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Narrativa

Breve historia de una idea

'No hay lector más corto de memoria que ese, para el que se escribe. Tarde para la compra y venta de derechos editoriales, tarde para lo políticamente correcto.'

Caracas
Bombillo encendido.
Bombillo encendido. Istock

                     

                                 ¿Sabía usted, me dijo y empezó otra vez a caminar, que Valéry dice que  
                                   El discurso del método es la primera novela moderna?   
                                   Es la primera novela moderna, dice Valéry, me dice Tardewski, porque  
                                   se trata de un monólogo donde en lugar de narrarse la historia de una  
                                   pasión se narra la historia de una idea.

                                                                      Respiración artificial. Ricardo Piglia

 

                                   ¿Qué podemos decir de Dios? Nada. ¿Qué podemos decir a Dios? Todo.  
                                    Los versos dirigidos a Dios son la plegaria. Y si ahora no hay plegarias  
                                    (con excepción de Rilke y de aquellos pequeños seres de la tierra, no  
                                    conozco plegarias) no es porque no tengamos nada que decir a Dios, ni  
                                    porque no haya quien nos diga ese algo —hay quién y hay qué— pero no   
                                    somos capaces de alabar a Dios y rezarle en la misma lengua en la que   
                                    nosotros, durante siglos, hemos rezado y hemos alabado todo   
                                    —absolutamente todo. Para que ahora podamos atrevernos a dirigir 
                                    nuestras palabras (nuestra plegaria) directamente a Dios, se necesita no 
                                    saber qué es la poesía o —haberlo olvidado. 
                                    Pérdida de confianza.

                                                                         La plegaria. Marina Tsvietáieva  
 

 

Mamá repitió el nombre de Jesús mil veces esa noche.  

Me disculpo con mis lectores si en las próximas líneas no consigo ser fiel a la firmeza que un inicio como este requiere. Razón por la cual, me abstengo del género de frases que requieren precisar, crear una atmósfera. Como si después de ello no pudiese quedarse uno sin nada que decir.

Se narra, se amuebla el escenario, se supone estar en la libertad de entrar y salir de la cárcel del lenguaje, buscando que  algo de lo que se escribe aparente estar pensado desde el principio y que no sea un capricho desacertado de ciertos caracteres de naturaleza formal, aprendidos (sobra decirlo), pero que albergan la promesa de que al final del día el texto termine siendo, aunque sea un poquito, más literario.

Habría sido más sensato con ustedes empezar con una frase del tipo: no estoy segura de lo que voy a hacer a continuación. Pero, sentada frente al ordenador, a esa hora de muerte solo tenía plena consciencia de algo: el nacimiento de una idea.

La literatura de nuestro tiempo se escribe desde el malentendido.

El malentendido es infinitamente más rico que la idea que es fiel desde su inicio hasta su fin.

¿Resistiría algo a mis intentos de (auto) determinarme a merced del fracaso?

Las manos,   
apresuradamente todo comenzaba con las manos, de surcos gravitacionales y de los espacios ceñidos que reclamaba el pulso lento y vacilante en que una cuenta se desplazaba por el gesto formado entre el pulgar y el índice para abrir paso a la siguiente.

Jesús, Jesús, Jesús.   
Por eso habré de repetir mil veces tu nombre.

Llevó el rosario de una mano a la otra al punto de reventar la fibra de nylon donde se hilaban las cuentas tradicionales, en series, que al paso de cada diez distaban en tamaño y color.

El éxtasis religioso comparte el fin último de la literatura de nuestro tiempo: el silencio.

Al día de hoy, yo he fracasado en ambas. Éxtasis: silencio y redención.

No hay escritura más perfecta que la que conduce al silencio, salvo la que no se escribe.

Años después, tras separarme de la iglesia, confieso haber perdido la fe.  He renunciado a la vida familiar y a la política a costa de buscar a Dios desde mi lugar silencioso, donde lo llamo, y no responde.

Mamá no ha necesitado métodos, ni explicaciones, ni el camino que se construye a costa de ensayo y error.

Manos, espacios vacíos; testigos de una vida ganada a costa de poner el corazón en la miseria. Ojos cerrados, las cuentas brincan de un lugar a otro, no las recoge, se aferra a las que quedan insertadas en la cuerda. Con cinco se puede completar la serie. Falta repetir quinientas veces el nombre de Jesús.

Afuera empieza a caer la noche, no se escucha nada, nadie pasa, un hombre se detiene contra un muro. Trae una lata de aerosol en la mano. Alcanza a dejar una escritura en la pared: Palestina libre.

Al minuto siguiente se escuchan disparos, y un silencio que de tan lejano resulta agotador.

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?

 

***

 

Una mancha de musgo crece contra el muro, una bala se dispersa antes de llegar al objetivo contrario.

