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Crítica

'La capital del sol': una herida abierta entre cielo y suelo

César Pérez, conocido por muchos por 'sus mordaces poemas y comentarios de Facebook', publica una 'tragicomedia en tres actos' que transcurre en Florida.

Caibarién
Hotel EPIC Kimpton, Miami
Hotel EPIC Kimpton, Miami IHG

Cuando supe que en Amazon ya estaba disponible la obra de César Pérez (Vueltas, Villa Clara, 1973), mi reacción fue cierta sorpresa mezclada con estupor, pero mucho más de avidez lectiva.

Explico el porqué de tanto asombro: la pieza debutó, según un sonado hit parade virtual, en el número uno de ventas del primer distribuidor mundial de mercancías. César nos aclara que en realidad se trata de un "glitch in the Matrix", algo que ocurre cuando un libro sale al ruedo por primera vez, pero mi extrañamiento persistió: lo mismo si César tuviese guara oculta con la gente de Alibaba, o fuera un vulgar truco de marketing. Entonces, gustoso, mordí el anzuelo.

Escapar del sur y unirse al norte "revuelto y brutal" de Boston fue una decisión que César aún aplica como preservación de su estirpe: Massachusetts es el estado embriagador que no es Florida, y no alberga a la UCLV Martha Abreu que le tocaba a él por la libreta, pero que sorteó con garbo yéndose de capitales. Desde la distancia, inventa un Miami que es Cuba con esteroides, real/fantástica ma non troppo.

Para los que lo conocen por sus mordaces poemas y comentarios de Facebook, César Pérez sigue siendo de esos amigos-coterráneos que están presentes en el momento exacto, a la hora inclaudicable, para narrarnos vivencias, hacérnoslas potables con sobrada agudeza intelectual y terminar por convencernos de que este mundo impío no tendrá arreglo jamás y que lo mejor sería ir pensándonos otro, a contrapelo de la hipotenusa pero con una sonrisa.

Con afilada pluma, entre el embrollo del exilio insular geoestacionado en la ciudad soleada, disecciona sabroso con escalpelo que no dubita ni distingue jerarquías cederistas en la otra "capital de todos los cubanos", y muestra el sitio donde anidó masivamente durante los últimos seis decenios "la bipolaridad de la incultura cubana". Todo transcurre en la umbra de un caos que sigue creciendo en pos de dineritos-billes que constituyan trofeo de orilleros.

Porque aunque existan por ahí otros Mayamis y LaVanas del ámbito real e imaginario, nada como The Sunshine State para sentar raíces y verlas "florecer", entre pantanos y cocodrilarios que no son siquiera oriundos del Zoológico de 26.

Tampoco importa si la flor predilecta del jardín heroico es la "devora-cadáveres" o la "revienta-caballos"; ambas expelerán aunado hedor, perceptible en la distancia.

La marca registrada que se destiñó hasta convertirnos en "queridos traidores" impone el daño antropológico que a la nación —entera/dividida— causa, causó y causará el castrocomunismo, y aparece encuerada en esta pieza hilarante, chusmísima a la vez que pletórica de dolor patrio.

Los personajes

Descolla Larisa, exjinetera devenida feminista y supertranca. Su experiencia vital la convirtió en suerte de fiera que se revuelve contra la garra del machismo-leninismo de tantos Guevara juntos, aquí y allá. Uno de ellos, Pepe Martí, investido de millonario/mipymero, es la caricatura de la "inmor(t)alidad" del internacionalismo al que mandan —"enigüei"— liquidar tan pronto estorbe. Sus secuaces Fito y Robertón son dos matones de pacotilla que, además de edecanear portando caretas despellejables, medran bajo la holgura del cinismo de su jefe. 

Yumisleidys es la hija díscola de Martí, abanderada del poliamor y la eterna gozadera, arropada con estupefacientes más fuertes que el abandono familiar. Su última adquisición afectiva se escinde entre Aitana, una tuerca española de altos quilates lexicales, y la llaneza existencial de Alain, un crack-Marvel pero al revés: uno que se caga frente a una arañita de trapo: el easyfucker cero-rabo-duro. (Por cierto, el tema de las tallas y las durezas extremas se explaya aquí entre todo el elenco, más allá de lo exclusivamente fálico o grotesco).

