Tal vez, después de todo, haya misiones específicas para los géneros y la novela —o el drama— deban cumplir como nadie con la obligación desarrollar un personaje dado. La poesía, por su parte, tendría como mandato garantizar una emoción sin la esclavitud de un significado directo o pronunciable —o al menos pronunciable de una manera distinta al poema mismo—, mientras que el teatro representado, el teatro en escena, debería realizar la inmediatez del personaje, transmitir la impresión o la certeza de que nos encontramos a poca distancia de alguien vivo.
Este último fenómeno sería, de entre todos, el más raro de experimentar, lógicamente, debido al carácter efímero del arte en cuestión. Uno podrá esperar perpetuamente las palabras de Cervantes al abrir El Quijote pero me temo que hayamos perdido para siempre las puestas en escena de Grotowski —cuya reproducción en vídeo no sería lo mismo—.
Calculo concebible, así mismo, el efectuar de punta a cabo una triste trayectoria de espectador sin haber tenido la dicha de ver el pequeño milagro de la vida en escena porque no se estuvo ahí, en el momento y el lugar preciso donde ocurría. Nuestras vidas en La Habana no habrán podido lamentar esa falta si asistieron a las representaciones de Argos Teatro tituladas Misterios y pequeñas piezas y Hierro (sobre todo la primera), protagonizadas ambas por Caleb Casas en 2019 y 2020.
Con Misterios… pasó, de hecho, algo curioso que quizás corrobore la hipótesis de arriba: durante la primera mitad del año nos impresionamos con el sólido personaje que defendía Casas. Pero cuando se presentó el texto original, en octubre, durante el Festival de Teatro, fue fácil comprobar que había mucho más del protagonista que aquello que habíamos visto en proscenio y que, de hecho, las dos obras (la hablada y la escrita) eran más vecinas que piezas equivalentes. Siempre pasa, se podrá terciar: siempre las tablas traicionan el texto original, o viceversa. Pero restarle novedad al fenómeno no elimina también su interés —como diría Borges—, que creo que vale la pena continuar.
Antes de dar inicio, debo aclarar que tendré por Misterios y pequeñas piezas solo la primera parte de la obra, momento en que se funda y culmina perfectamente el conflicto principal que nos importa. El resto de los actos se concentran en un episodio anexo que responde más a necesidades biográficas que dramáticas, según creo.
Misterios y pequeñas piezas, entonces, cuenta la historia de un director de teatro enloquecido y lúcido, al que todos llaman Maestro, para quien su propia vocación pedagógica es un problema. Se sabe que el protagonista está inspirado en la vida del gran Vicente Revuelta, actor y director, guía de generaciones. Pero en verdad el drama puede prescindir de esta referencia histórica porque tiene un compromiso genérico que lo extiende más allá de cualquier circunstancia: el dilema esencial que se plantea en la pieza puede pertenecer a cualquier maestro, no importa su nombre, solo necesitaría el abolengo de guía espiritual que la ocupación alguna vez tuvo.
Es un problema rarísimo el planteado, de hecho. Escasamente se encuentra la literatura. En la obra (y en la vida) su desarrollo debe constar de dos partes: la primera, el planteamiento de la agonía del protagonista, el reproche por no haber seguido sus propios libérrimos deseos y en cambio haberse hundido en este pantano de mediocridad al que supuestamente se debe para enseñar. La segunda parte, en la obra, es la resolución de ese tormento mediante el triunfo de su vocación sobre la duda. Este clímax ocurre cuando el Maestro logra su beneficio sobre el Estudiante y, por tanto, se realiza en el crecimiento de este.
En las tablas, en 2019, la segunda parte creo que falló. Esto se debió a que la entrega del segundo personaje, el Estudiante A, fue limitada. No solo estuvo disminuida al compararla con la estatura de Caleb Casas, sino que fue poco digna en sí misma. Su caída nos dificultó percibir, por consiguiente, cualquier efecto benéfico que el Maestro tuviera sobre él en el clímax y por tanto percibir la solución del conflicto y hasta el conflicto mismo, que se descubre al final —porque como en la buena literatura, solo en la acción, y no en el discurso, se demuestra el sufrir del protagonista—.
Sin embargo, a pesar de estas faltas la fuerza del protagonista quedó intacta. Tan bien planteada estuvo su índole desde el principio en el texto y tan bien producida por el actor encargado de representarlo, que bastó con que lo viéramos solamente en su agonía (no en su alivio) para tenerlo por vivo. A mí me pasó que regresé a casa con la sensación de haber conocido a alguien extraordinario, impresión que me acompañó durante varios días —y a juzgar por las críticas, algo parecido sucedió a mucha gente ilustre—.
