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Narrativa

Chabrancán

Un fragmento de novela del narrador argentino que se presenta mañana y tiene entre sus presentadores a José Kozer.

Los Ángeles
Salvador Dalí, Detalle de 'La jirafa ardiente', 1937.
Salvador Dalí, Detalle de 'La jirafa ardiente', 1937. la cámara del arte

 

Pafundi y las dos enfermeras suben hasta el último piso del edificio, trepan los escalones adicionales hacia la terraza y cuando abren la puertita de metal, los golpea una mezcla de kerosenes, humaredas y gases; pero ellos salen igual, como si escaparan de una amenaza todavía más peligrosa. Las alarmas, las bocinas y los gritos llegan todavía más atormentados por la distancia y el viento. Pafundi avanza entre las líneas indecisas de alquitrán como si descifrara, con todo el cuerpo, escrituras ancestrales y se apoya por un momento contra una pared baja mirando el panorama de las calles: la gente corre en masa a través de un amontonamiento de autos en llamas, muebles, cascotes y baldosas levantadas. Corren sobre superficies de fango de las que surgen senos, rodillas, brazos, cabezas desmembradas vomitando gritos de sangre. Pafundi vuelve sobre sus pasos, camina entre antenas improvisadas, y sube por la escalerilla amurada al tanque de agua. Desde ahí se puede ver, sin obstáculos, toda la ciudad. Aparte de otros incendios dispersos, un edificio entero se está consumiendo en llamas. Pafundi recuerda la jirafa ardiendo de una pintura surrealista: la jirafa envuelta en fuego que, sin embargo, se mantiene imperturbable, como el edificio. Tiene la certidumbre de haber soñado con esas llamaradas serpenteando desde las ventanas de un rascacielos y se convence de que se trataba de un sueño profético. Le habla a las dos enfermeras pero levanta los brazos como si estuviera esperando un regalo del cielo:

—Que gran obra esculpiría Rodin con todos estos miembros dispersos… Hay que celebrar la ironía del desastre. En unos segundos hemos pasado de calcular la mejor ruta de escape, a encontrarnos rezando para no morir aplastados o al menos sobrevivir sin perder las dos piernas. Qué otra gran puerta del infierno esculpiría el fetichista de las amputaciones, sumergiendo sus dedos artrósicos en pedazos de barro sin cuerpo. Si no se puede saber realmente quién es, en verdad, un escultor hasta que produce su última obra, tampoco podemos saber qué es, en verdad, el arte de la escultura hasta que, de entre las ascuas de la hecatombe, surja su última figuración. ¿Será eso el Socotroco? A más de un vanguardista, de aquellos que buscan ponerle punto final a la historia, le hubiera gustado concebir una pieza que tuviera la fuerza del Socotroco: un punto y aparte cósmico, puntuación bastarda, un Full Stop como el de Fiona Banner, pero un bólido que no es solo minimalista. El Socotroco también es escultura estelífera, efigie rupestre, ready-made paleolítico, es barroco embarrado, roca rococó, es performance petrificada, arte conceptual de la edad de piedra… expresionismo abstracto…. arte bruto, arte-acción en caída libre y accionismo vienés, después de la caída!

Las enfermeras se agarran de la pared como si hubieran sentido un temblor y miran lascivamente a Pafundi que se desgañita, sobre el tanque de agua, entre rugidos, bocinazos y descargas eléctricas. El barbijo, colgando de una sola oreja y el delantal abierto flamean  contra el viento. El guardapolvo, salpicado de manchas verdeazules, le pega chicotazos contra las piernas:

—¿Dónde está la chispa divina que le da vida al Gólem? ¿Qué busca el perverso Maharal de Praga que es también, como Rodin, devoto de los amputados? La primera marca que imprimimos en la tierra fue la de esa aleta saliendo a la orilla de un pantano y la última será un manotón desesperado. Pero toda marca tiene un verso y un anverso, un ida y una vuelta, una forma de ser leída y desleída. El griego antiguo no se recorría ni de derecha a izquierda, ni de izquierda a derecha sino como Bustrófedon, como Bustrofotón, como Bustrófate… siguiendo el recorrido con que el buey avanza por los surcos del arado. Para un lado, para abajo y para el otro; para el otro, para abajo y para un lado. Gutenberg se inspiró en las glebas de barro que levantaban los cascos de un buey, para crear los tipos móviles de su imprenta. ¿Y qué otro poema inauguraría con esas letras de estaño sino El libro de la Sibila?... la hechicera que profetiza, en hexámetros griegos, el Juicio Final. Siempre se vuelve al final. Para un lado y para el otro, de derecha a izquierda, de atrás para adelante, la explosión nuclear de bustrofotones, hay que volver al principio y esta vez no comenzar de nuevo… Dioses moribundos, rabinos de Praga, hacedores devotos del Talmud, sibilas de las grutas, fetichistas de Paris, orfebres de Mainz, ¿solo yo escucho la plegaria de los Golems? ¿Solo los Golems sueñan con regresar al barro? Hay que volver al principio y esta vez no comenzar de nuevo… hay que saber leer sus sueños de materia prima, de caldo, de melcocha original… y devolver la poesía a sus tintas aceitosas, los tipos móviles a sus vetas de estaño, devolver todo al barro y devolver el barro al agua y a sus sedimentos… ¿No escuchan, fetichistas de la amputación, la plegaria de los Golems?

 


Pablo Baler nació en Buenos Aires en 1967. Profesor de Literatura Latinoamericana y Periodismo en la Universidad Estatal de California, Los Ángeles. Es autor de la novela Circa  (Galerna, Buenos Aires, 1999), del libro de crítica  Los sentidos de la distorsión: fantasías epistemológicas del neobarroco latinoamericano (Corregidor, Buenos Aires, 2009), y ha editado la antología ilustrada The Next Thing: Art in the 21st Century (Fairleigh Dickinson University Press, 2013). Este es un fragmento de su novela Chabrancán (Ediciones del Camino, Buenos Aires, 2020).

Chabrancán se presenta mañana 10 de diciembre a la 1:00PM (Los Ángeles). Participarán como invitados especiales el poeta José Kozer y la novelista Elsa Drucaroff. La charla será moderada por Claudia Landeros en nombre de la editorial Ediciones del Camino. La presentación será abierta al público y accesible aquí.

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