Hay un mafioso extranjero mezclado también en esta farsa (latinoamericano, claro, alusivo de los asesoramientos fidelistas impuestos a los gobiernos de turno, muertos de miedo ante su égida atroz). Pero el protagonismo decisivo se reparte entre dos proxenetas frustrados por la miseria endémica, exsocios reagrupados de la mano del azar en multiversal destierro: Lorencito el calenturiento, a quien el autor con un giro magistral lo apellida García Fría(s), que corrió a la ciudad maldita en pos del bollo centrípeto de doña Larisa Paganini, derritiendo su aura de oro viejo en el brinco... y Roli, el ambia de "toda la vida", Yago repartero que nunca dejó de hacerle sombra al aprendiz de Yarini que el otro sí era.

El enredo

Emigrar como única opción, "hasta la victoria siempre" de tus huesos hechos mierda, semeja el lema pioneril de tantos muchachitos desbocados y que han arrastrado consigo al Norte estos lodos de ciudadela asfixiada. A la contraparte isleña que se derrumba detrás, allende una mar sin bambalinas, se impone el flow cacofónico encima del flood local. Todos ansían tener raudos billetes, armas para cuidarlo, y un rastrero reguetón como entre-tenedor (de libros-cocinas), pues resulta distintivo que César soslaye —en descripciones y parlamentos— lo que ha sido estandarte del exiliado promedio, que blande ambrosía libertaria en forma del hambre antológica, aquella que palia el imperialismo con sellitos matariles —antiácidos clorhídricos— en todo aquel que osara usar la boca.

Que un descerebrado se invente una operación secuestradora mientras otro mastodonte encubierto del asistemático sistema eclosiona, delata cuánto de jóligudense encierran las imágenes idealizadas y/o turísticas (que no pueden ser de otra manera ni en mejor entorno para la conspiración y la performance). Estas imágenes superpuestas se convierten en matriz nutricia en la obra del autor y de su afición por el bateo (¿de batey, como el jabón?) en el (re)juego de pelota(s) que alguien dijo una vez sería "derecho del pueblo", aunque siquiera sea "un deporte" a cabalidad.

El nudo gordiano al final se desata solo, como en toda obra que raje el pecho con jaranas, y después de refocilarnos a mandíbula combatiente —bobos cabales—, lloremos de rabia sin vacunas. Anticipo unos tarados/tirados sobre otros en emotiva catarsis: los que todavía cuentan y ni ganas tienen de abofetearse mutuamente por ser parte del hato de "pendejos" en el lunetario.

¿Culpables? Seguramente no lo será César Pérez, traductor y poeta. Reciclador de historias durísimas de vida, y vocero de sí mismo. Replicante obsesivo en la malhadada histæria nacional. No, señor. Qué va.

Ustedes saben bien quiénes son los artífices de nuestras desdichas y no hará falta murmurarlos... (no vaya a ser que reaparezcan en escena y el pobre Pérez —que no es ratón— deba reescribirlo todo, tomando en cuenta otro deleite soberano).

Telón

El teatro en verso es tronco de rareza en las nuevas obras escritas, tanto en inglés como en castellano. No soy historiador ni crítico sino espectador, y seguramente se me escapan muchos detalles. No obstante, me permito conjeturar, con algún fundamento, que la representación escénica —de Shakespeare por ejemplo en castellano— ha perdido bastante la posibilidad de explorar su veta expresiva. Máxime cuando contemporáneos suyos como Tirso de Molina o el apenas posterior —y superior— Calderón de la Barca, arrasaron con éxito. Así citemos La vida es sueño de este último o La zapatera prodigiosa de Federico García Lorca.

Como el monólogo, el verso es una convención teatral que puede valorarse por sus efectos (musicalidad, lirismo) o rechazarse por artificiosidad impostada.

Según Lope de Vega, superstar, el tipo de estrofa que debía usarse en cada proyecto escritural sería el siguiente:

  • Romance (serie ilimitada de octosílabos con rima asonante en los versos pares), para las relaciones interpersonales.
  • Tercetos para expresar cosas graves.
  • Redondillas para el amor.
  • Soneto para los personajes que esperan.
  • Décimas y octavas, ¡para expresar quejas!

Casi todas esas formas de versear y rimar aparecen en la obra. Si fuera estrictamente lopista, vista la depauperación galopante del conuco de los Castro, César habría escrito su obra en décimas y octavas solamente. Pero la queja es solo una de las aristas de este poliedro: se trata de una obra mucho más abarcadora, sólida y ambiciosa que simplemente eso.


César Pérez, La capital del sol. Tragicomedia en tres actos (Bookeh, Leiden, 2024).

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