Para la reposada lectura, un desliz como el anterior —es decir: la caída del segundo personaje y por tanto el enrarecimiento del conflicto—, hubiera sido imperdonable. En la letra impresa demandamos cabal examen del dilema, ponderación de cada acontecimiento —como, efectivamente, ocurre en el libreto—. En la sala de teatro, no: la obra toda puede sobrevivir si la fuerza y la verdad de un protagonista permanecen.
Esto extraigo de una circunstancia en la representación de Misterios y pequeñas piezas en 2019. Mucho más el lector más podrá ganar de su invariable letra o de futuras puestas del Argos Teatro que hoy dirige Carlos Celdrán.
II
Como si no hubiera bastado con Misterios y pequeñas piezas para satisfacer un año de trabajo, Argos Teatro añadió a 2019 otra obra encomiable. La pieza Hierro, basada en momentos de la vida del poeta (más romántico que modernista) José Julián Martí. Con ella se pretende hacer del héroe nacional un personaje ininteligible para nosotros.
La tarea es difícil porque, sea por la perversión de generaciones de políticos, sea por su propia inspiración mesiánica, Julián Martí ha hecho un camino, quizás irremediable, hacia la abstracción en Cuba. Nosotros los cubanos no vemos a Martí. Vemos a una especie de Cristo. No al hombre asequible que podríamos encontrar a la vuelta de la esquina, sino a un símbolo patrio o, en el peor de los casos, a una estatua moral. Incontables matutinos infantiles nos estropean la lectura de su poesía. También nos perjudica el estar en el deber de admirarlo.
Contra la distancia que la demagogia ha impuesto entre nosotros y el poeta, se han rebelado algunos artistas últimamente y se rebela Carlos Celdrán con Hierro. Todos han querido recuperar al hombre por encima del símbolo, devolverle la realidad al "apóstol". Sin embargo, hasta la fecha, y que yo sepa, en los intentos por rescatar el Martí "humano" se ha esquivado una y otra y vez la necesaria exploración psicológica del personaje y en cambio ha sobrevivido esa veneración nuestra que en el fondo es una derrota. Alguien ha podido narrar bellamente hechos en la vida del héroe vuelto hombre, pero al cabo han sido los episodios en la existencia de un semidiós ignoto.
Eso ocurría, en mi opinión, hasta Hierro, donde por primera vez encuentro a un Martí posible. Un tipo grandioso, sin dudas, admirable, pero también un tipo que puede comprenderse.
Para su encarnación de Martí, Carlos Celdrán no ha recurrido a la iconoclasia infantil —a veces preferible— que desbarataría todo culto miope, arrasando en su euforia también con la cordura. Tampoco ha pedido la ayuda de recursos comunes a esta clase de empresas como son, por ejemplo, el cálculo que dicta que "hacer carne" a un personaje equivale a elevar su cuerpo y entonces nos somete a una serie de trances fisiológicos del protagonista que nos convencería de la "encarnación" efectuada; otro es la simple actualización del lenguaje —proponiendo que la distancia que nos separa de un gran hombre es apenas temporal—.
Nada de esto encontramos en la obra de Celdrán. Allí también se destaca el cuerpo de Martí, ciertamente. Pero se hace en función de la caracterización sicológica del protagonista. Así, vemos la manera en que debió entender el protagonista —un poeta postromántico del siglo XIX— su propia carne: como algo ancilar al espíritu, un instrumento de la voluntad, no distinguida. En cuanto al lenguaje o las referencias temporales del actuar, quedan en una cómoda neutralidad.
Para la empresa de "humanizar" a Martí, Carlos Celdrán presume que, sobre todo, habría que hacerlo comprensible a sus semejantes. Apelando entonces a la olvidada lógica y a un saber acaso muy antiguo, se da a la tarea de elucidar lo que de simbólico hemos puesto en héroe: la idea del bien. Sin grandes discursos, propone entonces una racionalidad del bien en la conducta del protagonista que es plausible. Seguramente no corresponde con exactitud a la manera en que el poeta del siglo XIX justificaba en verdad su actuación, o a su ideología, o a sus conclusiones sobre la vida (probablemente tenga más de Celdrán que de Martí) pero funciona perfecto como ilusión escénica. Podemos creer la realidad de un personaje justo, llamado como el héroe nacional, que ha sido explicado y se explica a sí mismo en su virtud.
En la distraída actualidad que habitamos, donde incluso el arte y la literatura se rinden al espectáculo o a la argucia académica, tenemos en Misterios y pequeñas piezas y en Hierro, dos obras que consiguen, ante todo, decoro en la expresión, sólidos personajes, y también nos ayudan a reconocernos ¿Qué más se puede pedir?