellas, una pequeña fortuna. Y no escatima los pesos para mandarles a hacer vestidos preciosos donde Mademoiselle Berthe Largentier, la modista de los elegantes, ni para comprarles zapatos encharolados a la moda ni para que acudan a excursiones y soirées, con la certeza de que, en los tiempos que corren, si se desea tener un buen marido, primero hay que gastar dinero, pues plata llama plata.
Es verdad que las feítas gozan de gran popularidad y tienen numerosos amigos; pero, hasta hoy, únicamente una de ellas, Teresa, ha conseguido novio y prepara, con la ayuda de sus hermanas, el ajuar para el matrimonio. Bajo la ventana de Lucrecia rondó durante unas semanas, arrastrándole el ala y parece que con intenciones serias de desposarla, un tipo que no estaba mal. Pero de nada le valió al chico su título de ingeniero obtenido en California ni haber sido uno de los cerebros que llevó adelante la construcción de la termoeléctrica El Charquito: quedó descartado por la Generala en cuanto esta supo que el pichón provenía de un nido de liberales y tuvo que irse con su música a otra parte. Lucrecia lloró al pretendiente varios meses, a escondidas, claro, y adelgazó hasta convertirse en un montón de huesos, pero terminó por resignarse. Sin embargo, tengo el convencimiento de que las cinco se vestirán pronto de novias y me llenarán de sobrinos, que ojalá se parezcan a su tío o a los futuros esposos. Al fin y al cabo, mujeres menos agraciadas que ellas, y con el agravante de carecer de dote, han pescado maridos.
En cuanto a mi porvenir, la Generala lo tuvo planificado con lujo de detalles desde que vine al mundo. En su imaginación, me casaría con una joven de buena cuna, proveniente de los mejores linajes del país. Nada de advenedizas con plata, bonitas y educadas, pero con quién sabe qué taras en la sangre de sus antepasados; no, señor: mi esposa sería de confianza: una de mis primas o la heredera de algún apellido de campanillas.
Cuando el tiempo transcurrió, y crecí, la Generala se percató de que sería necesario sortear unos cuantos escollos antes de llegar a la meta que se había trazado.
Antonio Orlando Rodríguez nació en Ciego de Ávila en 1956. Fue ganador del Premio Alfaguara de Novela 2008 con su novela Chiquita y del Premio Iberoamericano SM 2022, destinado a reconocer las mejores trayectorias en el área del libro infantil y juvenil. Aprendices de brujo es su primera novela (2002), que reedita ahora Ediciones Furtivas, en Miami.
Aprendices de brujo se presenta este viernes 31 de enero, a las 7:30PM, en el Koubek Center (Miami Dade College, 2705 SW 3rd St, Miami FL33135), con la participación del autor, los escritores Daína Chaviano y José Ignacio Valenzuela, la editora Karime Bourzac, y la actuación especial de Gema Corredera.