No hay objetivo contrario. Se dispara porque hay que disparar, y porque al final del día se vuelve a casa con el ademán del hacer cumplido.

Es escucha y fervor. Se anudan las certezas, se despedazan.

El discurso moderno se escribe desde la sospecha.  
Se duda, se resquebraja, se renuncia al poder de la fe.   
Es poder es horizonte es miedo.

Pasa la hora, los días pasan, a merced de una renuncia voluntaria y del silencio que deviene en incapacidad de confiar en el papel. Intento hacer lo que hay que hacer, me fijo horarios, plazos de tiempo, cronogramas de tareas, papel y tiza de colores. Soy incapaz y el resto del tiempo estoy atormentada por lo que debería hacer y no hago.

No hago nada. Espero, escribo; se escribe con las manos, se ora con las manos, se cose con las manos. Coser: cortar, zurcir, poner del revés.  

La angustia deviene en alma arremetida sin lugar a dudas sin saber a quién orar.

Oraciones para un Dios ausente. Noche oscura del alma.   
Noche que te vas, buenas noches.

Dios mío, clamo de día, y no respondes;  
Y de noche, y no hay para mí reposo.

Crecí con el cristianismo liminar y el lirismo rojasguardiano, un lugar dónde buscar a Dios a contragolpe y a contrasentido que de tan marginal fue delegado a los sustratos de la memoria colectiva. No hay lector más corto de memoria que ese, para el que se escribe. Tarde para la compra y venta de derechos editoriales, tarde para lo políticamente correcto.

Lo políticamente correcto se asemeja más a una cuerda rota con sordina que, por miedo a lo indecible, calla, que al silencio

Consciencia, éxtasis y diazepam. Luz artificial, paisaje, luz de día, luz meridional: espacio inmaterial y presente perpetuo. Es espacio donde el sentido sobreabunda. Por eso enceguece.

No hay tradición sin diálogo entre el pasado y el futuro.

Son las horas más oscuras de mi nación.   
Nacer es nación, en la hora en que el alma mentecata desfallece ante sus anhelos de eternidad. No hay tiempo para sembrar para el mañana. Se ora, se confía en el último bien terreno: la palabra.

Temo más a un millón de personas orando que a las armas. La mayoría no siempre tiene la razón.

Pasa la noche, no hay argumento, no hay narrativa ni hilo conductor. Hay espacio gravitacional, tabaco, papel en blanco. Temo más a la página vacía que a la llena.

No es momento para pensar en el mañana. Alguien se acordará de nosotros en la posteridad.  

Lo demás es la consciencia postrada en sus horas blandas que por miedo a fracasar, lo que ha tenido por victoria es solo humo. Es blanco murmurar y horas muertas.

El hombre que pinta el muro es muerto frente a mi ventana. Nadie lo vio, nadie lo escucha. Apago la luz de la bombilla con la esperanza de estar sin estar aquí.

Una muchacha sale de casa a esta hora, se cuelga el abrigo negro sobre los hombros. Camina con la angustia de quien al paso de unas horas observará la escena desde su lugar seguro. No hay oficiales de seguridad que la detengan.  Se cruza con el cuerpo del hombre junto al muro.

No hay memoria. La muerte es animal.

Pone el corazón en el otro, en la miseria. El cristianismo ortodoxo se sostiene sobre el principio de fraternidad: se reconoce el sí mismo a través del otro.

Se reconoce al otro como lo que es: un otro.   
Es media noche, la muchacha llega a su destino. No hay viaje es accidente. A la mañana siguiente su cuerpo será hallado a quinientos metros debajo del estrecho del puente, aún con vida.

 

***

 

Esperar la hora.  
Esperar la epifanía de la superación coincidente.

Si llegados a esta página, los lectores aún se preguntan por la historia, me veo en la obligación de volver a disculparme. No hay historia más allá que la de una idea que se formula y se trastoca en la medida en que la consciencia se transmuta en consciencia de ella. Es delirio es incertidumbre.

Son las primeras horas de la mañana, por ello San Juan se habría referido a la noche y al asilo de la consciencia. No hay abundancia de luz que le enceguezca.

Hay noche, pero no asilo de la consciencia. Hay confianza en una verdad que, de camino, desaparece. Medios de comunicación, censura. Escucha colectiva. Se escuchan gritos en la calle.

Mamá llegó a repetir mil y un veces el nombre de Jesús. No ha visto el noticiero en toda la noche. El discurso prepolítico suplanta el opio de su pueblo. Ningún instrumento sobrevive a la naturaleza material al orden de las cosas.

La bombilla se sobrecalienta, y se espera que a la mañana siguiente algo de esto resulte siendo distinto.

 


Viviana García Hoyos nació en Mérida, Venezuela, en 2001. Sus textos han aparecido en revistas y suplementos literarios venezolanos.

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