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Narrativa

Victoria a tus pies

'Crecía sin cesar la peregrinación rumbo al palacio para comprobar que, tal como había pregonado a grito limpio un chiquillo, la elefanta había destrozado el televisor.'

Miami
Cataratas Victoria, Zimbabwe.
Cataratas Victoria, Zimbabwe. Cooperating Volunteers

Bajo el sol de África, en la latitud donde la sabana corteja a la selva, está Victoria. De pie sobre ella hay un hombre mirando al horizonte. Es Mugto, hijo único de la hechicera. Su madre le reveló el secreto de la ciudad perdida, la ciudad mágica de la que nadie ha vuelto. Prófuga de los mapas, perturbadora de brújulas: la ciudad flotando en la niebla, sumida en el estruendo de la cascada.

Los elegidos irán al borde del abismo y quizás vean sus caminos. Ese segundo entrará en sus mentes, los acompañará el resto de sus vidas. El espíritu de Soplavientos está allí, en Victoria, su hechicera madre lo sabía.

Él también vio la ciudad cuando era un niño, y vio a un joven irse a ella,
envuelto en bruma.

La sabana es un lugar taimado; acecha a su presa y la devora, luego se acicala de carcasas. El hombre de la sabana tiene los sentidos volcados en aire y tierra; percibe los cambios naturales con gran precisión. Por eso Mugto sabe cuándo las manadas del Serengueti-Mara marcharán, en una alianza de gacelas y cebras, aunque estén miles de millas al norte de su aldea. Por eso supo cuándo vendría al mundo la primera hija, destinada a heredar el trono Mukuni.

Mugto es un jefe Toka-Leya, tribu descendiente de una princesa congolesa. Su pueblo ha ocupado el área de las cataratas durante siglos, designando los sitios sagrados para ofrecer oración y sacrificio a los espíritus del Chiposoyo. En la ceremonia de la lluvia, la bedyango oficia el rito, y los jóvenes recolectan agua. Mugto es bisnieto de la bedyango que conoció a David Livingstone en 1855.

En aquel tiempo su tribu le temía al Chiposoyo. Su bisabuela, en cambio, llevó a Livingstone hasta allí. El escocés le dijo que había ángeles volando sobre la cascada, esperando almas. Le habló de Lady Night, la ciudad inasible, y le entregó el dibujo de una mujer difuminada por la niebla, con un pavo real a su lado.

La madre de Mugto también ofició al borde del abismo. De niño, Mugto la acompañó al Humo que Truena, y vio a alguien caer al vacío. Entonces su madre le susurró el secreto de la ciudad fantasma. Aquel hombre la vio, y no pudo soportar la idea de olvidarla. Su madre le enseñó a ser un líder, la tribu Mukuni lo quiere; vinieron a recibir a la princesa el día de su nacimiento. Trajeron regalos y bailaron en torno al palacio.

El palacio de Mugto es la única choza con servicio eléctrico; tiene un generador donado por unos turistas alemanes. Cuando Mugto ve a los turistas piensa en su bisabuela, y en el retrato de Lady Night, que aún cuelga en la sala del trono, junto a unas pieles de leones, lanzas de marfil, y la bandera de Zambia.

El día en que nació la princesa apareció en el pueblo una elefanta, y su cría moribunda. La cría murió, y la madre se recostó junto a ella, bajo el árbol sagrado. Hubiese perecido, pero el pueblo la adoptó. Hicieron un techo, le llevaron semillas y agua. Cuando el animal terminó su duelo, era hija de los Mukuni; la llevaron al terreno del palacio y la ofrecieron como regalo de buena fortuna a la princesa. Decían que si la cuidaban, el pueblo sería próspero, reinaría la armonía. Y así fue.

En los años siguientes muchos turistas llegaron a la aldea, dejando regalos. Algunos visitaban el palacio, conocían a la familia real y a su mascota. Otros eran invitados a las ceremonias sagradas de la lluvia en el Chiposoyo, a pasar la noche junto al fuego, escuchando historias de antaño, traducidas por guías locales.

Con ayuda de misioneros, abrieron la escuela. Allí aprendían que hay pueblos de gente blanca capaces de forjar sus destinos, en vez de aceptar los designios naturales. Que existen alimentos raros, lejos de las frutas, verduras y animales de la dieta Toka-Leya. Aprendieron que el sida y el ébola también son mortales para el blanco, pero no inevitables, como pensaban. Descubrieron que existen lujos inalcanzables para ellos, y no es preciso mandar las fotos digitales de dos en dos: se puede hacer copias, incluso si envían una sola.

