No hay obra.
Me toca por detrás
un desconocido y me presiona
a contemplar algo obsceno y urgente;
yo estaba en otra cosa
babeado de tanto flujo y abundancia.
Esos detalles me cosen la ansiedad,
ponen la mazorca
para ver si la muerdo;
en esta poca latitud
no soporto un examen recurrente
y veo al bicho pegajoso
cruzar sobre las buenas intenciones
de los santos;
ya no tengo rodillas
para estar en eso,
si vuelvo allí es
porque su voz es cálida
y tiene swing para extrañar
el mamey y la yerbabuena.
No hay obra,
he descubierto que cualquier
propiedad me hincha la nariz
y hasta la boca.
Mejor, la reparto;
el plátano de yeso
se lo lleva ese que es un máster
en estafar al turista,
lo demás lo pongo
en la mesa de al lado,
cada cual que coja
el pedacito
que le encaje, si en verdad saben depredar,
me dejarán el hueco exacto
un clima apropiado para intricarme
y recoger lo que persiste
cuando el objeto abanica
y se despide.
No hay obra,
reconstruyo el aliento,
la memoria rastrilla,
nada
donde estuvo el altar,
nada que la mano palpe;
la lengua del perro
hace un ruido
como de chancleta sobre la alfombra,
entonces tengo con nitidez
lo que sentí
en aquella época,
voces abundantes, gestos
la mano que no quiso
desprenderse, sus líneas
que confiaban más que yo
en mi propio camino.
Solo eso,
porque obra no hay,
no la busques, se siente el rumor
de lo que puede dejarte
mudo.
Ricardo Alberto Pérez nació en Arroyo Naranjo en 1963. Sus libros de poemas más recientes son ¿Para qué el cine? (Unión, La Habana, 2011) y Vengan a ver las palomas de Varsovia (Letras Cubanas, La Habana, 2013). Publicó una antología personal, Los tuberculosos y otros poemas (Torre de Letras, La Habana, 2008). Ha traducido a Paulo Leminski y otros poetas brasileños. Es integrante del grupo literario Diáspora.