El año pasado me despertaba todas las mañanas
pensando en los métodos de matarme.
En la imaginación me compraba un revólver,
y me lo aplicaba al cerebro,
solo que me preocupaba quedarme lobotomizada y entonces,
figurativamente,
me lo dirigía hacia el corazón.
Esto sería más perfecto,
porque si se dispara a los intestinos,
podría crearse una situación muy desagradable:
había una alfombra hermosa en mi cuarto
y me preocupaba destruir con la sangre tan hermosa obra de arte,
de modo que pensé que sería más apropiado colgarse de una soga,
pero este método, muy antiguo en mi país,
por lo económico de los instrumentos
—solo una vara de soga y un cuarto de sebo—
tenía justificación en aquellos baños de techos altos.
Aquí, en las casas modernas
hay que preocuparse de la altura del cielo raso.
De modo que pensé en la posibilidad de colgarme del árbol más alto
que se ve desde la ventana de mi cuarto.
Me veía con todas las sensaciones que a esto acompaña,
moviendo una escalera hacia el árbol,
restregando suavemente la soga con el sebo de una vela,
y formando un nudo que ya me las arreglaría yo,
porque podría averiguar en uno de esos libros náuticos,
para que hiciera la diligencia rápida y efectiva,
me ponía el círculo de soga alrededor del cuello —vestida...
¿cómo estaría vestida?—
y amarraría el otro extremo a la rama más fuerte
y bien alta del árbol.
Esto concluido, llegaba la parte extraordinaria,
la de empujar de un puntapié la escalera
y dejarse mansamente deslizar hacia la gravedad de la tierra,
pero había un problema con este procedimiento,
que los niños del barrio probablemente me descubrirían
y llamarían a otros para que viesen a una mujer
colgando de un árbol con la lengua afuera
—qué bochorno, no el bochorno de ver a una mujer muerta,
sino bochorno de la misma muerte
que nos hace sacar la lengua.
A momentos entrecortados de este procedimiento
de pensar en línea todas las muertes posibles,
siempre recurría el tema del cuchillo en la yugular,
o por mejor decirlo así, de las tijeras.
Pero quizás sería mejor internarse en el río
que aparece al final de mi carretera,
la muerte por agua es mucho más hermosa
que la muerte por aire,
allí me comerían los peces, criaturas más delicadas que los gusanos
que pueblan la tierra.
Solo tendría que ir caminando con romántico paso
hasta llegar al final de la calle
y lanzarme al agua y nadar y nadar,
hasta llegar al centro de la bahía,
cuando ya mis fuerzas no alcanzaran más
dejarme absorber hacia abajo por las aguas.
Aunque este método era también bastante dificultoso y engorroso.
En primer lugar, no sería del todo imposible que alguien me parara
así en el medio de las aguas,
desde su velero o bote a motor y me dijera
"¿Quiere usted que la llevemos?"
A lo cual yo podría responder que solo cumplo una apuesta
(¿con el destino?),
que me da placer nadar largas distancias
o que no es un asunto de ellos,
solo un negocio mío.
Pero aun más inaguantable era la preocupación
de que me entrara un terrible pánico
y que con ese deseo indecente que tenemos de sobrevivir,
se me ocurriera gritar a todo viento —el agua es una gran trasmisora—
y con gran revuelo en el barrio se lanzaran a buscarme o,
lo que es peor,
que nadie jamás me oyera y me hundiera en medio del mayor pavor.
El método de las aguas no era un método excelente. El cuchillo, las tijeras,
lacerarme la yugular. Eso sería la única solución.
También soy motorista.
¿Por qué no tomar el automóvil y lanzarme
desde las alturas del puente al medio de la bahía?
Recuerdo que el doctor Méndez me dijo
que esto es lo que se esperaría de alguien
que busca el suicidio,
pero no la desesperada laceración del cuerpo.
Pero como alguien ha comentado,
a veces uno es tal perdedor que es posible que el automóvil
se llene de agua y se estropee
y uno salga a la superficie del mar y de los periódicos
y con una cuenta astronómica para reemplazar vehículo tan necesario.
Las pastillas, eso es, las pastillas, pero no,
porque es mi experiencia que uno nunca o casi nunca
se toma bastantes para morir,
sino para dormir lo suficiente
como para ser descubierta
y entonces la cosa es de tomar café
y que le hagan a uno una lavadura del estómago,
que es algo terrible, y la policía se entera y se entera la Universidad
y se entera el banco y todos los deudores y acreedores
y en fin, que esto no es solución de ninguna manera.
Las tijeras, las tijeras sirven para lacerarse.
Es una fórmula privada, se puede hacer en la bañadera,
las puertas están cerradas, nadie puede ver el punzón
entrando en esa frágil piel
atravesando las carnes hasta la sangre
que brota toda hacia el caño.
Las tijeras que me acompañan siempre,
porque mi madre me enseñó a ser costurera,
y sé remendar y coser y cortar
y usar magistralmente las tijeras.
Solo que no sé mucho de anatomía,
solo aprobé en la escuela,
y lo que más me interesó fue el sistema de los huesos,
esculturas formidables, los músculos me aburrían,
excepto el del corazón, y como es natural, el último capítulo,
el del sexo, al que nunca había tiempo de llegar,
pero que todos los estudiantes aprendían de memoria.
De modo que había que pensar por dónde penetrar
con la hoja bien afilada, si por la derecha o por la izquierda,
cómo resolver tamaño problema
en medio de la desesperación.
Mañana será otro día, me decía.
Mañana pensaré en cómo sacarme la vida
de una manera efectiva.
Nunca se me ocurrió quemarme el cuerpo,
que era el método escogido por todas las mujeres
de tierra adentro para resolver sus problemas pasionales.
Esta es la razón por la que mi papá tenía las manos coloradas,
porque tuvo que abrazarse a una mujer en llamas
para apagarle el fuego de su cuerpo,
y para toda la vida se quedó con las manos ardientes.
Así la mujer no murió y se quedó marcada.
Lo que me llevó a pensar que la gran tragedia
sería la fragilidad de mi belleza.
¿Cómo desperdiciarla en quemazones
que no resuelven otra cosa que recordarnos la envoltura precaria
que nos sostiene en vez de entregarnos radicalmente a la tierra?
Olga Connor dirigió secciones culturales en El Nuevo Herald, en Miami, y sigue escribiendo en ese diario. Ha publicado El arte de la entrevista (Alexandria Library Publications, 2017), con entrevistas suyas a Octavio Paz, Evgueni Evtushensko, Almudena Grandes, José Triana y otros autores. Recogió su ficción y poesía en Palabras de mujer/ Parables of Women (Betania, Madrid, 2006). Este poema, que es la primera parte de un díptico, pertenece a ese libro.