Un día llegó el televisor, con un reproductor de videos. Los trajo un misionero, y los dejó en el palacio, para que el pueblo pudiera observar el prodigio. Una fascinación colectiva se apoderó de la gente. Las imágenes mostraban a hombres, negros como ellos, vestidos de traje y andando por calles repletas de rascacielos, con casas limpias, niños sanos; conducían coches de ensueño, lucían joyas.

Cuando el televisor se apagaba a las once de la noche, volvían a sus chozas oscuras con un sabor agridulce en la boca. Por algún tiempo aún vivía en sus pupilas la imagen de aquellas personas; de sus casas verdaderas y sus calles. Las mujeres pasaban días soñando con unas neveras repletas de comida y con niños sonrientes, bajo mantas de colores.

Luego miraban a su alrededor y advertían la miseria. Sentían la incertidumbre de la sequía y se preguntaban cuánto viviría un hijo, sin mantas y sin neveras. Andaban por el pueblo cabizbajas, arrastrando los pies, e ignorando a las que antes llamaban amigas.

Los hombres volvían a sus chozas soñando con autos, relojes, y con la actitud de ese hermano occidental: un negro blanco. Ya nadie se sentaba a contar viejas historias junto al fuego. Esperaban la noche, apuraban sus días para escuchar las historias que contaba el televisor.

El pueblo se volvió un lugar silencioso, lleno de rostros huraños. Solo los pequeños corrían aún felices, jugando a ser hombres de la Gran Urbe, mientras rodaban por la tierra. Para el resto la felicidad estaba muy lejos, más allá de la selva, en el lugar destinado a los elegidos de los dioses: en Occidente. Donde nacían los mejores y llegaban los valientes. En sus mentes, ellos eran el desecho de la humanidad, los condenados a vivir sin techo, sin comida, sin mantas. Los condenados al olvido de los tiempos.

Cuando se escribiera el Libro de la Tierra, ellos no estarían en él, ni sus hijos. Hojas podridas de un árbol, cortados de la civilización, apartados de la historia. Manchados por dentro y por fuera. Negros.

Mugto los observaba, deploraba que estuvieran adorando a dioses ajenos; en sus pesadillas uno de ellos partía de la tribu, luego regresaba con un reloj dorado y un diente de oro. Aquello bastaba para enamorar a la heredera. Despertaba bañado en sudor.

Entonces llegó el día fatal. La voz corrió como un relámpago de boca en boca hasta los confines de la aldea. Nadie daba crédito a sus oídos. Crecía sin cesar la peregrinación rumbo al palacio para comprobar que, tal como había pregonado a grito limpio un chiquillo, la elefanta había destrozado el televisor.

Rostros iracundos se agolparon sobre los restos tibios del artefacto.

Algunos sollozaban y otros, armados de machetes y piedras, se aprestaron a perseguir a la bestia, destructora de sueños.

Fue entonces cuando Mugto llamó al orden; el jefe Toka-Leya protegió con su propio cuerpo a la elefanta. Los pobladores volvieron a las chozas poco a poco. Hubo duelo durante tres días y tres noches, al cabo de los cuales todas las mujeres retomaron sus tareas, con algarabías y risas bajo el fuerte sol de la sabana. Los hombres regresaron a sus rutinas, a la pesca y los juegos deportivos cuerpo a cuerpo, a sus rituales. La luz de las hogueras en la noche volvió a brillar, se oyeron cuentos antiguos repetidos con voces nuevas. El recuerdo del artilugio se diluyó en el ruido de la catarata, en el bramido de animales salvajes. El cielo volvió lucir como la bóveda de un palacio imperial para los Toka-Leya; ya nadie pensaba en la sequía, en la diminuta y olvidada condición de su pueblo. La única crónica que les importaba era la que escribirían sus hijos, recordando los besos de las madres.

A veces Mugto se va solo a Victoria, a ver el horizonte, y recuerda el día en que culpó a la elefanta por sus actos: un elefante expiatorio en la sabana ardiente. Evoca allí lo que su antepasada aprendió de David Livingstone, y este, de Lady Night, palabras transmitidas hasta llegar a él; cuando un joven cayó al abismo la hechicera dijo: "Un líder guiará al pueblo hacia sus orígenes. El imperio de la felicidad, hijo, es como Soplavientos: va en ti".


Elizabeth de la Teja nació en Cienfuegos, en 1983. Bajo el nombre de Bosch ha publicado Ergo sum, que recoge las memorias de la autora en cuatro países, y los libros de relatos Orwelistán y Soplo y símbolo, al cual pertenece este relato.

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